La Constitución tramposa. Fernando Atria
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Para Florencia
I fought against the bottle But I had to do it drunk Leonard Cohen
Capítulo 1
El derecho al revés
Entre los temas que han tenido especial relevancia en la discusión pública durante 2013 está, indudablemente, el de la nueva constitución y la asamblea constituyente. La manera en que se habla de estas cuestiones, sin embargo, está lejos de ser clara y transparente. Esto no es un defecto de quienes participan en esta discusión, como si ellos estuvieran usando palabras cuyo significado no manejan. Es decir, no se trata de que un vocablo del dominio de los expertos (abogados o profesores de derecho constitucional) haya saltado al debate público con la consiguiente “vulgarización” de sus condiciones de uso, tal como ocurre ocasionalmente con algunos términos jurídicos. Así, por ejemplo, para el periodista, “delito” es sinónimo de “acción ilícita”, pero para el abogado y el jurista la diferencia entre ambas nociones es evidente. Este es un caso de vulgarización –término que uso aquí purgado de todo elemento peyorativo– en el sentido de que un concepto que tiene un significado técnico específico se usa de manera mucho más laxa cuando pasa a contextos no técnicos de conversación.
La falta de claridad de la discusión pública respecto de la nueva constitución y la asamblea constituyente no puede ser explicada de este modo. Lo que la explica es algo específico acerca del lenguaje constitucional. En efecto, éste tiene, por así decirlo, dos dimensiones de significado, pero solo una de ellas tiene legitimidad pública. Por un lado está el lenguaje de la ciudadanía; la manera en que como ciudadanos discutimos acerca de lo que nos debemos reciprocamente: libertad, igualdad, fraternidad. Pero por otro existe un lenguaje técnico manejado por los abogados, especialmente por los profesores de derecho constitucional, cuya voz impera cada vez que se discuten en público cuestiones constitucionales. El supuesto es que este lenguaje es el “correcto” para referirse a tales cuestiones, y el de los ciudadanos es, en cambio, técnicamente defectuoso.
El lenguaje jurídico como paleontología
La historia de la tradición democrática, sin embargo, muestra que, al menos en lo que se refiere al lenguaje constitucional, la situación es precisamente la inversa: el concepto de poder constituyente (del cual obtienen su sentido, como veremos, las ideas de constitución y de asamblea constituyente) no surgió de la teoría constitucional, sino de la práctica revolucionaria. Claro, habiendo surgido en este contexto, dicho concepto irrumpió, actuó y luego se transformó en instituciones jurídicas. Entonces fue incorporado al canon “teórico” y puesto bajo el microscopio del profesor de derecho constitucional, viviseccionado, analizado, clasificado, tipificado y regulado. Eso hace que ahora, cuando se invoca el concepto de poder constituyente, quienes se dedican al análisis de fósiles sin vida tengan algo que decir, pero hace también que lo que tienen que decir sea relativizado por el hecho de que nunca han visto the real thing: lo suyo es la paleontología.
Cuando son usados en el lenguaje paleontológico de los juristas, términos como “constitución”, “poder constituyente” y “asamblea constituyente” tienen un significado preciso, resultado de las especificaciones y distinciones que el pensamiento jurídico requiere y produce. Por consiguiente, cuando esos términos aparecen en demandas formuladas políticamente, como cuando se exige una “asamblea constituyente” o se habla de una “nueva constitución”, resulta natural entender que el contenido de esas exigencias políticas ha de ser determinado y evaluado usando los criterios propios del “técnico” o el “experto” en derecho constitucional. Este paso es funesto porque ignora que el discurso jurídico constitucional tiene un carácter paleontológico. Es funesto políticamente, en tanto el lenguaje utilizado traiciona la pretensión política que se quiere expresar.
Lo anterior no es una mera reflexión teórica sobre esos conceptos. Para mostrar la relevancia de este problema nada es más adecuado que mirar la discusión política que siguió a la publicación de la ley 20050, la reforma constitucional de 2005. ¿Fue la dictación de esa ley la dictación de una nueva constitución? ¿Vivimos bajo la Constitución de 2005 o la de 1980 reformada?
Vista desde hoy, la discusión sobre esta cuestión en 2005 se nos aparece curiosamente invertida. Esto es lo que hace a este episodio crucial ahora que hablamos de nueva constitución o asamblea constituyente. Nos provee, por decirlo así, de una imagen en negativo del poder constituyente: un momento en que todos entendieron las cosas al revés. El presidente Lagos y la Concertación entendieron que el problema constitucional había sido solucionado porque la Constitución ya no era la de 1980 o “de Pinochet” y podía ser lícitamente llamada “de 2005”. El propio Lagos, al promulgar la ley 20050, afirmó que después de esas reformas “Chile cuenta [...] con una Constitución que ya no nos divide, sino que es un piso institucional compartido”. La afirmación del expresidente fue compartida por conspicuos juristas de la Concertación, como Jorge Quinzio, Juan Bustos y Francisco Cumplido, entre otros1. A ella se opuso la derecha: El Mercurio rechazó la nueva denominación, sosteniendo que las reformas “no alteran en lo sustancial el texto de 1980”. Lo mismo dijeron juristas vinculados a la derecha, como los profesores de la Universidad Católica Ángela Vivanco y Arturo Fermandois. El actual ministro Andrés Chadwick, entonces senador, sostuvo por su parte algo que hoy sería considerado como un argumento para respaldar la demanda de asamblea constituyente:
Por muy importante que hayan sido las reformas, que hemos compartido y consensuado, sigue siendo la Constitución de 1980. Se mantienen sus instituciones fundamentales, tal como salió de su matriz. Para que haya una nueva constitución se requiere de un proceso constituyente originario, no de un proceso de reformas2.
Se trata evidentemente del mundo al revés: quienes hoy se oponen a la asamblea constituyente y defienden la Constitución vigente dicen lo que en 2005 decían los partidarios de llamar a esa reforma “nueva constitución”: que la asamblea constituyente o la nueva constitución son hoy innecesarias porque desde 2005 la Constitución dejó de dividirnos y es un piso institucional compartido. Por su parte, los partidarios de la asamblea constituyente podrían citar palabra por palabra lo dicho por el hoy ministro del Interior para explicar por qué en 2005 no ocurrió nada que negara la necesidad de una asamblea constituyente o una nueva constitución. Porque, por muy importante que hayan sido las reformas que fueron consensuadas entre la Concertación y la derecha, sigue siendo la Constitución de 1980. Se mantienen sus instituciones fundamentales, tal como salió de su matriz. Para que haya una nueva constitución se requiere de un proceso constituyente originario, no de un proceso de reformas.
La confusión fue demasiado simétrica para ser casual. Esto muestra algo que es importante: no podemos descansar en lo que los actores creen que están haciendo para entender el sentido constitucional de lo que está pasando. Pero eso quiere decir que no podemos dar nuestros términos por sentados. Tenemos que tener un criterio independiente de lo que los actores creen que están haciendo para saber qué está pasando: qué es una constitución, cuándo una constitución es nueva y qué relación hay entre eso y la exigencia de una asamblea constituyente.
Entender lo ocurrido en 2005, entonces, es de importancia capital ahora que volvemos a hablar sobre nueva constitución. Lo es porque al reflexionar sobre la constitución y el momento constituyente (y, desde luego, sobre el sentido de una nueva constitución o su relación con la asamblea constituyente) estamos hablando de algo sobre lo que es notoriamente difícil hablar sin dar por supuesta una serie de cuestiones que, como les sucedió a los que opinaron