Vivir con el corazón. Javier Santiso
a morir, por eso hacen saltar todas las alarmas de los campos, por eso dan campanadas, para decir cuán breve, leve y bello es este pasear por la tierra, y entonces saltan con sus carnes, entonces las nubes se estremecen, se retuercen como un nervio, entonces los girasoles se visten de oro y de bronce, y allí colgados en los muros de los museos, nos siguen mirando como en el primer día, el cielo se torna violeta, color vino, color picota, la noche suelta su cabello de ciervo, el trigo su oro viejo, sí, allí está el amarillo turbio del trigo, el arroz negro de la noche, allí, todos los colores que se quedan aplastados, se llenan de remolinos, de cuchilladas, de aleteos, con los puños la vida entra en la tela, como balazos en el vientre, un día se comió esos mismos colores, literalmente, porque la boca recuerda, imagina, descubre, como un recién nacido, se lo come todo, los tomates, las hierbas, incluso los besos que a veces roba sobre el rostro de una mujer, entonces porqué no comerse también los colores, eso dicen, pero quizás, no le hagamos mucho caso a lo que dicen, esos trigales con cuervos, pintado en julio de 1890, sería su último cuadro, eso dicen, otros piensan que es otro el óleo último, el trigal bajo las nubes de tormenta, o quizás, con más probabilidad, porque es el que estaba en su caballete cuando lo encuentran tirado en el suelo, las raíces de árbol, pero todo esto poco importa, ese cielo nublado que se llena de cuervos, es un cielo de verano, cuando Vincent le escribe a Theo el 10 de julio, le habla de tres cuadros que estaba pintando entonces en Auvers, no paraba de pintar como si ya supiera lo que se le avecinaba, campos de trigo bajo extensiones inmensas de cielos turbados, en los últimos sesenta días de vida Vincent pintaría cerca de ochenta cuadros, sí, como si supiera, en el centro del cuadro hay un camino que se retuerce como una culebra sin cabeza, de un lado al otro se vierten los trigales, rubios, vírgenes, y ese amarillo de siempre su color preferido, el de la casa amarilla, el de los girasoles, el de los rostros, el de la absenta, el licor de entonces, bebida que contiene tujona, un aceite próximo al alcanfor, que provoca visiones de halos de colores, a eso añádele el empeño del doctor Gachet en prescribirle santonina para sus dolores gástricos y, sobre todo, dedalera para encauzar sus erupciones volcánicas, sus repentinos ataques de nervios, esa misma dedalera que el propio doctor sujeta en sus manos en el cuadro que Vincent pintó, todo encaja, la prueba del delito la tenemos delante de los ojos, allí en ese cuadro, lo que sí hemos perdido es el rubio chillón de los girasoles, se han perdido en un amarillo verdoso, una tonalidad parda, el tiempo no perdona a los colores, por eso al final todo destiñe, incluso los más bellos recuerdos, por eso al final sólo nos queda el día más feliz de una vida, de haber tenido más recursos Vincent, seguro, hubiera optado por el amarillo cadmio, más resistente al paso del tiempo, en total podría haber escogido entre más de un centenar de tonos amarillos, pero el cadmio era el único que no se podía permitir conseguir, así pues el amarillo fue el color que atrapó a Vincent, el color de los aros, un color de enfado, el de la cruz amarilla que se hacía colgar a los herejes antes de ejecutarlos, un color unificador que se utilizaba por igual tanto en las capas amarillas de la santísima e impurísima Inquisición, como en el pelo de las prostitutas del medievo, obligadas a teñirse de rubio, el mismo rubio amarillo no redundante, rubio fulvo ticianesco, que el de sus colegas venecianas que también se dejaban montar a cambio de unas pocas monedas, habría que esperar a los impresionistas para que el amarillo se hiciera de nuevo color de oro, y alcanzase de nuevo la máxima categoría áurea de los emperadores romanos, es al mismo tiempo en el que éstos salen de sus talleres, lapso en el que la electricidad se cuela dentro de las casas, en el que el amarillo se hace eléctrico, se transforma en un color alegre, Vincent usaría el amarillo de cromo, más frágil a la luz, por eso los girasoles serían de un amarillo efímero, frágil, torpe, un color del tiempo que se va, por ello multiplicó los tonos, del luminoso al mustio, más apagado, y también estarían los amarillos paja, los ebrios, los soleados, los salteados, los que revientan de calor, los que se pierden en ocres, en trigales, en masas de pan, así como el amarillo azufre, y el amarillo rey de todos los amarillos, el amarillo limón, claro los colores también envejecen, se apagan, viran al marrón, oscurecen, con la luz del sol se fueron, y entonces la alegría de ese color se ha ido poco a poco agotando, pero el amarillo Van Gogh sigue siendo ese amarillo alegría con una pizca de verde, ese amarillo espléndido de sol limón, el rubio amarillo de los trigales, Vincent hará en total veintisiete autorretratos, en ellos también abundan los amarillos, como en el autorretrato con sombrero de paja, veintisiete intentos para dar con el rostro del otro Vincent, ¿tendría también él la piel color paja, ese pelo chamuscado, esos labios de enojo?, se preguntaba, lo que pasa en la vida es que esperamos a alguien que no regresa, a alguien que se ha ido, a veces está en otro rostro, se viste de otra manera, pero, cómo encontrar a alguien que no ha vivido, todos cambiamos, dejamos de chuparnos el pulgar, y un día nos dejamos crecer las canas, los pechos se nos hunden, los vientres se nos inflan, nos olvidamos a veces de que lo que podemos vivir puede llegar a convertirse en inmortal, como cuando regalas un beso y te lo devuelven amplificado, algunas parejas se forman así, en pleno vuelo, cuando ya pensabas que nada más podía ocurrir, entonces, todo ocurre, pero ¿cómo encontrar a un hermano que no ha sido?, con Theo era diferente, era de carne y hueso, ambos eran de hecho muy similares, cabello rubio rojizo, carne compacta, echada como un saco sobre sus cuerpos de flautas, los ojos de Theo eran también de color azul claro, tan similares que se les llega a confundir en las pocas fotos que hay de ellos, a Vincent no le gustaban las fotos, apenas aparece en un par de ellas, en un melanotipo de 1887, junto a los pintores Émile Bernard y Paul Gauguin, una fotografía de grupo donde se le ve sentado, los brazos cruzados, fumando en pipa, el único retrato donde se le ve de frente, cuando tenía diecinueve años, y en otra, también de 1887, está sentado de espaldas, junto a Émile Bernard, también en un daguerrotipo, cuando tenía treinta y tres años, una instantánea muy similar al autorretrato pintado sobre fondo azul, sin embargo el otro hermano siempre estuvo allí, en su vida, durante años, de camino al colegio, Vincent tenía que pasar, todos los días, delante de esa tumba que llevaba su nombre y apellido, y así arrastraría esa sombra con él, toda su vida, los árboles que se llenan de pájaros, el aire lavado de lilas, los abriles floridos, toda su vida, incluso cuando el sol se transforma en caricia, cuando, blanco, sobre blanco los almendros buscan la boca sofocada del viento, incluso entonces, Vincent piensa en ese hermano que no tuvo, en el río irreparable de los años, piensa en él, en la mañana que será la tarde, en la primavera que se irá y volverá, y mientras camina, con el verano en el pelo, en medio de los campos que brillan como limones, imagino su sonrisa atravesando las huertas, enmarcando los campos, lo imagino pintando de color polen los trigos, y termina el día, y él sigue pintando, las nubes malvas, los naranjales del cielo, la noche luego se hace enorme, como un barril sin fondo, ha crecido por todas partes, las estrellas salen del retrete con el culo todavía al aire, las estrellas son uvas pasas, diminutas, que brillan en la boca hambrienta de la noche abriéndose como un viñedo, imagino ahora a Vincent pintando, en el aire feliz de julio, la noche está de perfil, la luna, coqueta como una veinteañera, se inclina para que su escote le caiga bien profundo, y ahí está Vincent, pintando piedra sobre piedra, dando brochazos sobre la tela, metiéndole el pincel entre las piernas, buscando en la oscuridad los pechos rubios, el vientre redondo de la noche, buscando entre las crines que arden una melena que se lleva el viento, buscando también a ese hermano al que amó sin conocer, es recuerdo del agua de una fuente que remonta, una ventana que se abre, la vida misma que se va para no volver, quizás sus ojos eran azules, como lo suyos, quizás él también habría sido una tierra sin mar, tendría la boca de un incendio de verano, el ardor del viento para ser ave, quizás habría conocido a una mujer, labio a labio, habría vivido entre sus nalgas, enterrándose allí entre sus piernas, y habría visto sus cuadros, donde todo arde, las colinas chamuscadas, los ojos invadidos de avispas, el sol riéndose a carcajadas, al otro Vincent quizás le hubiera gustado la explosión lenta del día, la luz violeta de la tarde, el color de toro cuando la noche embiste, él no era de muchas palabras, era de fuego rápido, cuando las soltaba eran como latigazos, la pupila se le ponía más azul que una aguja, le hubiera gustado llevarlo con él a todas partes, respirar con él el aire de los campos, cada grano, el azul seco, irrepetible, del verano, decirle que la mano es un pájaro que nace en el nido de un árbol para ir a posarse, muy despacio, sobre el silencio de una rodilla, que la vida es caliente como el heno, que canta hasta reventarse los pulmones en el calor del verano, mira hermano, escúchame, ahora te diré cómo aman las abejas, te diré el secreto de los prados y de los viñedos, los perdidos y los encontrados, te diré los enigmas del lenguaje