La Constitución tramposa. Fernando Atria

La Constitución tramposa - Fernando  Atria


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provista con fines de lucro alegarán precisamente lo contrario: que esa eliminación es lo que va en el interés de todos, y que la posición de quienes defienden esa forma de provisión es una manera oculta de defender el interés de los empresarios, etc.

      Yo por supuesto no soy imparcial en este debate6. En realidad ese es precisamente el punto: no se puede ser imparcial en ese debate, porque decidirlo es tomar partido. Esto quiere decir que el conflicto no puede ser llevado a un tercero imparcial porque no hay una perspectiva imparcial desde la cual decidirlo.

      Nótese que el hecho de que el conflicto político sea polémico no tiene nada que ver con otra discusión con la que a veces suele mezclarse: la de si hay o no “verdad”, o si esta es relativa, etc. El punto no es sobre lo que es verdadero, sino sobre la inexistencia de un modo de decidir imparcialmente un conflicto. Al decir que la proposición “debe prohibirse la educación provista con fines de lucro” es objetivamente correcta yo estoy diciendo que ella se apoya en las mejores razones. Que sea una cuestión política (polémica) no depende de que descanse o no en las mejores razones, sino del hecho de que aceptar o rechazar esa proposición produce una alineación política. Es por eso que es posible que cuestiones políticas (polémicas) dejen de serlo y que, recíprocamente, cualquier conflicto puede hacerse político, en la medida en que deviene polémico.

      Esto es lo que hace tan problemática la apelación al “conocimiento experto” en política. El conocimiento experto se legitima precisamente por su pretensión de imparcialidad, pero cuando se usa políticamente es un conocimiento que alega ser imparcial pero no lo es. Los “expertos” siempre fundan sus aseveraciones en lo que “la evidencia empírica sugiere”, pero dado lo que dicen cuando hablan de cuestiones políticamente relevantes pareciera que hay evidencia empírica de derecha y de izquierda.

      Las instituciones políticas son las formas en que lo polémico del conflicto político es contenido para permitir la discusión y el conflicto político sin que se desate la violencia. El sentido de la discusión pública, tanto en sus espacios formalizados como en los informales (el Parlamento y la opinión pública, respectivamente) es que en ella han de enfrentarse quienes tienen posiciones opuestas sobre, por ejemplo, la conveniencia de la educación provista con fines de lucro. De esta discusión podrá surgir una decisión al respecto, que puede ser promulgada como una ley. La ley decide que, a su vez, será una determinación de la cuestión política discutida: ¿es conveniente la existencia de la educación provista con fines de lucro? Nótese que cuando la ley ha sido dictada, es posible responder esta pregunta imparcialmente, por referencia al derecho y con independencia de la posición de cada uno al respecto (que sigue siendo polémica). Ahora es posible decir que, conforme a la ley, la educación con fines de lucro es (o no) permitida. Esta cuestión sobre la educación provista con fines de lucro es de hecho hoy evidentemente polémica (=política) en Chile. Pero no es polémica la cuestión de si es lícito ofrecer educación escolar o universitaria con fines de lucro (la respuesta no polémica, por supuesto, es afirmativa en el primer caso, negativa en el segundo) porque esto está zanjado por una ley. Y determinar el contenido de la ley no es polémico. El derecho, entonces, hace de lo polémico algo no polémico. Lo hace trivializándolo, porque ahora la pregunta no es qué es lo que va en el interés general, sino qué es lo que dispone la ley. Y para saber esto basta con leer el diario oficial7.

      El derecho es, entonces, una manera de hablar del conflicto político; una manera cuyo sentido es purgar a este de su dimensión polémica y hacerlo medible, comparable, predecible. Esta es la dimensión positiva del hecho ya notado de que el lenguaje jurídico es paleontológico. Solo cuando un concepto se ha purgado de su “polemicidad” puede ser reconocido por el derecho. Por eso el argumento anterior no debe ser entendido como un argumento “antiintelectualista”, es decir, uno que rechace la reflexión teórica sobre el derecho y su significación, o la dignidad de la perspectiva propia del derecho. Al contrario, es un argumento que rescata y defiende la autonomía del derecho y que la interpreta como la trivialización de lo polémico. Pero la autonomía del derecho (es decir, el hecho de que la determinación de lo que es jurídicamente el caso sea, al menos normalmente, autónomo de la determinación de lo que es políticamente conveniente o justificado) tiene un precio, y ese precio es que el derecho, en tanto lenguaje para hablar de lo político, es un lenguaje invertido. Y cuando se trata de lo político necesitamos recuperar ese lenguaje polémico. Así ocurre con el tema de la nueva constitución/asamblea constituyente: este no puede ser entendido a menos que recuperemos ese lenguaje, que le restituyamos al lenguaje la polemicidad que el derecho le extrajo. Para eso, debemos recorrer el camino que va de la política al derecho pero en sentido inverso: desde el derecho hacia lo político. Es posible hacer esto porque al trivializar los conceptos políticos el derecho deja huellas, es decir, deja marcado el camino que fue necesario recorrer. Recorrer ese camino en sentido inverso es lo que aquí será llamado “hablar al revés”. Antes de explicar qué es esto, es conveniente detenerse en por qué es importante hacerlo.

       El lenguaje constitucional es de los ciudadanos, no de los juristas

      Cuando hablamos “al derecho” las palabras que usamos significan, por decirlo así, literalmente. Si queremos definir su significado suele ser útil, al menos hasta cierto punto, recurrir al diccionario. Así, “constitución” es una norma y su diferencia específica, que la distingue de todas las demás normas, es que es difícil de modificar. Una constitución es “nueva”, entonces, cuando es una norma nueva. El “poder constituyente” es una potestad normativa, es decir, un poder de dictar normas conferido por normas (en el caso del texto constitucional actualmente vigente, por ejemplo, poder constituyente es lo que está contenido en el capítulo XV, que dispone el modo en que se dictan normas constitucionales). Una “asamblea constituyente” es, primero, una asamblea: una “reunión numerosa de personas” y, luego, constituyente: “convocada para elaborar o reformar la Constitución”. Hablando al derecho, puede decirse que en nuestro sistema constitucional no hay espacio para una asamblea constituyente, al menos si se entiende como algo distinto del Congreso Nacional (que es, después de todo, una reunión numerosa de personas y tiene, conforme al capítulo XV del texto constitucional, poder para cambiar ese mismo texto), porque no hay ninguna norma que confiera poder a una reunión de personas distinta a las cámaras para dictar normas constitucionales.

      Ahora bien, el punto central es que ocupar este lenguaje para hablar de nueva constitución o asamblea constituyente lleva a entender todo mal, a un malentendido sistemático. Quienes pretenden una nueva constitución no pretenden una nueva norma difícil de modificar. Pretenden un nuevo fundamento. Y este nuevo fundamento es un auténtico nuevo fundamento, por lo que el poder para darlo no puede ser conferido por norma alguna (que sea fundamental quiere decir que toda otra norma se funda en él, por lo tanto no puede haber una norma anterior). En este sentido no es una potestad normativa. Esto lleva a la tentación de decir, entonces, que el lenguaje que estamos discutiendo es radicalmente inaplicable al momento del origen, que una constitución es solo la imposición del más fuerte y que el poder constituyente es reducible al poder de los tanques. Esta tentación debe ser resistida8. No es que el lenguaje constitucional sea aplicable solo a situaciones ya constituidas e inaplicable al momento constituyente. Es precisamente al revés: el uso primario de ese lenguaje es el constituyente. Por eso es importante no olvidar nunca que el uso que el derecho constitucional hace de estos conceptos es paleontológico: ellos estudian fósiles.

      En la situación constitucional actual, es necesario que los ciudadanos recuperen su lenguaje constitucional, que lo reclamen de los paleontólogos y lo vuelvan a utilizar en su uso genuino. Pero es un lenguaje que ha sido apropiado por los paleontólogos de un modo radical, por lo que los ciudadanos nos hemos olvidado de que lo que ellos estudian son fósiles y hemos empezado a creer que ellos saben mejor que nosotros qué significan nuestros conceptos. Lo que los paleontólogos llaman “constitución” es pura y simplemente un conjunto de normas como cualquier otra, que ellos usan para alegar sus causas ante los tribunales. Es hora de quitarles este lenguaje y reclamarlo, recuperando de sus trivializaciones el sentido en el que “constitución” no es una norma a ser aplicada por un tribunal a petición de un abogado, sino una manera de decir que el pueblo es nada y debe serlo todo.


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