Habanera para un condecito. Juanjo Álvarez Carro
de atrás.
—De eso no se preocupe. Cambio de planes. Yo iré con usted. Póngase los zapatos que le he traído y esa chaqueta.
La enorme cantidad de gente parece la de un partido final de campeonato. Junto al coche pasa un grupo muy ruidoso, como una charanga, coreando el nombre del Chueco. Suponen que son paisanos de Fangio, al ver el bombo con el nombre de Balcarce.
—Vamos —ordena el norteamericano, abriendo la puerta para mezclarse con el grupo—. ¡Dese prisa!
El de atrás se baja con un zapato en la mano y el otro sin atar. El americano lo lleva casi a rastras, hasta alcanzar al grupo de la charanga.
El recorrido hasta el Parque de los coches del Gran Premio Buenos Aires-Lima se va haciendo más difícil por la densidad del público que hay esta noche. A las cero horas está prevista la salida del primer participante, el uruguayo Héctor Supicci Sedes. La idea del americano no ha sido muy acertada. Hay una presencia policial masiva, pues el presidente Perón y su mujer asistirán al evento deportivo. El mismísimo Juan Domingo Perón se encargará del banderazo de salida. El joven se consuela pensando que precisamente por eso no lo van a estar buscando a él.
—Venga conmigo —ordena otra vez el americano— ¡Por aquí, hombre!
La carrera para alcanzar el coche desde la comisaría lo ha dejado agotado. Ha estado incomunicado en la celda durante la noche anterior y todo lo que llevan de ese día. Agua y un huevo cocido. Se encuentra cansado y algo desorientado, así que el americano lo tiene que llevar del brazo hacia la entrada del parque de coches, en custodia desde la mañana temprano de ese frío diecisiete de julio.
Enseña una acreditación del New York Times al policía que custodia la entrada, extendida a nombre de dos corresponsales en el mayor evento automovilístico de América de todos los tiempos. Joyce Darryl confía en que conseguirá llegar con su invitado hasta el coche de Fangio o los hermanos Gálvez, y lo intenta de manera urgente y nerviosa. Se aproximan a la valla metálica que cierra el parque. Desde fuera del recinto un hombre les lanza una bolsa de mano.
—Cuando yo le diga, métase entre dos coches y empiece a ponerse la ropa que hay en la bolsa— ordena el americano y el invitado rebusca.
Dentro de la bolsa ve un mono de competición, calzado y también un trescuartos grueso, muchísimo mejor que el traje que lleva puesto, que es muy poca cosa para el frío que hace.
Los coches de Fangio y los Gálvez están entre los primeros. En su largo camino hacia ellos, pues ha usado la puerta para prensa y tiene que cruzar todo el parque hasta los primeros, Darryl y su agotado acompañante pasan junto a un grupo entre periodistas y fotógrafos. Se trata de directivos alemanes de la Müller. El heredero de la familia, el joven Karl, participa en el evento. Su influyente familia, dueña del mayor conglomerado empresarial alemán en Argentina, ha conseguido pases para ellos y sus amigos. Un privilegio que les permite a todos estar dentro del parque de custodia.
Leo Karltenbrunner, el copiloto del muchacho, sin embargo, está ocupado dentro del coche acomodando el equipo, lejos del animado grupo. Ha llegado hace poco al país, enviado por su gobierno como enlace en la legación diplomática. Ha sido recomendado para ello y recibido los parabienes de la familia Müller en su nuevo cometido.
Tanto, que le han encargado acompañar al heredero durante la aventura que recorrerá casi toda América del Sur. Había sido brigada de comunicaciones durante la guerra y uno de los tripulantes del acorazado Admiral Graf Spee que huyó de Argentina cuando se les internó allí, tras la batalla del Río de la Plata. Evidentemente, la ayuda de la familia Müller fue decisiva para la huida.
El americano Darryl no comprende el estado de ansiedad que muestra su invitado, agachándose entre dos coches, al ver a Karltenbrunner.
—Es uno de ellos. No me puede ver.
—Claro que no, tranquilo. No se ponga nervioso. ¿Lo conoce?
—Ese conducía el coche de Rohwein cuando los ví en el hotel Palermo.
Lo que sí comprende Darryl es que no van a tener tiempo de hablar con Fangio o con los Gálvez. Faltan apenas diez minutos para las doce de la noche. Hay que improvisar. Cuando recorre con la mirada el parque cerrado de los vehículos, alcanza a ver uno más largo que los demás. Y recuerda.
—Venga conmigo.
El coche largo es un Plymouth 42, de cuatro puertas y un portaequipajes enorme. Y tiene el capó pintado de verde.
El joven, urgido el paso por Darryl, olvida la bolsa de mano entre los dos coches.
Martes, 5 de agosto de 1947
Comisaría de Policía de Cruz del Eje
(Córdoba-Rep. Argentina)
—Dígame que los muertos del mes pasado en el dique no tienen nada que ver con usted, don Florián.
Ni hola qué tal, ni tome asiento, ni cómo se encuentra, don Florián.
Se hizo el silencio en la oficina del comisario López. Se le ensombreció el rostro al viejo Florián Carro.
El comisario mira al viejo, más decrépito de lo que lo recordaba, más cansado, trenzando los dedos sarmentosos con un comienzo para su discurso. Los pone sobre su regazo, como el abuelo que espera paciente la pregunta más insólita de un nieto curioso.
Silencio y mirada fija.
Y así es como el joven comisario se apresta a escuchar lo que aquel viejo que tiene delante le va a contar.
—Mire, comisario. Mucho tiempo después de que Gorgonio huyera, quizá cinco o seis años, yo terminé mi mandato como jefe político. Y como ya le he contado antes, comisario, ese era un cargo para hombres de paja, o para paniaguados o para los hampones de turno de la zona, al servicio de los gobernadores…
—Don Florián, yo ya sé quién es usted. —Interrumpió con sonrisa complacida.
—No, no me pregunte usted si yo era lo uno o lo otro porque yo mismo no lo sé, todavía.
El comisario echó una mirada larga al viejo Florián Carro, traje gris marengo, de espiga, y cinturón en el ecuador de la prominente barriga de abuelo. La corbata tenía el escudo del Automóvil Club Argentino reproducido sobre el tejido como estrellitas. Y los zapatos de cuero marrón claro, resplandecientes. Allí, sentado sobre el sillón que había ocupado innumerables veces en el pasado, como cuando venía a ver al comisario López, el viejo, padre del actual.
—Usted nunca fue un títere de nadie, don Florián.
—Sí, amigo mío, pero el cargo político me enseñó muchas cosas —y no está de más recordarlo—. Si le tuviera que contar algo, habría que empezar por la historia de cómo vino y por qué vino Gorgonio Colinas allá por el año 1917.
—Disculpe, don Florián. Le ruego que entienda que estamos averiguando todavía las muertes del otro día en el dique y que no ando con mucho tiempo para narraciones…
—Lo primero que aprendí, comisario —tensó el gesto esta vez— sobre la condición del hombre es que se trata de un mamífero cabrón. ¿Le suena eso de que los valientes no hallan acomodo en la vida sin guerra? ¿O eso de que los simples viven más que los sesudos? ¿Que el valor y el arrojo están reñidos con la templanza y la reflexión?
El comisario cerró los ojos y clavó los pulgares en ellos, con el ceño fruncido. Hacía un acopio de paciencia inusitado.
—Ya. Mi padre me lo decía constantemente; se lo he escuchado a usted miles de veces —admitió el comisario, dispuesto siempre a mostrar consideración por el que podría ser incluso su abuelo.
—Pero todavía queda lo más importante, ¿sabe? Lo más decepcionante que traje conmigo del ejercicio político. Uno se pasa tantos años expuesto al escrutinio público; luchando a diario contra el Poder con mayúsculas… ¿Y qué hay de premio? Nunca, amigo comisario,