Yora. A. Taring
su infantil conducta.
Según crecía y su cuerpo se transformaba, el traje se había ido ajustando y adaptando a sus cambios. Aquel reajuste, que por ocurrir lenta y paulatinamente no le había llamado la atención, pasó desapercibido hasta ya pasada la pubertad. Tuvo que contemplar, en numerosas ocasiones, cómo las serpientes se desvestían durante días, o cómo algunos animales mudaban de pelaje adaptando su tonalidad a la estación del año, para establecer la falta de paralelismo. Su segunda piel estaba formada por miles de minúsculas escamas individuales con una especie de colectiva conciencia. Su consistencia flexible y elástica permitía que el traje no limitara ningún movimiento, al contrario, los facilitaba, haciéndolo más fluidos y sencillos. El contorno de su delgado y musculoso cuerpo quedaba delineado por aquellas grisáceas estructuras que se adaptaban a cada pliegue, a cada protuberancia que quedaba remarcada con anatómica precisión. Yora había intentado contemplarlas fijándose, sin parpadear, en cómo se unían, separaban o desplazaban respondiendo a fuerzas imperceptibles, pero, por la velocidad y precisión de aquellos movimientos, era como querer contemplar a un estornino y seguirlo en pleno vuelo dentro de una inmensa bandada. Maih le había explicado cómo funcionaba, aunque no había entendido gran cosa. Comprendía que le protegía de algún tipo de radiación, que le ayudaba en el control de la temperatura corporal, que mantenía sana y limpia su piel y que, aunque en apariencia se tratara de un material fino y elástico, era resistente a cualquier tipo de impacto.
Con los años había descubierto que, si por cualquier desliz perdía el equilibrio, el traje le ayudaba a mantener la posición; y de no lograrlo, al menos, atenuaba el golpe de la caída. En este instante, mientras desciende por la pendiente, el traje cubre todo su cuerpo, desde los pies hasta la cabeza, y aunque en ese mismo momento no lleva la cara cubierta, sabe que se hubiera accionado algo en esos grisáceos componentes de manera que, antes de caer y de golpearse contra el suelo, hubieran protegido toda la región facial sin que ello llegara a impedir su respiración ni alterara en nada su capacidad sensorial.
No reconoce siquiera diferencias significativas en el tacto, de manera que, aunque cubriera por completo las manos, como habitualmente hacía, podía diferenciar por su textura entre el haz y el envés de una hoja. En una ocasión, recuerda, se clavó una espina, y, aunque notó el pinchazo, el traje evitó la herida. Nunca lo ha puesto a prueba, aunque sabe que, de encontrarse con uno de los lobos u osos que por aquellos bosques habitan, el traje, aunque no le libraría del dolor, evitaría el daño infringido por una dentellada o un zarpazo.
Se pasa la mano por la nuca mientras desciende y piensa que, si alguna pega tiene, es que no encuentra igualmente agradable las cosquillas y las caricias.
Se detiene en un claro, todavía por encima de la masa arbórea que se extiende a sus pies, para buscar en el horizonte lejanas referencias que le ayuden a marcar un rumbo, el que sea; hacia abajo, el valle se abre en una extensa llanura a penas visible en la distancia, y piensa que siguiendo el curso del río podrá alejarse lo más rápido posible. No será fácil.
Una fina lluvia vuelve a humedecer su cara. Lo agradece. El resto del cuerpo permanece seco gracias a su traje. El imperativo silbido de un ruiseñor bastardo, proveniente de una enmarañada zarza, se mezcla con el apacible sonido de la corriente del arroyo que discurre por entre las mullidas praderas. Sus pasos son firmes y seguros, como su determinación. Sin embargo, ya no corre.
Un sonido familiar, aunque atenuado por la distancia, restalla a su espalda. Se gira de manera refleja y mira hacia atrás. No ve nada. El vehículo de transporte ya ha atravesado las densas nubes que cubren el cielo. Está acostumbrado. Nunca le ha llamado la atención. Es algo perpetuo, sin sorpresas, como lo es su vida. Todos los días al atardecer una cápsula se eleva en vertical desde el complejo. En menos de cinco segundos deja de ser visible. No emite ningún sonido, solo se escucha el brusco desgarro que produce en el aire.
En alguna ocasión, no recuerda el momento, preguntó a Maih, algo desganado, de dónde salía. Ella, como de costumbre, trató de contestar a sus preguntas y le animó a que continuara haciéndoselas. Sin embargo, no llegó a preguntar cómo se alzaba tan rápido o a dónde iba. Ella trató de que evocara y consultara las imágenes e información que tenía a su disposición para intentar que se formara una respuesta. Los ojos cerrados, vueltos hacia arriba, y el tiempo que permanecía con el labio inferior entre los dientes tuvo que ser suficiente para que ella lo intentara de otra manera. Utilizando las vivas imágenes que tanto le gustaban a Yora, trató de explicarle su funcionamiento. Entre ellos surgió una viva representación que ella, con ambas manos parecía dar forma, mover y manipular. Con gestos imperceptibles dirigía una orquesta de imágenes que, muy a menudo, dejaban a Yora con la boca abierta, pues tal era su realismo que solo el tamaño y la falta de textura revelaban su naturaleza. Le mostró la cápsula, rotándola para que pudiera ver su forma; la diseccionó, para que supiera las partes en que se dividía, le mostró cómo se elevaba, de dónde salía, así como la frenética actividad que bajo sus pies tenía lugar.
Sin embargo, la animada representación se vio, como de costumbre, interrumpida por un lento e inexorable declive de su concentración. Sin aparente propósito, como de costumbre, ella se mostró extremadamente paciente, intentando avivar la débil llama de su curiosidad a la vez que evitaba que se consumiera, protegiéndola de las erráticas corrientes de su mente que todo dispersaban. Yora no llegó a preguntarse el motivo de tal determinación, pero cuando las cosas son como son, preguntarse si podrían ser de otra manera o cuál es el motivo por el que determinada fuerza actúa en tal dirección y no en la contraria, precisa de una fulgurante curiosidad, avivada por un conocimiento constante y creciente. Con todo, llegó a comprender que, bajo sus pies, a cientos de metros de profundidad, millones de pequeños dispositivos se encargaban de horadar, procesar y extraer algún tipo de mineral o compuesto. Maih le había intentado explicar, no solo en aquella ocasión, que esa era una de las funciones del lugar al que consideraba su hogar. Desde el interior ascendía la cápsula por una especie de tobera vertical de unos diez metros de diámetro. Ni una mota del mineral extraído podía hallarse en la superficie. Nada en el exterior permitía imaginar que tal actividad se estuviera desarrollando en las profundidades de aquel entorno.
Días después, con la idea todavía revoloteando en su mente, mostró interés por aquellos dispositivos que parecían estar vivos. Maih le mostró cómo funcionaban. Eran del tamaño de su puño. Los había de diferentes formas, con diferentes funciones y muy versátiles. Ella utilizó como analogía, simplificando todo lo que pudo, una colmena de abejas, que era algo que estaba al alcance de su comprensión. Trabajaban como un colectivo, orquestado y programado, compuesto por millones de ejemplares. Cada dispositivo era autónomo, pero servía al grupo; sin embargo, su individualidad podía alterarse para unirse a otros dispositivos y conformar uno nuevo y distinto, de mayor tamaño, con otra forma y funcionalidad. Todo estaba conectado.
Aquella explicación desembocó en otra, pues todo aquello le resultaba bastante farragoso, y su mente ya estaba desde el comienzo preguntándose como hacían las abejas para construir, sin diseñar, las geométricas celdillas de los panales.
Sin embargo, algo le intrigó de todas aquellas imágenes y explicaciones que Maih le mostrara, y regresó por los recovecos de su pensamiento. Se mostró muy interesado, en aquella ocasión, por conocer y explorar el interior de aquellos túneles, que en las vibrantes formas mostradas por Maih, parecían construidos sin planificación alguna. Las abejas podían esperar. Insistió, llegando a suplicar entre rabiosos pucheros, que quería explorar aquellas galerías, y con desprecio llegó a gritar que no le interesaba cómo se extraían aquellas tierras raras o cómo funcionaban aquellos inertes dispositivos. Maih trató de calmarle, explicándole, mientras le acariciaba el pelo, que no estaba habilitado para que un ser humano, por muy pequeño que fuera, descendiera y pudiera moverse por sus innumerables y pequeños conductos, pues no estaban conectados y organizados pensando en ello.
No llegó a explicarle que tampoco el aire, la presión, la humedad o la temperatura no eran siquiera aptos.
Señalando y manipulando las imágenes que entre ellos recreaba, le indicó que se fijara con atención y viera como enormes salas de varios metros de altura no tenían más salida que diminutos conductos del grosor de un brazo, con una dirección serpenteante, en apariencia