Vivir con el corazón. Javier Santiso

Vivir con el corazón - Javier  Santiso


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la página, en medio de los campos mudos, levanta la cabeza y el aire le estalla en la cara como el vidrio, quizás entonces percibe, por primera vez, el susurro de las espigas que se balancean en el viento, quizás, por primera vez, el amarillo le pinza los nervios, y el cielo, revolcado sobre los campos, lo observa pasar como un trueno, él sigue caminando más que nunca bajo el diluvio azul, y entonces fíjate en su mirada, de entrada está la mirada, como una estocada, es una mirada que viene de los grandes fondos marinos, y luego sube a la superficie como un tiburón, viene desde la profundidad de la noche, se mueve rápida y fuerte, como un puñetazo, hundiendo el dorsal debajo de las cejas, es una mirada de hambruna, pelada como una tundra, hace siglos que no ha visto la luz del día, que no huele el color sangre del cielo, por eso sube por la chimenea del iris, y allí sale, salta, perfora la espuma del día, metiéndose en los riñones, por todas las tuberías del cuerpo, por todo lo que puede del mundo, ahí fuera, de entrada está esa mirada, hay miradas que son pinos secos y otras que son epifanías que no se cansan de nacer, que huelen la sangre, y se echan encima de la vida como una manada de lobos, Vincent piensa y busca en todos estos años, qué hacer con su vida, todavía no lo sabe, apenas intuye que algo le impedirá hacer lo que todos a su alrededor quieren que haga, todos salvo quizás su hermano, pero por ahora es un saco roto, una nota de pie de página, una coma en una novela rusa, camina por el sendero como si estuviera andando, en equilibrio, sobre una viga de madera, por todos los lados las ventanas del día se abren, más verticales que nunca, más altas que un mes de marzo, porque estamos en primavera, en la estación de todos los nacimientos, las cortinas enseñan sus nalgas, hacen saltar sus faldas entres los dientes de las ventanas, los azules gatean verticalmente sobre el muro del cielo, el viento corre por las calles como una lagartija, metiéndose en todos los rincones de las casas, Vincent, mientras anda, es un hombre que camina, inclinado hacia delante, como si marchase contra el viento, los pies son rocosos, le pesan una tonelada, con ellos desafía la gravedad del día, quiere ser, existir, amar, piensa en el cuchicheo burlón de los años, piensa en sus dientes de nueces que castañean pero no de frío, vibran como el bambú, felices de existir, entonces recuerda a su madre, Anna Cornelia Cabentus, Ma como todos la llaman, piensa en todas las generaciones que llegaron antes de la suya, que tuvieron un miembro como el suyo, todos los que se llamaron antes que él Vincent, y ahora se pudren como naranjas al sol, él es el hijo de esa madre y de un pastor, su abuelo también se llamaba Vincent, era marchante de arte como lo eran sus hermanos, pero Vincent siempre quiso algo más, quería hacer bailar las flores, escribir lo imposible sobre la pared verde del viento, iluminar, vivir con el corazón, así que apura el paso, camina más fuerte que nunca, tirando del viento, pronto llega al cementerio, entra, abriéndose paso entre las tumbas, el día cae ahora a la vertical sobre las piedras, la iglesia, obscena, desnuda, enseña su barrigón de nueve meses, sobre la lápida lee su nombre, Vincent Van Gogh, y esa fecha, el 30 de marzo de 1852, lee el nombre del hermano muerto, allí está ese otro él, en medio de las alambradas de hierbas que crecen como púas, allí se encuentra también el otro Vincent, nacido igualmente un 30 de marzo, un año antes, se queda unos minutos, quizás unas horas, nunca lo sabremos, se queda allí mirando esa tumba que lleva el mismo nombre y el mismo apellido que él, quizás por eso, para saber, para encontrarse, para no perderse, pintará apretando el gatillo, en todos los años que le quedan de vida hará más de treinta retratos, treinta intentos para verse la cara, para adivinar quién era ese otro yo, ese piel roja que nunca cabalgó, toda su recortada vida buscó a ese hermano, pintándose barbudo, el pelo rojo a raso, rapado, a la cuchilla, con y sin sombreros de paja, chaquetas de colores puestas o no encima, camisas de todos los colores, el primer intento de retrato lo hará en París, en el frío de febrero de 1886, y, el último, en el calor de un mes de mayo de 1890, unos días antes de ingresar en el manicomio, en cada uno de esos retratos Vincent hurga, se espía, busca algo, una respuesta, un punto fijo, nunca se pintaría de joven, ni cuando no tenía dinero para pagarse un modelo, con veinte años Rembrandt ya se pintaba sin parar, pero lo hacía para ver sobre su rostro los navajazos del tiempo, pillarlo en flagrante delito, raspando la tela en búsqueda del oro perdido, lo que inquieta a Vincent en realidad es otra cosa, no es el desgarro del tiempo sino ese rostro de culebra, huidizo, es otra verdad, la de un hombre que deja atrás su vida, once años de olvido en total para llegar a ser el que tenía que ser, un pintor, eso busca Vincent, ese rostro que es el suyo pero que es también el del hermano que no ha sido, por eso Vincent permanece horas delante de esa tumba, mirándola como se mira florecer las plantas, mirándolo como si allí el mundo se levantara por última vez, se queda pensando en esa vida que no ha sido, y también en la suya, la que todavía no tiene, él quería un oficio serio, hacerse pastor, o eso creía, se empeñaría, estudiaría, pasaría noches enteras estudiando, hincando los codos, quemándose los ojos a la luz tibia de una pequeña lámpara de gas, pero eso sólo sería un borrón de vida, una cantinela, un riachuelo, no era su vida, sino la de otro, una vida sin soles ebrios en la mirada, sin diluvios de cielos, una vida de bello durmiente, el de hombre al que le atan en la muñeca las venas de otro, una vida que chirría como un columpio vacío, para despistarse Vincent intentaría ser galerista, minero, cualquier otra cosa, y luego lo imposible, es decir dar un salto mortal hacia la vida, pintar la tela como lo haría un campesino que trabaja el campo, arando con las manos, cortando los negros con los blancos, hasta que un día daría con lo que siempre había querido ser, pintor, de esos que llenan pedazos de tela con colores, de verdades como puños, de los que hacen nidos de golondrinas en las vigas de la tela, un pintor que hace saltar todas las alarmas, en su último cuadro, multiplicaría los cuervos como si fueran piojos, todo ello sobre unos campos donde chapotean oleadas de trigos desnortados, mientras las nubes se golpean la cabeza contra el hormigón del cielo, mientras el sol salta por encima de los trigales con la cresta de un gallo borracho, Vincent se apura por ir hacia esa verdad que buscó en cientos de lienzos, todos eran el mismo intento, el mismo salto de acantilado, dar con ese que siempre había sido, encajar su mirada en el cuerpo desnudo de la tela, los cuervos allí tirados parecen fetos, trapos sucios que baten el ala, esos cuervos, pintados unos días antes de morir, quizás hayan sido los ojos de ese hermano muerto, todos existimos por intermitencias, no vivimos de un tirón sino que vivimos a cada embestida de sangre a través del corazón, vivimos con puntos suspensivos, a medias, entre dos comas que abren y cierran una frase, pero Vincent quiere más, quiere mucho más, quiere vivir con el corazón, que le operen a cielo abierto, que los columpios sigan jugando en sus ojos, quiere ser ese negro de trufa, ese vuelo de cuervos que volea el aire, a cada trazo hace estallar las alas, y los trigos giran sus cuellos rotos hacia el sol, parecen buscar un último trago, un último rayo, Vincent moriría con una bala en el vientre, serían dos días de agonía con el metal fundido en la carne, durante todas esas horas, pensaría en los cuervos, pensaría en ese hermano que tuvo, en Theo, y en ese otro que nunca tuvo, el otro Vincent, de vino agrio, muerto al nacer, no volverá a sentarse sobre el sillón de paja verde, ni los campos volverán a vibrar para él, no volverá a rajar de un navajazo la luz sobre los molinos, golpear las vallas alambradas, hundir hasta el cuello las casas bajas, todo lo pinta, quién sabe si después de los cuervos hubiera pintado algo más, Vincent con su rostro de carnicero, terminó por suicidarse, pegándose un tiro como uno se bebe un trago, a secas, por un exceso de amor, un sofocón de vida, apenas cuarenta años después de la muerte del otro Vincent, no volverá a esa tumba nunca más, pero sus obras, ahora colgadas por la cabeza, siguen moviéndose, a pesar de todos los charlatanes, de todos los que se visten color salamandra para imitar ese amarillo, a veces sucio, a veces ebrio, esos machetazos sobre la tela, roída de golpes, donde hasta las camas se ponen a bullir de placer, los muros a salpicar de dolor, los cielos a volar a cada brazada, nadando en un mar de colores, Vincent pinta un vuelo de tildes, de apóstrofes, de comas, todo un alfabeto que revolotea, que rueda para decir toda la verdad áspera, bella, imprescindible, de la vida misma, la pesadilla y la maravilla de saberse vivo de verdad, de haber sobrevivido a todo, incluso a la muerte de ese hermano, y allí están de nuevo los cuervos, con las alas dispuestas en vírgulas, y allí está el trigo rubio, la vida que salpica, el oro fundido, los techos sofocados de luz, el aire que estrangula, allí están todos los colores de los almendros que se coagulan en el aire verde, todos esos colores que te resucitan cada vez que pasas por delante de ellos, los cadáveres están todos bajo tierra, bailando con las raíces, incluso a veces tienen una bala de acero en el vientre, pero ahí están los cuervos con sus alas de trufas, brillan como turbantes, como el hielo en invierno, como un lago cerca del
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