Yora. A. Taring

Yora - A. Taring


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de edad al complejo, ella le había intentado abrazar, pero él, que apenas sabía andar, se había tirado al suelo para alejarse gateando. No lloró. Con determinación y empeño puso distancia entre ellos, intentando escapar hasta descubrir que no sería perseguido. Ella se había agachado en el mismo lugar donde lo había recibido; esbozó una cálida sonrisa y esperó con los brazos abiertos. Él miró de reojo, lenta e instintivamente como el que no es visto si no ve. La seguridad dibujada en su rostro lo atrajo y sus ojos lo tranquilizaron. Unos instantes después se dio la vuelta e intentó incorporarse torpemente, dando apenas unos pasos. Antes de que cayera, ella lo atrapó con sumo cuidado y él esbozó una sonrisa que despertó en ella, como luego le detallaría, un sentimiento hasta entonces desconocido.

      Lo abrazó y besó tiernamente, y, al separarlo para volver a contemplar su sonrisa, dijo el nombre que tenía preparado mucho tiempo antes de que naciera: «Yora».

      Tiene que detenerse de nuevo. Distraído por sus pensamientos se ha desviado y su carrera se ve interrumpida por un denso robledal con una tupida manta de helechos comunes y rosales silvestres a sus pies. Abre la bolsa y toma un sorbo. Sabe que eso le dará energía suficiente para varias horas de marcha. Se percata de que se ha aprovisionado para varios días. No le hace falta. Sabe perfectamente dónde y cómo encontrar alimentos en esa época del año, aunque reconoce que de esa forma será más sencillo.

      Ahora, la tranquilidad del entorno le hace partícipe de unos instantes de paz. Permanece durante un momento pensativo, pero pronto se distrae con el furtivo vuelo y los movimientos nerviosos de un colirrojo real que se deja ver poco entre las ramas de los robles mientras con un agradable canto delimita su territorio. Mira a su alrededor para encontrar una zona más despejada que le permita seguir descendiendo. Todavía quedan horas de luz que quiere aprovechar antes de detenerse a descansar. Busca un claro entre los árboles y levanta la vista para buscar referencias. Sus músculos siguen en tensión.

      La llamaba por su nombre, pero era más que su amiga, su compañera, o su mentora; cuidaba y se ocupaba de él; con dedicación procuraba que no le faltara nada. Los primeros años fueron todo juegos y risas. Ella correteaba, se escondía, y él la seguía o la buscaba torpemente entre los matorrales. Cuando ella se dejaba alcanzar, le daba un sonoro beso; alborozado, se daba la vuelta y salía corriendo en la dirección contraria, mirando para atrás sin detenerse para ver si su sonrisa lo alcanzaba. Eso hacía que, a menudo, tropezara con sus pies, cayera torpemente sin poner las manos y se golpeara en la cara. Su sonrosado rostro pasaba del blanco al rojo en el preciso instante que rompía a llorar; tan fuerte y desconsolado llanto precisaba de un beso de igual magnitud para que se transformara en un débil puchero. Todavía con lágrimas en los ojos volvía a mostrar una sonrisa que invitaba a reanudar la diversión.

      En uno de esos juegos, que no quedaron limitados a su infancia, se encontró con otro de los niños que vivía en el complejo. Aquella imagen tiene superpuesta emociones cambiantes, como envolturas que han ido añadiéndose con el tiempo, pero si se esfuerza es capaz de acceder al primer momento, a la vivencia primigenia antes de ser recordada por primera vez y vuelta a empaquetar, pues con el tiempo dejó de ser uno de los pocos hechos desagradables de su infancia.

      Corría despreocupado, sabiendo que sacaba suficiente ventaja a Maih. Miraba hacia atrás, pero ella le seguía tranquila desde la distancia. En ese preciso instante se chocó de frente con una niña que parecía correr mirando hacia arriba. El impacto hizo que los dos cayeran hacia atrás y se quedaran sentados donde habían caído, cara a cara, mirándose sin parpadear. Yora había oído reír, en alguna ocasión, a algún niño cerca de su lugar de juego, lo que le había intrigado, si acaso, durante un efímero instante; sin embargo, no se había encontrado con ninguno hasta ese momento. La primera reacción fue de perplejidad, seguida de un miedo inexplicable a lo desconocido; con los ojos bien abiertos contempló su redondo e inocente rostro. Se fijó en que llevaba el mismo traje gris, más no percibió ninguna semejanza, pues de inmediato sintió una desazón e intranquilidad interna que hizo que se pusiera en alerta. Una sensación de aversión y repulsión detonaron en su interior y salió huyendo por donde había llegado, a tal velocidad que no se detuvo siquiera cuando se cruzó con Maih. Todo lo recuerda como si hubiera chocado con un espejo, porque los movimientos, reacciones y expresiones que sentía como propias eran las mismas que veía reflejadas en el semblante de aquella niña que salía corriendo en la dirección contraria tan rápido como lo hizo él. Pasarían varios meses hasta que volviera a verla.

      Maih contempló toda la escena, pero Yora no reparó en sus analíticos ojos y pasó de largo cuando le ofreció, con los brazos abiertos, el consuelo de su mirada.

      Pocos momentos tristes o de miedo recuerda durante su infancia, tampoco durante los años siguientes. Nada comparado con las historias que ella le contara ya de mayor. No acertaba a comparar, y todo le parecía tan distinto como irreal. El pasado solo eran cuentos lejanos, ajenos y distantes, la mayoría tristes e inquietantes, que despertaban desazón e indiferencia a partes iguales. No pensaba en ello pues sentía que su mundo había comenzado el mismo día que la conoció. Ella era cuanto necesitaba y lo que más apreciaba; más aún, sabía que era una parte inseparable de su ser, y no acertaba siquiera a situar dónde empezaba ella y terminaba él.

      Maih le enseñó a valerse por sí mismo y le mostró cuanto quiso aprender. Sin embargo, Yora no planteaba sus respuestas, ni alcanzaba una reflexión propia hasta plantearse cuál sería su punto de vista o qué pensaría una vez formulada la solución. Como los polluelos que crecen gracias el alimento regurgitado por su madre, fue aceptando cuanto le ofrecía. Ella le abrió los espacios por los que podía adentrarse en un vasto universo de conocimiento, aunque de manera irremediable quedara postrado en el umbral, pues el vértigo y el sobrecogimiento de sus entrañas lo paralizaban una y otra vez.

      Desde pequeño, prácticamente todos los días, había unos momentos no predeterminados en los que sin darse cuenta se encontraba atendiendo explicaciones sobre diferentes materias. Le mostró la magia de las letras, el significado de las palabras y los universos que podía descubrir en la lectura. No consiguió despertar su interés, aunque lo animó a continuar con ahínco. La historia y las lenguas antiguas no tuvieron cabida en su formación. Lo complejo de un mundo ya desaparecido y la extrañeza de unos lenguajes que evolucionaron con el uso contrastaban con la sencillez y claridad con la que su diseñado idioma permitía describir la belleza e infinitud de cuanto le rodeaba. Le enseñó los números y los secretos del universo oculto en fórmulas y constantes, más se perdió en las incógnitas y nunca llegó a despejar las complejas variables que se enmarañaban en su entendimiento. Ella se mostraba muy paciente, conocedora de sus limitaciones, aunque siempre intentaba llevarle un poco más allá. La música le gustaba, pero no consiguió llegar a tocar un instrumento, pues no tenía la determinación y la constancia necesarias.

      Mira y disfruta; observa y comprende; mas conoce cuanto puedas si quieres entender cuanto te rodea, le dijo en una ocasión, y ahora comprende el significado de aquellas palabras, pues los secretos de la exuberante naturaleza que le rodeaba despertaron en él una ancestral curiosidad por entender cuanto percibía. De ahí surgió el aliento que el fuego de su voluntad necesitó para avivar el ansia por aprender. El lugar donde sus pies sentían el contacto con la fresca hierba, el entorno en el que su alma se hinchaba y saciaba con las esencias de aquellos bosques, los vitales latidos que percibía hasta en la vegetación. Aunque fuera una de las pocas llamas que prendiera, ofreció algo de luz a su entendimiento.

      Ella parecía disfrutar tanto como él de esos momentos que pasaban juntos. Sonreía con ternura cuando le veía esforzarse para resolver un cálculo que se le resistía; o esperaba emocionada a que respondiera alguna sencilla pregunta sobre la órbita de la luna, mientras Yora, con los ojos vueltos, se devanaba los sesos buscando la respuesta. Maih nunca parecía tener prisa. Paciente y solícita, sus facciones mostraban el entusiasmo del que ha resuelto un complejo dilema y la calma del que espera con el tiempo detenido.

      Cree recordar que, en alguna ocasión, cuando todavía era un crío, le había dicho que era especial, distinto a los demás, que destacaba por su curiosidad, sus ganas de ir más allá. No era muy dada a los halagos, pero años después pudo comprobar cuán acertadas fueron esas palabras, no por lo que percibía de sí mismo, sino por lo que no hallaba


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