Yora. A. Taring
años, era un día tan tranquilo y anodino como cualquier otro. Hasta ese momento, sus felices recuerdos se situaban y quedaban circunscritos a su habitáculo, sus alrededores y el resto del complejo. Aquel día, Maih estaba más atareada de lo normal y él la acompañaba allá donde se dirigiera. Aunque se lo había explicado, no había entendido muy bien qué la mantenía tan diligente de un lado para otro. Tampoco le interesaba. Él la seguía, algo distraído, jugando a su alrededor mientras orbitaba a cierta distancia sin perderla de vista. De vez en cuando ella se detenía, le prestaba atención, jugaba con él unos instantes, le acariciaba en el cogote y volvía a concentrarse en su silenciosa actividad. Daba unos pasos y volvía a detenerse quedando con la vista fija en algo que Yora no llegaba a vislumbrar. Él prefería escrutar su rostro, aquellos ojos serenos y concentrados, y sobre todo esa enigmática expresión que contemplaba a menudo cuando no estaba centrada en él. En aquella ocasión algo lo distrajo. Desde el margen difuso que marcaba el final del complejo y el comienzo del bosque, un pequeño y distraído animal se acercó lentamente olfateando a ras del suelo. Yora advirtió su presencia, y el hilo invisible que le unía a ella se rompió. Al girarse, el asustado y pequeño cuadrúpedo se escabulló a toda velocidad por donde había llegado. No se lo pensó. Se levantó y fue en su búsqueda. Fue una respuesta instintiva, aunque en cierta manera anómala. Solo recorrió unos metros y se detuvo en seco. No estaba seguro de querer continuar. Ella abandonó lo que estuviera haciendo y contempló la escena, abriendo bien los ojos por tan inesperada reacción, y aguardó. Yora se giró inseguro y, con la cabeza algo agachada y las cejas alzadas, miró hacia arriba buscando la aprobación en su semblante No solía negarle nada, no era eso. Dudó, pues su curiosidad y necesidad de ir más allá se enfrentaban a un miedo a lo desconocido, un miedo visceral impuesto y no racional. Estas dos fuerzas pugnaron, como nunca antes había ocurrido, por dirigir sus actos. Al mirarla y ver su semblante relajado comprendió que no solo contaba con su aprobación. Se adentró en el bosque por donde lo había hecho aquel animalejo y regresó poco después jadeante y extasiado por el descubrimiento realizado.
Esa fue la primera vez.
Él fue el único, en mucho tiempo, que había sentido la necesidad de dar ese, en apariencia, insignificante paso.
Con cada incursión se adentraba un poco más; luego regresaba y le contaba, entusiasmado, sobre los animales que había perseguido, los insectos que se escondían bajo las piedras de los arroyos y los dulces frutos que había probado.
Maih escuchaba embelesada cada descripción, intentando adivinar, más por los gestos y los ruidos guturales que Yora torpemente trataba de imitar, de qué animal se trataba y hasta dónde le habían conducido sus diminutas piernas. A veces se frustraba porque no conseguía encontrar las palabras que acompañaran a sus efusivos ademanes, así que tirando de ella la apremiaba a llegar rápido hasta el hueco del árbol donde había visto escabullirse al asustando mamífero, o la llevaba donde crecían unas aromáticas flores que acababa de descubrir. Emanaba una vitalidad contagiosa, y pronto comenzaron a salir juntos. Eso le gustaba más todavía porque ella, para calmar su curiosidad, le mostraba detalles que, de lo contrario, hubieran pasado inadvertidos; le enseñaba a mirar y a entender todo lo que le rodeaba. Casi todos los días caminaban durante horas alrededor del bosque de quejigos, fresnos y hayas que rodeaban el complejo. Siempre había algo de lo que asombrarse, algo que descubrir. Aquel era el camino que había elegido. Ella lo acompañó y le mostró, sin secretos, el resplandor de la vida que emanaba desde cualquier rincón.
Conoce bien el bosque, sin embargo, todo aquello que en otras ocasiones colmaba de serenidad su alma se enturbia ahora con la espesa bruma que devora su mente. No llega a plantearse qué ha podido cambiar para que todo lo perciba tan distinto y ajeno; conocedor de la belleza de aquellos lugares que sabe inmutables, ahora los contempla sombríos y desolados. Se fuerza, sin embargo, a continuar su descenso hacia el río que ha de servir de ruta de escape, quizás allí o más allá todo recobre su color, piensa; mientras sus pasos, todavía decididos y enérgicos, le llevan por caminos inexistentes entre tanta vegetación.
Se concentra más en sus pensamientos. Se esfuerza. Pero su mente no es tan ágil como la de Maih. Siente además cierto torpor para el que no encuentra explicación.
Tiene buena memoria, aunque siempre le costó razonar y encontrar lógica a muchas de las respuestas y explicaciones que ella le ofrecía. Sus ojos eran curiosos, su lengua inquisitiva, pero su mente no tan reflexiva como le hubiera gustado. Ella siempre estaba dispuesta a calmar su sed. Articulaba sus respuestas en función de su predisposición y estado de ánimo. Si estaba inquieto y poco concentrado, se esforzaba en ofrecerle una respuesta corta; si por el contrario se mostraba paciente, se detenía en detalles importantes. Siempre parecía reconducir la contestación en función de cómo fuera cambiando su expresión, aunque la mayoría de las veces sus ojos se perdieran entre las ramas. Se mostraba comprensiva y cariñosa con él, y no le importaba explicarle las cosas tantas veces como quisiera, con diferentes abordajes, con imágenes y animaciones que ella producía y le mostraba con infinita ternura. No había palabras de reproche, nunca le recriminaba que no se esforzara lo suficiente, ni lo reprendía si con facilidad se distraía.
Yora era consciente de que muchas veces se quedaba escuchándola, absorto, sin entender mucho de lo que decía. Su capacidad de atención era reducida. Su curiosidad y sus ganas de explorar pronto se toparon con una limitación. Intuía débilmente la extensión y complejidad del mundo que habitaba, y pensar en ello le daba vértigo. No era miedo, pero sentía náuseas, una desazón que prefería evitar para no enfrentarse con ella. Maih lo ayudaba sin forzarle. Evitaba los conceptos demasiado abstractos y se centraba en aquello que le rodeaba y fácilmente podía entender. Su mente era simple, su mundo anhelaba sencillez, así que pronto aprendió a focalizar su curiosidad y su interés en el rico entorno en el que estaba asentado el complejo. Su buena memoria fue útil para recordar, reconocer y nombrar las diferentes especies que habitaban aquel interminable valle, aunque tuvo que esforzarse para poder comprender las complejas interacciones que observaba. Ayudó su paciencia y determinación. Podía pasarse horas encaramado en un árbol esperando a que los polluelos de un estornino saciaran su hambre, o agachado medio doblado sobre una charca esperando para poder contemplar el momento exacto en el que eclosionaran los huevos de un sapo común. La magia que iba descubriendo en la naturaleza avivaron los rescoldos de una llama que el tiempo y la reconducida evolución habían sofocado con determinación.
El camino se hace más difícil. La pendiente se acentúa. Tiene que bajar de lado, apoyando una mano en la ladera y mirando dónde coloca el pie para no resbalar con la tierra y las traicioneras piedras que fácilmente se desprenden. La caída desde esa altura puede ser peligrosa, pero no muestra mucho cuidado. El traje cumple su cometido, no solo confiere la adherencia precisa en cada instante, sino que además ayuda a modificar el centro de gravedad. Con él consigue mantener el equilibrio y no precipitarse ladera abajo. No tiene que pensar, sabe que así funciona, aunque no entienda cómo. Lo lleva puesto desde hace más de dieciocho años. Siempre el mismo.
Maih le había comentado que se lo puso el primer día que llegó, y que muy pronto se adaptó y se entendieron a la perfección. Al principio, sin aparente propósito, el traje se desprendía de su cuerpo cuando pretendía, por ejemplo, correr sintiendo las gotas finas de lluvia contra su piel, pero sin querer mojarse y menos aún pasar frío. En aquellas raras ocasiones, el traje quedaba rendido allí donde la pugna no entendida entre lo que hacía y lo que deseaba era más encarnizada. Al verle regresar desnudo, ella le recriminaba sonriente, con los brazos en jarra, queriendo saber dónde lo había dejado olvidado. Al principio se mostraba arrepentido y bajaba los ojos, mientras dubitativo señalaba en cualquier dirección, pues no recordaba dónde había quedado. Pronto comprobó que no importaba en qué sitio lo hubiera dejado, pues ella siempre iba directa a por él.
En una ocasión, cuando fue tomando conciencia de ello, lo enterró bien oculto entre las jaras de los alrededores. Su color gris metalizado, aunque no era brillante, podría servir, pensó, para que lo encontrara. Antes de marcharse de allí, se aseguró de que quedara bien cubierto entre las ramas. Revisó el escondite desde varias posiciones para que ninguna pista delatara sus intenciones. No tuvo que formular ninguna pregunta cuando estuvo ante ella. La mirada de soslayo y la pícara sonrisa con la que le respondió fue suficiente