El taller literario como viaje pedagógico. Mónica Moreno Torres
estética, a diferencia de la percepción, no es natural, pues se trata de una dimensión que requiere ser formada, al igual que el gusto y el juicio estético.
Por ello, para Gadamer (1993), la obra de arte constituye una síntesis de lo humano, en la que todo sujeto, en tanto ser del lenguaje, puede leerse en los dramas e historias de otros tiempos, individuos y espacios. El arte es un presente intemporal, que universaliza los dramas y las preguntas más esenciales concernientes a cualquier ser humano; siempre tendrá algo que decir, más allá del tiempo y el lugar de su enunciación. Por eso, cuando alguien decide hacerse cargo de su deseo, emprende un proceso de comprensión y entendimiento de lo acontecido en su encuentro con la obra, lo que puede tener como resultado su formación. Esto le brinda a la experiencia estética la posibilidad de convertirse en un camino para el desarrollo de un pensamiento sensible y creativo, que le permite al sujeto saber de sí y de lo otro —del ser humano, la ciencia, el arte, la política, entre otros aspectos que lo permean en su contexto—.
Llevar el arte a la escuela implica superar las visiones funcionalistas de este, pues le han arrebatado su vínculo con la cotidianidad de los sujetos, con la sociedad y con la escuela, generando, por un lado, visiones empobrecidas de aquel y su conexión con lo humano, y, por otro, la desaparición de sus dimensiones prácticas, sociales y educativas, convirtiéndolo en un simple objeto de entretenimiento y consumismo (Dewey, 2008). De allí la importancia de, primero, reconocer en el arte su carácter estético, formativo y político; y, segundo, ofrecer, a los sujetos en formación, la posibilidad de recorrer los laberintos enigmáticos de su ser y reconstruir los sentidos históricos y culturales que ha tejido la sociedad en el tiempo.
Dicha problemática, según Rancière (2007), le resta al arte su carácter democrático, en tanto limita y restringe las posibilidades de que todo ser humano pueda acceder a él como bien cultural.
Para comprender las relaciones problemáticas del sujeto con lo otro y consigo mismo que esbozamos antes, es necesario entender que su ingreso al lenguaje implica una pérdida y una ganancia: por un lado, pierde la plenitud y el goce ilimitado, instaurándose así la falta; y, por otro, gana la posibilidad de aprehender la realidad mediante la palabra, de comunicarse, de crear vínculos con el otro y de afirmar su singularidad de ser parlante (Larrosa, 2001). Si bien la falta es la condición para que emerja el deseo y la formación en el sujeto, es necesario que haya una disposición a saber qué es lo que desea y hacerse cargo de ello. La llenura, en cambio, imposibilita el reconocimiento del otro, el intercambio de saberes y de experiencias que nos abran
a la renovación y a la transformación.
El psicoanálisis afirma, según Carmona (2002), que el deseo viene del otro, pues es este quien posibilita que el sujeto se ponga en falta. De allí el interés del sujeto por la búsqueda imparable de un objeto que le retorne la completitud, bien sea mediante el amor, la sexualidad o el saber. En este proceso, podemos entender el arte como ese otro que nos fractura, y nos puede llevar a un deseo de saber.
En esta enajenación del sujeto, en ese salirse de sí para retornar con otra mirada de sí mismo y del mundo, las preguntas sobre su existencia tienen un lugar preponderante en el proceso formativo que comienza; tomarlas en serio implica asumir una posición filosófica que hace de ellas un horizonte de creación y reflexión.
Despertar en el otro su deseo de saber y expandir las posibilidades de su espíritu mediante la relación pedagógica es un tema que podemos entender a partir del cuento de Ernst Hoffmann, “La fermata” (s. f.), en el que una mujer, con su impactante canto, transmite su pasión a un hombre que la escucha y la observa; a partir de ese momento, él descubrió que la música era mucho más bella y profunda de lo que creía. Ante sus ojos se abría un amplio y maravilloso mundo por conocer, y sabía que, mediante esta mujer, podría acceder a ese mundo. Ella se convierte, para él, en una maestra que le suscita un deseo de hacer suyo el saber de la música. El deseo y la formación del hombre aprendiz se despliegan, porque hubo un canto particular que lo impactó, lo hizo reconocerse en falta, le abrió una inquietud por la música y lo llevó a explorar, en su interior, cosas que ni él sabía que existían: “yo tenía una discreta voz de tenor que, si bien nunca la había ejercitado, no tardó en desarrollarse de modo favorable”. Posteriormente, decide seguir el camino que la mujer representaba; ella solo se lo mostró; él accedió a aquel, movido por un deseo insaciable de conocer la “música de verdad”
(s. f.). La mujer rompió los paradigmas del hombre, y su canto, hecho acto, se convirtió en promesa de un mundo por descubrir.
En este fragmento se evidencia un proceso de transferencia que podemos recoger en tres elementos que sugieren Carmona (2002) y González (2014): 1) el alumno le confiere a su maestro un saber; por lo tanto, se pone en el lugar de la falta, reconociendo que hay algo que no sabe y el otro le puede aportar; 2) el alumno se identifica con el maestro, quiere ser como él; por tanto, accede a su saber, y 3) el alumno busca ser deseado por su maestro, esto es, busca ser reconocido por él. Solo si hay falta es posible la formación; la falta es lo que nos lleva a salir de nosotros mismos y a abrirnos al otro, hacia una transformación; el estado de llenura, en el que estamos la mayoría de las veces, impide el reconocimiento del otro, el intercambio de saberes y de experiencias.
Finalmente, miremos las relaciones entre la música, la literatura y la formación. Para Marrades (2000), una parte de la construcción del sentido de la música está por fuera de su propia estructura sígnica, es decir, en el componente cultural de la población que la escucha, pues el oyente, en lo escuchado, hace una proyección de significados de todas sus construcciones subjetivas y la visión histórica y cultural que ha logrado construir en su trayecto formativo; es de esta manera que la música toma sentido para él. Desde esta perspectiva, podemos vincular la música a los procesos educativos, no a partir de su enseñanza técnica, sino de lo que culturalmente la constituye, posibilitando que los sujetos se lean en ella.
Por consiguiente, cuando la música es mediación estética en los espacios educativos, se convierte en un campo de reflexión y proposición que se vincula a las dimensiones sensible y experiencial de los sujetos, en la cual se exploran, también, la dimensión práctica y la función social de la música, en tanto esta es una construcción cultural en la que el ser humano recrea su vida y su mundo. Por esto, “escuchar sonidos es percibir pensamientos”, como nos dice Enrico Fubini (2001). Se trata de traer recuerdos y vivencias que nos pueden llevar a reconocernos en la experiencia de ser otro, de sentir-nos en las emociones y la expresividad de una creación sonora.
Con todo y lo anterior, la palabra que nos entrega el artista —el músico y el escritor—, y con ella su experiencia estética del mundo, es un gesto ético que más allá de dirigirse a un lector u oyente, reconoce a un ser humano en sus diversas dimensiones, como lo hemos mostrado en este apartado.
Momento imaginativo
El contacto de los estudiantes con el arte se convirtió en un camino que fue reconfigurando su gusto estético y sensibilidad, desarrollando una relación crítica, política y estética con el mundo, con el otro y consigo mismos. Estamos convencidas de que el arte tiene una dimensión formativa, en tanto nos posibilita hacer algo con lo que nos ofrece, pues trasciende la mirada del espectador, ya que impulsa al sujeto a explicar lo que pasa por su cuerpo y su mente.
El abordaje de esta investigación y propuesta didáctica es importante para el campo educativo en general, pues evidenciamos que la relación que los estudiantes entablan con el saber literario es cada vez más distante y superflua. Este trabajo es una apuesta por renovar esa relación, partiendo de la sensibilidad y la experiencia estética como posibilidad de afectación que produce una obra en el sujeto, permitiéndole cuestionarse y transitar por diversos caminos de indagación. Creemos profundamente que cuando algo nos afecta y nos mueve a comprenderlo, gozamos con la búsqueda, la incertidumbre de no saber y de poder encontrar respuestas. Caso contrario ocurre cuando las respuestas ya están dadas, o las preguntas están determinadas por otros.
Por consiguiente, la experiencia estética tiene un potencial formativo, en tanto puede abrir posibilidades para que un sujeto vuelva sobre sus experiencias, sus certezas, sus saberes, sus angustias y los ponga en cuestión a partir de un encuentro con una obra, permitiéndole crear nuevos sentidos