Escultura Barroca española. Nuevas lecturas desde los Siglos de Oro a la sociedad del conocimiento. Antonio Rafael Fernández Paradas
arrodillados, se burlaban de Él. Después Pilato lo presentó al pueblo congregado a las puertas del pretorio —“Aquí tenéis al hombre” (Jn 19, 5)— y esa muchedumbre, enfurecida, volvió a pedir su muerte. Finalmente, el procurador entregó a Jesucristo para que fuera crucificado.
Le devolvieron sus ropas, y en el camino hacia el monte Calvario, Simón, un hombre procedente de Cirene, fue obligado a llevar su cruz[41]. Le seguía una gran cantidad de hombres y mujeres que se lamentaban por Él y a las que consuela: “Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí; llorad más bien por vosotras y por vuestros hijos […]” (Lc 23,28), así como los dos ladrones que también iban a ser ajusticiados. Como los evangelios son muy parcos en la información que suministran, se agregaron detalles que se inspiraron en los textos apócrifos o en los autos sacramentales, completándose esta iconografía con la devoción al Camino del Calvario que conforma las catorce estaciones del Viacrucis, establecidas por los franciscanos. En ellas, Cristo se cae tres veces por el cansancio y el peso de la cruz, se encuentra con su Madre y esta, rota de dolor, se desmaya o se arrodilla ante su Hijo; y una mujer, Verónica, apiadada de su sufrimiento, le seca el rostro de sangre y sudor, impregnándose en el pañuelo el rostro de El Salvador.
¿Por qué Jesús fue condenado a morir en la cruz? Este suplicio, de origen persa pero perfeccionado por los romanos, era una muerte vil que se reservaba a los esclavos, extranjeros, revolucionarios y soldados romanos desertores. Tanto en Persia como en Roma tenía como fin principal que la tierra, que se consideraba sagrada, no se cubriera de sangre.
La crucifixión tuvo lugar en el Gólgota, “lugar del cráneo” o Calvario, un montículo cercano a una de las puertas de Jerusalén. El tiempo que transcurrió desde su llegada hasta que fue clavado en la cruz es narrado de forma muy parca en los evangelios canónicos, que solo señalan cómo le ofrecieron vino con hiel (Mt 27,34) o mirra (Mc 15,23). Esta era una bebida que las mujeres judías ofrecían a los reos para atenuar el sufrimiento que iban a padecer, pero Jesús cuando la probó la rechazó, aceptando sin condiciones lo que iba a suceder.
Antes le habían despojado de sus vestiduras. Aunque este tema no aparece en los evangelios, estos sí contemplan que, una vez en la cruz, sus vestidos se echaron a suertes. No obstante, las Meditaciones de Pseudo Buenaventura y las narraciones de los místicos completan este episodio imaginando la violencia con la que le arrancan la túnica que, adherida a las heridas, hace que estas sangren nuevamente y cómo unos soldados cubren su desnudez con un lienzo[42]. No obstante, en numerosas representaciones es la Virgen la que con su velo envuelve las caderas de su Hijo, justificándose así el ceñidor o perizonium con el que aparece representado el Crucificado.
Allí, con las manos atadas y de pie, como lo representa Juan de Ávila, o sentado sobre una piedra, Jesús aguarda su crucifixión observando cómo preparan los verdugos el instrumento del sacrificio. Este es un momento agónico, desesperado, pero los artistas han querido representar al Hijo de Dios sosegado, pensativo, con la cabeza girada hacia el cielo y las manos unidas en oración, como talló José de Arce al Cristo de las Penas de Sevilla (1655) (Fig. 10) o con la cabeza apoyada sobre su mano, iconografía de los Cristos de la Humildad y Paciencia[43].
Fig. 10. José de Arce. Jesús de las Penas. 1655. Hermandad de la Estrella. Sevilla.
Nuevamente son parcos los evangelistas a la hora de relatar el momento de la crucifixión, que narran con una lacónica frase: “Y allí lo crucificaron” (Jn 19,18), los artistas tuvieron que buscar otras fuentes que completaran este episodio, y una vez más la inspiración llegó de manos de los escritos de místicos y visionarios que, con un realismo —a veces despiadado— describen cómo fue clavado en la cruz extendida en el suelo. Detalles como la ferocidad de los verdugos en el momento de hundir el hierro en las manos a fuerza de golpes, o la crudeza al expresar que hubieron de atar una cuerda a las piernas para estirarlas con el fin de que pudieran incrustar los clavos en el lugar señalado para ello, son presentados por algunos artistas con una gran fidelidad; recordemos la composición realizada por el pintor Gerard David (1485, National Gallery, Londres) en la que uno de los sayones tira con saña de una cuerda para colocar el pie que el compañero está dispuesto a atravesar.
El arte compone una nueva escena, la “Exaltación de la Cruz”, en la que los esbirros elevan, ayudados por sogas, al Señor crucificado. Una de las mejores composiciones, llena de dramatismo y tensión, la presenta Rubens en el panel central del tríptico que realizó entre 1610 y 1611 (catedral de Amberes). Por su parte, Pseudo Buenaventura expone cómo “la plantaron con gran dificultad al hoyo, que havian hecho expresamente en la peña, de suerte que para hazerla entrar mexor, la levantaron y bajaron muchas vezes, que fue causa de agravar el dolor de el sancto y bendito cuerpo de Jesús mas que antes”[44]. No obstante, se ha representado también otra versión en la que es clavado en una cruz que ya ha sido hincada en la tierra y a la que tiene que acceder subiendo una escalera. Jesús, a pesar del insufrible dolor que estaba experimentando, tuvo compasión con los que se lo infligían, pidiéndole a Dios el perdón por su inconsciencia: “Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen” (Lc 23,34).
En el madero, sobre su cabeza, pusieron una tabla con una inscripción redactada por Pilato, el titulus, donde se leía: “Jesús Nazareno, el Rey de los judíos” en hebreo, latín y griego. Los sumos sacerdotes, indignados, dijeron al procurador que debería haber puesto “Este ha dicho: Yo soy Rey de los judíos”, pero él sentenció: “Lo que he escrito, escrito está” (Jn 19,19-22). En las representaciones de Cristo crucificado puede aparecer esta pequeña placa con la locución en los tres idiomas o, más frecuentemente, con la palabra INRI, siglas de la frase en latín.
Los soldados, que se apostarían al pie de la cruz esperando su muerte, hicieron cuatro lotes de sus vestidos y se los repartieron, aunque la túnica, que estaba tejida en una sola pieza, la echaron a suertes. Este episodio forma parte de numerosas representaciones de la crucifixión, en las que aparecen tres o cuatro romanos agachados y jugándose a los dados la túnica.
La agonía de Jesús duró seis horas, desde la hora tercia —nueve de la mañana—, hasta la hora nona —tres de la tarde—. En ese tiempo, fue humillado e insultado por “los que pasaban por allí” y por los soldados, sumos sacerdotes, escribas y ancianos judíos que le increpaban diciéndole que se salvara si era el Hijo de Dios y que bajara de la cruz. Según los evangelios de Mateo y Marcos, también los salteadores que fueron crucificados con él, uno a la derecha y otro a la izquierda, le injuriaban. Sin embargo, Lucas narra que solo era insultado por uno, mientras que el otro le reprendió justificando su condena y defendiendo al Hijo de Dios, ya que “nada malo ha hecho”, pidiéndole que se acordara de él cuando tomara posesión de su Reino, y Jesús le respondió “Yo te aseguro: hoy estarás conmigo en el Paraíso” (Jn 23-39,44). El Evangelio de Nicodemo añade sus nombres: Dimas y Gestas, el buen y el mal ladrón. Los artistas se han preocupado de diferenciarlos tanto en su actitud como en la forma de la cruz o en la manera de ser sujetada a ella, con cuerdas. Tradicionalmente el buen ladrón se representa a la derecha de Cristo, mirando hacia Él, con una apariencia resignada, incluso dulce, mientras que Gestas, que encarna la maldad, es interpretado enajenado, con rostro iracundo, cuerpo encrespado y apartando la mirada de El Salvador. A veces, incluso, se le representa de espaldas y, en ocasiones, un ángel toma el alma del arrepentido para llevarlo al cielo mientras que un demonio agarra la del condenado.
Hasta el siglo XII se presenta al Redentor en la cruz vivo y triunfal, vestido con larga túnica o perizoma que le cubre hasta las rodillas, sin expresar ningún sufrimiento y a veces coronado; los brazos permanecen totalmente extendidos y su cuerpo se representa recto, con los dos pies clavados a la cruz. El hieratismo de estos cuerpos comienza a diluirse a partir de esta época, en la que empieza a aparecer Cristo expirante, con la cabeza elevada y los ojos entreabiertos, en la última exhalación, los músculos tensos por el esfuerzo, o muerto, con los ojos cerrados, el cuerpo desplomado y la cabeza caída, mostrando la herida sangrante en el costado. Paulatinamente, y sobre todo a partir de la Contrarreforma, dicha iconografía se irá enriqueciendo hasta completar una galería de crucificados que se representan vivos o muertos,