La Constitución tramposa. Fernando Atria
en (4) hace que su sentido sea considerablemente distinto al que le atribuimos cuando la leemos al derecho. Leída al derecho, es una afirmación sobre la soberanía (reside en la nación y se ejerce por el pueblo10), y parece susceptible de ser refutada mirando a la “evidencia empírica”: en 1973 (o en 1980) la soberanía fue ejercida por la junta de gobierno, que la usurpó. El hecho de que pueda ser usurpada muestra que la soberanía no reside inherente o esencialmente en el pueblo, por lo que (4) es falsa. Pero leída al revés es una afirmación sobre el pueblo: quien ejerza el poder constituyente reclama siempre actuar a nombre del pueblo, y reconocer lo que aquel ha hecho como una constitución es reconocer que actuaba a nombre del pueblo.
1 Jorge Quinzio, “Chile tiene una nueva Constitución”, La Nación, 29 de septiembre de 2005. Las opiniones de Bustos y Cumplido pueden leerse en “Denominación de la Constitución abre debate entre juristas y parlamentarios”, El Mercurio, 21 de septiembre de 2005. Otros juristas vinculados a la Concertación fueron igualmente entusiastas. Humberto Nogueira, por ejemplo, sostuvo que “La reforma constitucional [de] 2005 pone fin a la larga transición constitucional a la democracia chilena” (Humberto Nogueira, ed., La Constitución Reformada de 2005 [Santiago: Librotecnia, 2005]).
2 La opinión editorial de El Mercurio fue publicada el 23 de septiembre de 2005. Las opiniones de Fermandois, Vivanco y Chadwick están consignadas en “Denominación”, El Mercurio (v. nota 1)
3 Ronald Dworkin, Freedom’s Law. The moral reading of the constitution (Cambridge: Harvard University Press, 1996), 34.
4 Hoy es un lugar común negar la relevancia de la distinción entre derecho y política sosteniendo, por ejemplo, que en la interpretación constitucional ambas dimensiones están en alguna medida mezcladas. Se dice así, como si con eso se solucionara algún problema, que la interpretación constitucional es una tarea “jurídico-política”. Esta es quizá la señal distintiva de una reflexión jurídica que ha devenido complacientemente conceptualista, es decir, una reflexión jurídica para la que el derecho no tiene ninguna importancia. Decir que la interpretación de la constitución es “jurídico-política” –sin que eso sea el prólogo a alguna discusión importante– es un absurdo porque ignora que el sentido del derecho es, como veremos, despolitizar, hacer de lo polémico algo no polémico.
5 Para una discusión más detenida de esta forma de caracterizar lo político, véase Fernando Atria. Veinte Años Después: Neoliberalismo con Rostro Humano (Santiago: Catalonia, 2013).
6 Véase Fernando Atria, Mercado y Ciudadanía en la Educación (Santiago: Flandes Indiano, 2007) y La Mala Educación (Santiago: Catalonia, 2012).
7 Al discutir, en el anexo, sobre interpretación constitucional, veremos que hoy está de moda una manera de interpretar la constitución que se ufana de ser no “literalista” sino “sistemática y finalista”. Como veremos entonces, una comprensión puramente finalista de la interpretación reclama que para interpretar un texto como el constitucional lo que debe ser determinante es la realización de la finalidad constitucional, y que cuando dicha finalidad no se realice en las reglas respectivas, esas reglas deben ser reformuladas por la vía interpretativa para que la finalidad sea cumplida. Este entendimiento de la interpretación tiene una base de verdad, ya que se alza como reacción a una idea formalista o literalista de la interpretación (donde lo que importa no es el sentido de las reglas sino su formulación literal). Pero una interpretación puramente finalista es una deformación, precisamente porque niega el momento trivializador del derecho y restablece lo polémico de lo político. En efecto, como las finalidades constitucionales no son identificables sino polémicamente, una interpretación puramente finalista implica transformar el derecho en un concepto polémico. Estas apreciaciones generales se harán, o al menos así lo espero, más claras cuando consideremos, en el anexo, la acusación de que una determinada interpretación de ciertas reglas constitucionales es un fraude o un resquicio.
8 Al respecto, véase Fernando Atria, “Sobre la soberanía y lo político”, Revista de Derecho y Humanidades 12 (2006), 47-93.
9 Emmanuel-Joseph Sieyès, ¿Qué es el Estado Llano? (Madrid: Instituto de Estudios Políticos, 1950, edición original de 1789).
10 No hay que confundirse por el hecho de que la constitución hable de la nación como quien detenta esencialmente la soberanía. En la medida en designa a todos los chilenos que han vivido, viven y han de vivir, es decir, en la medida en que designa la continuidad histórica de la unidad política, la nación no puede actuar. Quien puede actuar es el pueblo, que lo hace a su nombre (es decir, lo hace teniendo la responsabilidad de actuar por la nación). El pueblo, entonces, es mandatario de la nación.
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