La Constitución tramposa. Fernando Atria
Ignorar la dimensión “misteriosa” del acto constituyente es hablar de él con el lenguaje paleontológico del derecho constitucional. Entonces diremos, usando definiciones aceptadas, que una constitución es una norma “fundamental”, lo que quiere decir que es una norma que tiene una característica formal muy precisa: su modificación o derogación es la más difícil del sistema jurídico pues exige los quórums más altos (de acuerdo al artículo 127 del texto constitucional vigente, el voto conforme de 3/3 o 3/5 de los senadores y diputados en ejercicio). En este caso, como siempre, para el pensamiento jurídico vale la forma sobre la substancia. Por consiguiente, constitución es, en definitiva, una norma especialmente difícil de modificar, y la pregunta por la constitución chilena, para el abogado, es una pregunta por cuáles son las normas en Chile que exigen 2/3 o 3/5 de los votos para su reforma.
Ahora bien, es importante destacar que esta noción de constitución, por muy útil y necesaria que sea para la práctica jurídica e institucional en general (que lo es), es insuficiente. Más aún cuando notamos que la sola dificultad de reforma no puede ser la única característica definitoria, ya que la pregunta puede naturalmente repetirse: “¿por qué es difícil de reformar?”. Después de todo, no parece tener sentido decir que una norma es “constitucional” porque es difícil de modificar, sino al contrario: uno esperaría que fuera difícil de modificar porque es constitucional. Pero esto supone que hay un concepto de constitución no formal, de modo que podamos decir: esas normas son difíciles de modificar porque son constitucionales.
La respuesta del abogado es que la constitución contiene las normas más importantes en materia de derechos fundamentales (parte dogmática) y de organización de los poderes del Estado (parte orgánica). Pero al dar este paso nos quedamos con dos criterios, uno formal y uno substantivo. ¿Qué relación hay entre ellos? El sentido común indica que el contenido explica la forma, es decir, es el hecho de que las normas constitucionales sean importantes lo que explica que sean difíciles de modificar. El criterio decisivo, entonces, debería ser el criterio substantivo: la constitución sería la norma que, primero, consagra derechos fundamentales y, luego, configura las bases fundamentales del poder institucional.
Pero ¿qué ocurre con normas como las siguientes? “Los fiscales regionales tendrán que tener a lo menos cinco años de título de abogado” (art. 86, inc. 3º), o “los templos y sus dependencias, dedicadas exclusivamente al servicio de un culto, estarán exentos de toda clase de contribuciones” (art. 19, Nº 6, inc. final). Ambas son normas constitucionales en el sentido de que son parte de ese texto que es difícil de modificar. Ambas son normas no constitucionales en el sentido de que es imposible decir que son fundamentales, al menos si entendemos por “fundamental” algo así como “lo que sirve de fundamento” o “lo que es importante”. Por consiguiente, la manera en que entendamos estas normas muestra cuál de los dos criterios prima.
Desde el punto de vista del derecho, es indudable que ambas normas son normas constitucionales. Por lo tanto, para el derecho, “constitución” es el nombre que recibe un texto legal cuando es difícil de modificar. Y esto hace que nuestra observación anterior, de que esto parece un modo invertido de ver las cosas, recobre su fuerza. Recuérdese: es claro que lo correcto es decir que son difíciles de modificar porque son normas constitucionales, no que son normas constitucionales porque son difíciles de modificar. Pero la óptica del derecho nos fuerza a decir precisamente esto último. Esto crea espacio para normas formalmente (=jurídicamente) constitucionales, pero substantivamente (=políticamente) legales, que llamaremos “leyes constitucionales”: se trata de normas que no son fundamentales, sino que suponen la existencia previa de un fundamento. Este espacio, a su vez, permite el abuso de la forma constitucional, idea sin la cual no es posible entender nuestro problema constitucional.
Lo polémico y su trivialización
Pero no es conveniente adelantarnos. Lo que hemos observado puede ser generalizado en la relación derecho/política: el derecho trivializa las cuestiones políticas. Hoy es políticamente importante determinar si vivimos o no bajo la Constitución de Pinochet. Antes de responder a esa pregunta debemos conocer la significación de las reformas (entre otras) de 1989 y 2005. ¿Fue alguna de esas reformas tan significativa que debemos decir que ya no es la misma Constitución?
Aprovechando la distinción que hemos introducido al final de la sección anterior, podemos decir: si lo modificado son leyes constitucionales, es una reforma constitucional; si lo modificado es la constitución misma, se trataría de una nueva constitución. En el sentido político esto es correcto, pero jurídicamente hablando es impertinente porque la distinción entre constitución y ley constitucional es invisible: para el derecho, el artículo 4º (“Chile es una república democrática”) es tan constitucional como las disposiciones ya mencionadas sobre los fiscales regionales o los templos. Ambos tienen forma constitucional, pues están en ese texto especialmente difícil de modificar. Esto permite manejar un concepto fácilmente identificable de constitución, aunque a costa de perder la distinción fundamental entre constitución y ley constitucional. Es en este sentido que el derecho trivializa la política4.
Esto no es una necedad específica del derecho. La función trivializadora del derecho da en realidad la clave para entender nada menos que su sentido, que es precisamente dar forma a cuestiones que sin él no tendrían forma y no podrían ser identificadas sin conflicto. Pero esta función implica, a su vez, una limitación al momento de tratar cuestiones políticas importantes: si ellas son entendidas a través del derecho, lo que es políticamente decisivo será irrelevante, y lo que es políticamente irrelevante será decisivo.
Aquí puede ser útil hacer una digresión sobre el conflicto político para entender por qué su trivialización, por parte del derecho, no puede ser entendida como un déficit, como un problema, sino como la explicación de por qué el derecho es necesario para hacer la política posible. El conflicto político es polémico. En el sentido en que uso aquí esta palabra, un conflicto es polémico cuando no puede ser adjudicado, no puede ser decidido sin tomar partido. No toda controversia es en este sentido polémica. Cuando el juez, por ejemplo, decide que el imputado efectivamente es responsable del delito por el que se le acusa, está decidiendo la controversia entre él y el ministerio público, pero no está tomando partido por este último: si el juez tomara partido por una de las partes no podría ser juez. El juez resuelve la controversia desde el punto de vista del derecho, que es imparcial al ministerio público y al acusado (si no lo es, ese es por supuesto su déficit. El derecho reclama ser imparcial, y si no lo es incumple su propia promesa). El derecho aquí constituye para el juez una perspectiva que pretende imparcialidad, una perspectiva que le permite decidir la contienda que las partes libran delante suyo que por decidirla se esté revelando como un aliado de la parte que a su juicio merece ganar. El supuesto básico, elemental, de la idea de jurisdicción y poder judicial es que los conflictos que se deben solucionar son conflictos no polémicos, es decir, conflictos que pueden ser solucionados desde una perspectiva imparcial, sin que solucionarlos implique tomar partido. Es por esto, por ejemplo, que el debe juez fundar su decisión en derecho y le debe a quien pierde el juicio una explicación o justificación de por qué su fallo es una resolución imparcial de la controversia. A lo mismo se debe, también, que un diputado no necesite fundamentar su voto a favor o en contra de un proyecto de ley: un diputado socialista no tiene el deber de decidir con imparcialidad, sino desde una óptica socialista. Muchas otras cuestiones importantes se siguen de aquí: el juez es independiente y debe ser inmune a la opinión pública, el diputado no; el diputado obtiene su legitimidad del hecho de ser elegido popularmente, el juez de haber sido nombrado a través de un proceso que da garantía de su conocimiento del derecho (de eso que le da la posibilidad de decidir imparcialmente).
El conflicto político, hemos dicho, es polémico. Es el conflicto sobre lo que va en el interés de todos. Esto, por cierto, no supone ingenuidad alguna al respecto, sino solo tratar de identificar cuál es el estándar interno a la discusión pública5. Ese estándar es el interés de todos: quien participa de la discusión política reclama estar defendiendo una posición acerca de lo que va en el interés de todos. Si la UDI defiende la educación provista con fines de lucro, el argumento que usará en público será