Yora. A. Taring

Yora - A. Taring


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que, si hacía falta, su estancia estaría iluminada, ajustada según lo que estuviera haciendo, a sus necesidades; una luz en la que nunca había reparado, que parecía emanar de todos los lugares y que no producía sombras.

      En ocasiones había notado que también el tamaño de las estancias era variable. Tal vez lo pensó, pero no llegó a preguntar a Maih por qué o cómo cambiaban, pues era algo que estaba acostumbrado a observar en la naturaleza.

      Su habitáculo era sencillo y diáfano. Cuando quería sentarse, de la superficie interna, o del suelo que truncaba el esferoide, surgía una excrecencia que, en unos instantes, lo que tarda en caer una castaña del árbol, conformaba una superficie, tan consistente como confortable, adaptada a sus contornos y necesidades. En otras ocasiones, cuando quería tumbarse a descansar, surgía una más larga y mullida. No había un lugar predeterminado para que emergiera, solo tenía que pensar, desear descansar y el lugar donde quería hacerlo. Allí aparecía. De crío, cuando comenzó a tener conciencia de este fenómeno, quiso ponerlo a prueba. Curioso, caminó haciéndose el distraído por el interior del habitáculo. Sin hacer ademán alguno, pensó en sentarse, y antes de que sus piernas comenzaran a doblarse y se inclinara para dejarse caer, un confortable asiento se ofrecía; cuando lo alcanzó, cambió de dirección y de idea, y se dirigió hacia el otro extremo pensando en tumbarse; cuando llegó, ya estaba en ciernes la forma de un jergón, pero rápidamente se giró y buscó otra ubicación, otra cosa, en apariencia, que hacer. No tenía que pensar la forma, solo planificar lo que necesitaba. En aquella ocasión, exhausto como estaba de ver cuán rápido se formaban, quiso al fin detenerse a descansar, sentado, con los pies en alto; nada más pensarlo, quizás con cierta demora, apareció ante él un taburete destartalado y de apariencia quebradiza. Se quedó mirándolo con una media sonrisa dibujada en su semblante, y se marchó contrariado. Al salir se encontró con Maih, que regresaba sonriente. Su expresión delataba cierta complicidad con lo sucedido y necesidad de ser partícipe de algo que no quería perderse. Ella trató de retener su rostro con ambas manos y le preguntó por qué se encontraba disgustado. Yora no quiso atender sus deseos y salió corriendo, zafándose e intentando no pensar, pues de hacerlo se arrepentiría de haber rechazado sus caricias, y tan rápido como un tití que se siente amenazado, trepó a lo alto de uno de sus árboles preferidos. Allí encaramado, contempló la seguridad inmutable y conocida de las ramas que, mecidas por el viento, le mantenían resguardado, sin saberlo, de un mundo que había cambiado mucho más rápido de lo que lo había hecho su naturaleza.

      Por alguna razón muy alejada de su entendimiento, su habitáculo solo respondía o funcionaba cuando llevaba el traje puesto y le cubría toda la cabeza, incluida la frente. Comprender el mundo que nos rodea puede llegar a ser extenuante, y por ello, antes de formular los interrogantes, su mente atajaba y le brindaba una respuesta que superaba cualquier duda: si lo han hecho así y funciona, bien hecho está, por qué iba a ser de otra manera. Igual ocurría con los escasos objetos personales que tuviera; quedaban guardados, ocultos en aquellas curvas superficies. Solo tenía que desearlo para que apareciera una oquedad con el elemento deseado. Podía ser una de las piedras que se encontraba y atesoraba, o algo que, sin haber sido previamente depositado, necesitara; claro está, con un límite que su infantil curiosidad tensaba. En una ocasión deseó tener entre sus manos una cotorra; delante de donde se encontraba se formó un receptáculo con un colorido lienzo; probó con una bellota, y una flecha de color violeta se iluminó en el suelo invitándole a salir.

      Un joven gamo pasta cerca de donde se encuentra sentado. Se mueve tranquilo, la cabeza agachada y la cola blanca y negra en movimiento de un lado a otro. Su pelaje pardo rojizo, con manchas blancas en el dorso, contrastan con el verde intenso de aquellos prados que comienzan a brillar con los primeros rayos de sol.

      Ensimismado como está en sus recuerdos, no se percata de su presencia. Lleva varias horas sentado y su cuerpo comienza a reclamar algo de actividad. Estira la espalda con un movimiento apenas perceptible. El gamo se detiene, alza la cabeza, que despunta una incipiente cornamenta, para observar en derredor. Su cola queda pendida, en inmóvil alerta.

      Yora se levanta arqueando el cuerpo hacia atrás, sacudiendo después las extremidades para desentumecer sus músculos. En ese preciso instante, el gamo salta como impulsado por un resorte, con la cola del todo levantada, y ágilmente se pierde entre la espesura.

      Su traje, además de confundirse entre la vegetación, si esa es su voluntad, también impide que los animales detecten su presencia alertados por el olfato. Esto había sido muy útil en sus frecuentes excursiones. Había permitido que contemplara la naturaleza en silencio, durante horas, descubriendo oculto sin que ningún animal se percatara de su existencia.

      El bosque era también su hogar, y en los últimos años había pasado más tiempo allí que en el complejo.

      Anda distraído por donde ha estado pastando el cérvido. Se agacha y con la mano extendida acaricia los pastos nuevos despertados con las lluvias caídas días atrás.

      Rememora por un instante la primera vez, hace unos ocho años, que contempló a aquellos animales en frenética e inverosímil actitud. En esa ocasión estaba solo, no muy lejos de donde ahora se encuentra. Quieto, escuchando su respiración y los sonidos de la naturaleza, había aprendido a permanecer inmóvil por tiempos prolongados, y a moverse despacio entre la vegetación. Llevaba varias horas escuchando un grave, entrecortado y ronco sonido que se repetía con frenética insistencia. Se había ido aproximando muy lentamente intrigado por aquel bramido que retumbaba en los claros del robledal. Se movía despacio, con cuidado de no hacer ruido al pisar la hojarasca que el viento revolvía bajo sus pies. Cuando estuvo lo suficientemente cerca, se detuvo. Un enorme gamo de majestuosa cornamenta en forma de pala seguía y se le iba aproximando por detrás, lenta pero insistentemente, a una esbelta hembra, al tiempo que continuaba emitiendo excitados ronquidos. La hembra se apartaba con movimientos suaves a la vez que levantaba la cola, mientras el excitado macho la lamía y tocaba insistentemente con el hocico. Paciente, acechaba el momento para erguirse apoyando las patas anteriores en el costado del objeto instintivo de su deseo. Después de varios intentos, de un solo y enérgico empuje hacia adelante, el macho concluyó la cópula.

      Yora no supo muy bien lo que acaba de contemplar.

      De regreso, cuando se encontró con Maih lo primero que hizo fue contarle, confuso, el extraño juego que había presenciado. Atendió pacientemente los comentarios y explicaciones que ella, gustosa en satisfacer su curiosidad, le ofreció. Con cada detalle, con cada aclaración, se acrecentaba el torbellino de dudas, y lanzaba nuevos e impacientes interrogantes sin llegar a reflexionar sobre la anterior respuesta. Quiso saber cómo la hembra hacía para atraer al macho, cómo sabía este lo que tenía que hacer, qué atributos marcaban la diferencia y así un sinfín de cuestiones más, hasta que ella le dejó sin palabras al plantearle, ante una de sus preguntas, qué hubiera sido de aquella especie si la motivación fuera recompensada con sufrimiento o si el macho hubiera sentido malestar antes de iniciar la aproximación. Ella entornó los ojos levantando una ceja y sonrió al ver el dubitativo semblante de Yora a punto de dar con la respuesta.

      Sin más plan que seguir andando hasta donde le lleve el curso del río, reanuda la marcha. Se encuentra descansado y su mente despejada, aunque ha dormido poco. Las dudas acechan, pero no hostigan. Sin embargo, la calma mental que paulatinamente va logrando contrasta con un malestar incipiente. No tiene hambre, aunque prueba bocado. Una punzada en la boca del estómago. Otra, y luego otra. Al principio aprieta fuerte y afloja, luego, sin tregua, el dolor se hace continuo. Se encuentra mareado y vuelven las náuseas. Una amarga inquietud lo atrapa y sin poder evitarlo nota como una oscuridad mortecina comienza a crecer en el interior de su cuerpo. Se queda inmóvil, asustado, deseando que todo termine.

      Cómo la echa de menos.

      El día es cálido. La algarabía de los pájaros que alegres revolotean comienza de nuevo a resonar en sus oídos. Después de las lluvias del día anterior, el bosque rebosa vida y las esencias multicolores, liberadas por la floresta y esparcidas por la suave brisa matutina, se entremezclan desencadenando percepciones embriagadoras.

      Ha tenido una vida tranquila, sin sorpresas. Los días se sucedían sin la necesidad de pensar y se dejaba llevar por los acontecimientos


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