Yora. A. Taring
un refugio, proveerse de alimentos ni estar alerta para evitar ser devorado. Tampoco tenía que pensar en la seguridad del grupo, de la posición que ocupaba ni de equilibrios de fuerza, como había visto en los animales más gregarios. Su manada, piensa con cierta sorna, se limitaba a Maih y a él; aunque junto a ellos había varios individuos que, como Maih, se encargaban de llevar a cabo las tareas, cualesquiera que fueran, que allí se desarrollaban. A ellos no los echaba en falta. Todo funcionaba y fluía de manera equilibrada. No había disputas y, que Yora recordara, nunca había habido problemas ni discusiones entre ellos. Yora conocía a todos. Cuando se cruzaba con ellos, cosa que no ocurría muy a menudo, le saludaban amablemente, le preguntaban por el último animal con el que se había topado, se interesaban por cómo había sido su última excursión o, incluso, como avanzaban sus conocimientos sobre genética o cosmología. A esto último siempre respondía con evasivas bromas. Sus conversaciones eran tan fugaces como sosegadas. Siempre habían estado allí, como algo inmutable, formando parte del paisaje, como los trinos de los pájaros o el croar de las ranas.
Sin embargo, conocía menos a los jóvenes que allí vivían. Eran en total seis, y más o menos todos tenían su edad, salvo un crío de dos años con el que todavía no había tenido contacto. No era algo que le preocupara. Todos vestían el mismo traje gris. Las relaciones entre ellos eran más distantes y frías; en la práctica, del todo inexistentes.
De todos, la única que llamaba su atención era Tulip y, a decir verdad, solo había mostrado algo de interés cuando, por alguna involuntaria razón, comenzó a percatarse de cómo se contoneaba alegre y despreocupada de un lado para otro. La niña con la cara redonda con la que se chocara en su infancia se había convertido en una mujercita alta y espigada, con el pelo corto y uno ojos grandes color azabache que resaltaban sobre una tez pálida. El traje demarcaba un esbelto cuerpo y delataba su apagada feminidad. Tulip vivía con Saraih y siempre se la veía muy animada en su compañía, riendo y charlando como si no hubiera nada más que hacer. Las observaba en la distancia, para pasar desapercibido, por lo que rara vez llegaba a escuchar las conversaciones que motivaban sus risas. Su habitáculo estaba próximo al suyo, a unos veinte minutos andando, por lo que, en alguna ocasión, cuando regresaba de sus paseos por el bosque, se encontraron sin poder evitarlo. Tulip y Saraih rara vez abandonaban el complejo, y, si lo hacían, no solían adentrarse en la densa arboleda. Saraih se mostraba amable con él, se interesaba por todo aquello que le entusiasmaba. Le preguntaba por sus hazañas en un tono que, en ocasiones, confundía con el de Maih. En una ocasión, recuerda, le preguntó emocionada si no sentía miedo al estar perdido entre toda aquella fauna salvaje, por lugares que no conocía. Hinchó el pecho e hizo alarde de su valentía. A sus doce años, su voz no tuvo que sonar acorde a su proclama, por lo que no le pasó desapercibido cómo Saraih trató de taparse la boca con su mano para disimular una sincera sonrisa. Tenía una mirada cálida y comprensiva, tan atrayente como la de Maih; sus ojos, incluso, compartían ese mismo destello azulado. Sin embargo, se mostraba distante y respetuosa, sin buscar su afecto. Cuando se encontraba con ella, y Maih lo acompañaba, entreveía cruces de mirada en los que, sin decir palabra, se lo decían todo. Aunque Yora intuía una comunicación entre ambas que no estaba a su alcance, nunca se había atrevido a preguntar.
Gracias a esos fugaces encuentros con Saraih, tuvo la ocasión de estar cerca de Tulip el tiempo necesario para ir venciendo un frío e inquebrantable muro construido durante siglos. Le llevó años.
Ella, como el resto de los jóvenes, evitaba el contacto. No necesitaba el cariño, la aprobación ni la compañía de nadie para sentirse viva, y, como el resto, parecía tímida, retraída y huidiza.
Una mañana de primavera, la divisó entre los coloridos prados que crecían alrededor de los habitáculos. Se encaramó a las ramas bajas de una encina, a una distancia segura, tratando de ver sin ser descubierto. Ella se movía como mecida por la brisa batiendo las manos y danzando sin música. Tenía como pareja de baile una colorida mariposa que despreocupada dibujaba un errático vuelo alrededor de las flores. Yora la contemplaba con la boca abierta, sin perder detalle. Embobado como estaba, la mano que le unía al árbol parecía querer imitar los movimientos que veía en ella, por lo que en su involuntario contoneo perdió sujeción y cayó de bruces, quedando tendido en el suelo. No pudo contener un apagado gemido, más por la inesperada torpeza que por el dolor. Lo tuvo que escuchar, pero cree que no le vio, parapetado como estaba entre las altas lavandas y amapolas que crecían a los pies de la encina. Sin embargo, decepcionado por su torpeza, pudo contemplar cómo ella interrumpió su espontánea coreografía y emprendió una tímida carrera buscando el cobijo de su habitáculo.
Yora, como Tulip, también se mostraba inseguro y nervioso, y habitualmente no se encontraba cómodo en presencia de los demás jóvenes. Quizás, con el tiempo, su curiosidad serviría para vencer sus propias defensas, aunque no para derribar las ajenas.
Sus inquisitivos ojos supieron entender las ventajas de la afilada estrategia de caza de los lobos que por allí habitaban, y por qué los bisontes no pastaban solos. El comportamiento gregario, no elegido, suponía una evidente ventaja que sabía identificar en esos y otros muchos animales que habitaban aquellos territorios. Sin embargo, no exploraba su comportamiento y pulsiones con las mismas premisas. No buscaba semejanzas entre lo que contemplaba y lo que sentía, entre lo que era y lo que fue. Los interrogantes no fueron formulados y las repuestas, llegado el momento, lo derribaron en inesperada estampida.
Reconoce el agudo sonido, apenas perceptible, de la cápsula descendiendo. No se gira para comprobarlo. Sabe que, al amanecer, a la misma hora, como lo ha hecho siempre, desciende en un suspiro sin disminuir su velocidad, adentrándose en las entrañas del complejo.
En este trayecto de vuelta trae todo aquello que la reducida comunidad precisa.
Nunca le ha faltado nada. El deseo precisa de un estímulo y quizá allí no tuviera muchos incentivos que desataran necesidades materiales, pero querer, desear y, de ser necesario, satisfacer, estaba fácilmente a su alcance. Podía elaborar, producir o construir cualquier cosa que hubiera querido o imaginado si tal requisito hubiera acontecido.
Cuando contaba con quince años, hará casi un lustro y muchas excursiones a sus espaldas, pues se había recorrido cada rincón de aquellos bosques, Maih le obsequió con un equipo de exploración que le permitió explorar lugares tan inverosímiles y espectaculares, como lejanos e inalcanzables.
No lo pidió, pues no sabía siquiera que algo así pudiera existir y, sin embargo, desde el preciso momento que lo tuvo y lo utilizó, no pudo pasar sin él. Maih se lo ofreció un día de invierno que lo encontró mohíno, tumbado de en su cama, mientras miraba distraído hacia el bosque. El temporal de agua y frío no daba tregua. Si hubiera querido salir, el traje le habría protegido de las inclemencias del tiempo, pero prefirió quedarse allí tumbado, pues intuía que encontraría pocos animales a los que observar.
Quizás ella supiera que el mundo, a él, se le había quedado pequeño y necesitaba ampliar fronteras, pensó Yora mientras, de un salto, se ponía de pie.
Maih se lo entregó como cuando le daba un bocado o cualquier otra cosa que necesitara, sin pompa ni adornos. Sin embargo, él lo recibió con el sincero entusiasmo del que recibe un regalo, con los ojos bien abiertos, preguntando de qué se trataba mientras hacía aspavientos con sus manos.
Ella notó el gesto, pero se mantuvo callada. Quería que lo descubriera por sí mismo.
Lo preparó y montó todo en un instante. Los asombrados ojos de Yora veían cómo las rápidas manos de Maih se desplazaban a una velocidad insólita, ajustando y preparando todo en el centro de su habitáculo. Muchos de los procesos e imágenes que modificaba no estaban al alcance de su vista, mucho menos de su comprensión. Aún sin saber cómo había montado aquel equipo que parecía haber surgido de la nada, o cuáles eran los elementos que lo hacían funcionar, no le costó gran cosa aprender a utilizarlo.
Tenía que estar en el interior de su habitáculo, situado en el centro. Era imprescindible que llevara el traje puesto y que tuviera una cobertura total, con el modo visión activado. Sabía que cuando lo iniciaba, es decir, lo deseaba, se ponía en marcha una serie de fuerzas electromagnéticas, según le había explicado Maih, que hacían que el traje quedara