Habanera para un condecito. Juanjo Álvarez Carro

Habanera para un condecito - Juanjo Álvarez Carro


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los sublevados.

      Era de esperar que, con amigos en ambos lados, además de una trayectoria de negociador nato, no tardaran en utilizar los servicios de Colinas como correo. Él se ofreció con todas sus fuerzas, sin dilaciones, para intentar evitar lo que sin remedio acabó ocurriendo. Indalecio Prieto, ministro de guerra, no confiaba para nada en la victoria del pueblo desarmado y desorganizado, contra un ejército mejor pertrechado, preparado y asistido por Roma y Berlín. El gobierno confiaba en conquistar los corazones de Inglaterra y Francia para acudir en ayuda de la maltrecha nación. Pero los ingleses, con intereses en la industria del vino, del acero, las tierras de Andalucía, preferían un gobierno simpatizante de Hitler antes que la revolución comunista, así que se limitaron a una actitud condescendiente o directamente pasiva. Y los franceses no harían nada que ofendiese a los ingleses. Pero según observó Colinas al llegar a España, retirados del concurso Sanjurjo y Mola, comprobó que los sublevados tampoco estaban a partir un piñón entre ellos. Así que la guerra —por tanto— iba a necesitar Dios y ayuda para decantarse hacia un lado y terminar.

      Los planes del general Modesto, entre otros, eran cruzar el Ebro otra vez. Esto iba a suponer la reconquista del territorio perdido por la república, que había visto su zona partida en dos por los sublevados. El general Vicente Rojo, al mando del ejército en ese momento, había recibido al coronel Juan Modesto para encargarle cruzar el Ebro hacia el oeste y retomar el territorio perdido. Eso atraería fuerzas de Franco hacia ellos y le daría un respiro al asedio de Valencia. Si la idea de atravesar el gran río español prosperaba, supondría iniciar la guerra con bríos nuevos y alejar a Franco de su obsesión: la conquista de Barcelona.

      Una noche, recostado a oscuras en su cama, entre las volutas de humo que subían al techo de la habitación del hotel Florida, Gorgonio descubrió con horror, al ver un aro de humo expandirse hasta desaparecer fuera de la luz que entraba por la ventana, que si tal vez se dejaba al ejército de Franco acercarse a los Pirineos, a Barcelona, eso quizá removería la conciencia de Francia y abriría la frontera para permitir entrar armamento ruso para la república, retenido al norte de los Pirineos. Era una posibilidad.

      El paso del Ebro tenía que fracasar.

      Y así fue que el día del Apóstol —me contaba Colinas, acodado sobre el apoyabrazos, reclamando mi atención sobre algo que no volvería a repetir— cuando comenzó el cruce del Ebro, Gorgonio se hallaba en la Decimocuarta Brigada Internacional, cuadragésimoquinta División. Había decidido infiltrarse, si esa era la palabra, en la brigada que se haría cargo del cruce. Cachalote y Luis Delage, ambos muy cercanos a Juan Modesto, habían puesto a Gorgonio Colinas en antecedentes sobre el paso del río. Así que ellos mismos lo llevaron al grupo que iba a cruzar el Ebro por la parte más al sur.

      A las doce y cuarto de la noche, iniciaron el cruce hacia el otro lado. La contracruzada definitiva, la que permitiría a la República reconducir el nefasto cariz que la guerra tomaba. El general Tagüeña cruzaría por el norte; Enrique Líster iría por el centro. Gorgonio se había encuadrado inmediatamente con el tercer grupo, más al sur bajo las órdenes del teniente coronel Etelvino Vega con la idea de llegar a Amposta y tomar la villa.

      Nadie en la compañía conocía a aquel extraño que hablaba en francés, inglés y alemán, indistintamente. Así, sin mucho tiempo para discutir sobre fidelidades, había aparecido por allí tres días antes del comienzo de la batalla. Le mandaron incorporarse en la Brigada Internacional con Henri Rol-Tanguy, junto a Darryl para servir de traductor, según necesidades. Él se había presentado como George Hills, con pasaporte inglés.

      Aquella madrugada del 25 de julio, en el lado Nacional, al otro lado del río les esperaba la 105ª División mandada por el coronel López Bravo, que había descubierto prematuramente las intenciones del Ejército republicano del Ebro. El ataque de la Brigada Internacional ya no tuvo nada de sorpresa. Los republicanos tuvieron que retirarse y soportar muchas bajas, más de seiscientas y muchísimos heridos. Eran la Quinta del Biberón, los del 41. Muchos se dejaron la vida en el río. Otros, la inocencia.

      Y también aquella noche, Gorgonio cruzaría su vida con la del hombre que quiso ser; el hombre que no fue; quizá el hijo que no tuvo. Ese era Joyce Darryl. Con veintipocos años, muy joven, él no pudo interpretarlo ni entenderlo, pero aquel brigadista de cincuenta y tantos años, que se hizo llamar George Hills, se marchó del frente prometiéndole un futuro encuentro. Y Darryl, por supuesto, no le dio a aquella promesa más valor del que tenía: el de las lamentables condiciones de la moral, en la que los colores de las banderas están sucios, los ojos pierden su brillo. Él sabía que nadie puede prometer nada en las guerras, salvo miedo, sangre o ruido.

      Más que por la carta misteriosa que aquel tipo le había dejado, Darryl maldecía entre dientes el día que lo había parido madre, al preguntarse por qué la aviación republicana había tardado casi dos días en acudir a ayudar a sus combatientes en el otro lado del río, a pesar de que las bombas nacionales les caían del cielo como lluvia en otoño. Nadie supo por qué.

      En la carta que después leyó, Darryl había llegado a imaginar, fugazmente, el horror de aquel tal George Hills ante las muertes que habían presenciado aquella noche. En su carta, más bien una nota, Hills le había dejado unos versos sacados de la novela americana de Stephen Crane, La Roja Marca del Valor. En la novela americana, Henry, un joven soldado protagonista en medio del terror de la guerra de Secesión, se sentía por ello un cobarde culpable. Una cobardía que a ojos de Darryl no se veía en Hills. A saber, entonces pensaba Darryl, qué tormentos interiores tenía aquel tal George, que no alcanzara a comprender exactamente, habiéndole visto como le había visto, recibiendo balazos como todos, el resuello cortado por una esquirla de acero, más padre que hombre; más mando que soldado, pelo cano en la quinta del biberón. No había visto cobardía en él. Al menos no la misma del personaje de la novela americana. Habría que esperar con paciencia a que el tiempo le revelara con qué clase de demonios se las veía aquel misterioso Hills.

      Tras una breve averiguación, lo único que sus comisarios de la XIV Brigada pudieron transmitirle era que el extraño tenía también pasaporte español.

      Martes, 5 de agosto de 1947

      Comisaría de Policía de Cruz del Eje

       (Córdoba-Rep. Argentina)

      —Pero no se me vaya a la guerra española, don Florián. Me contaba que Gorgonio Colinas salía de la casa de los Perón en Buenos Aires y allí lo abordan los americanos…

      —Sí, perdone, comisario. Le contaba que ...

      ... Le montaron en el Dodge verde petróleo y cuando llegaron a la avenida Libertador, a espaldas del conductor, Darryl quiso citar a Gorgonio. Sugirió en voz baja algún copetín al paso de calle Florida o Corrientes, quizás el café Tortoni, donde se habían encontrado muchas veces. Pero Colinas prefirió un banco de Plaza Italia, cerca de su casa. A lo mejor, con el verde de los árboles, tendría un comportamiento más condescendiente con Darryl. Sus mecanismos del oficio estarían parados y así los quería durante un rato. Por los viejos tiempos.

      Allí se encontraron dos horas más tarde, ya sin chóferes ni otros testigos. Darryl le había preguntado muy curioso:

      —¿En serio que no sabe por qué la Señora lo ha citado, Gorgonio?

      —Estoy corroído por la curiosidad. Dígamelo usted, Darryl.

      —Venga, Colinas. Ya ha visto que la casa de Ludwig Freude parece el Reichstag. Uno no entra allí y sale sin más…

      —La misma razón por la que me levanté y me marché de allí sin poder hablar con la señora. Me ha invitado a comer con ella y el General mañana. A la una.

      —¿Habló con alguien más allí dentro?

      —Hoy he conocido a Otto Skorzeny, Darryl —dijo Colinas con una sonrisa en los labios, como un crío que muestra orgulloso un cromo raro de su colección a un colega.

      Era obvio que Joyce no mostraba el mismo entusiasmo que su compañero de banco por conocer a los héroes de la guerra. Quizá se debía a que fueran


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