La ternura de caníbal. Víctor Álamo de la Rosa

La ternura de caníbal - Víctor Álamo de la Rosa


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un instante, por favor.

      La secretaria consultó el ordenador. Movió el ratón y me percaté de que era zurda. Me acordé del diablo. Pavorosos rojos cuernos de macho cabrío envuelto en llamas y humos, representación clásica repintada en cientos de cuadros, ilustraciones y películas. Nada de particular.

      —Podría atenderle dentro de tres semanas, el 22 de marzo, a las nueve quince horas de la mañana, si le viene bien.

      —¿Tres semanas?

      —Sí. Lo siento. Imposible antes. Pero ya le adelanto que su caso tiene difícil solución.

      Detrás de ella había una puerta. Ahí no había cristal sino pared. Debe de ser el despacho del jefe. Me imaginé dando un portazo, entrando y dando rienda suelta a mi cólera, repartiendo vengadoras dentelladas a diestro y siniestro. Quizá en ese momento pudieran entreverse mis colmillos salivantes. No lo sé, pero juraría que sí, a juzgar por el pozo de susto que pude ver salpicando los ojos de la secretaria. Pero pensé en Melany. De nuevo. Pensé en que yo no era un caníbal. Pensé en la bici despachurrada y otra vez en el alto muro azul del mar de mi paciencia y respiré hondo; tragué rabias cuyos nacimientos y manantiales lejanos desconocía, giré marcialmente sobre los tacones de mis zapatos y me fui sin decir adiós ni proferir insultos, único lujo que concedí a esa ensordecedora llamada lobezna que desasosegaba adentros que yo mismo desconocía.

      Me subí a la moto y, ya antes de arrancar y oír su bramido de toro bravo, sabía que, antes de telefonear a Melany, acudiría raudo a la tienda de bicicletas que había en mi barrio. Compraría el mismo modelo, llamaría a Melany y posiblemente no le contaría toda la verdad. Todavía prefería que las cosas de este mundo fueran lógicas y que mi compañía de seguros hubiera sufragado la compra. Es lo que tiene perseverar en la conciencia. Sus renuncias, sus juegos de moral, su pequeña pero constante retahíla de frustraciones, ¿desaparecen? No lo creo, se agazapan a la espera de prender la llama del desconcierto ingobernable. ¿Habré de ser un caníbal? Pensé en Melany, elegí una bicicleta muy parecida, pero con mejores prestaciones por ser el último modelo, saqué de la cartera mi tarjeta de crédito y pagué, seguro de que todavía no habría de entrar en números rojos. El rojo de los números, el mejor color para robar.

      DIEZ

      De la época de esplendor de mi ciudad recuerdo la imagen de los cuatro rascacielos, gigantescas torres de más de setecientos metros de altura que podían contemplarse desde cualquier ángulo, lejos o cerca, de este enredo de avenidas, calles, callejones y callejuelas en el que vivo. Las cuatro torres, tan altas que un avión habría podido estrellarse contra ellas. Las luces multitudinarias de sus ventanas, durante la época de esplendor, podían divisarse a kilómetros de distancia sin esforzar la vista. Como árboles navideños plantados por Dios. Los rayos láser de sus azoteas, siempre con ocasión de días singulares, como la noche de Fin de Año, atravesando los cielos hasta adentrarse en el oscuro y prometedor espacio cósmico, acaso escarbando tras la pista de las moradas divinas. Igual daban cielos despejados que cielos encapotados, cielos de cúmulos que cielos de cirros, cielos con lunas llenas que cielos con lunas menguantes. Igual porque sus acerados rayos láser cortaban el aire hasta hendir las nubes y dibujarles panza o sacarles imprevistos relieves de colores. Los rayos en Fin de Año, los rayos conmemorativos del Día de la Independencia, los rayos multicolores del Día del Desfile de Carnaval. Todo eso cuando era el esplendor. Cuando eran los días amables, cuando entre ricos y pobres la distancia era mucho más corta y había un espacio medio más o menos confortable.

      Ahora no hay rayos nunca ni hay tantas ventanas encendidas, sino que las cuatro torres, enjambres de pobreza, son cárceles por las que libremente transitan excluidos, cartoneros, vagabundos, desempleados, maleantes, prostitutas, drogatas y escoria general. Cuando el esplendor había allí oficinas con espigadas plantas de interior, despachos espaciosos, sedes empresariales con inmensos logos corporativos, gentes pudientes. Hasta que el Gobierno, remota ya la época de esplendor, pensó que sus oficinas y habitaciones y pasillos y terrazas serían un magnífico hogar, un refugio para confinar a miles de mendigos que de ese modo serían más invisibles y uno no tendría que topárselos en su zaguán o en el interior de las cabinas de los cajeros automáticos o en la boca del metro o bajo las marquesinas del tranvía o en la más sencilla y despojada intemperie. Cárceles desgobernadas donde campar a sus anchas a partir del toque de queda, reductos donde tenerlos controlados porque dentro de las torres sabían que habrían de tener un techo bajo el que dormir, unos cuartos de baño generales y a veces un hilillo de luz eléctrica. Por eso ahora sus ventanas no eran ya multitudinarias sino simples recuadros oscuros solo a veces titilantes, rebrillo tristón de alguna vela en las últimas, alicaída, apenas sostenida por su propio bastón de cera consumida. Antes eran símbolos, pero lenta, casi imperceptiblemente, el mundo cambia.

      A mí me gustaba subir con mi moto a Lomo Alto, en las afueras de la ciudad, con alguna de mis conquistas, y contemplar las cuatro torres. Su arquitectura imponente desafiando a las tripas del cielo, sin importar la entraña nube. Imaginar, hacia dentro de aquellos cuadrados de luz, las historias de vida y muerte que podrían estarse produciendo en esas mazmorras inmensas. Familias cenando, venga, vamos, todos a la mesa antes de que se enfríe. Familias viendo la tele, pero solo hasta las once, que mañana hay que madrugar para ir al cole. Parejas haciendo el amor. Parejas deshaciéndolo. Ancianos cansándose la vista frente a las páginas de un libro o de un periódico deportivo. La mujer de la limpieza arrastrando el carrito de lejías y detergentes y fregonas que se cruza con la prostituta que llama al ascensor, recolocándose las bragas, todavía sudorosa tras cumplir con el enésimo servicio de la noche. La mujer sola, hablándole a sus fantasmas. El hombre solo, curvatura de la soledad, sosteniendo parecida charla con parecidos fantasmas, lástima que la vida no los encuentre. La adolescente anoréxica que sueña con la libertad de los peces en el mar y que un día abrirá la ventana para volar hacia ellos, hacia sus aletas musicales. El niño, hijo único, jugando con sus propios fantasmas porque solo tiene un mundo y jamás conocerá esa ampliación del mundo que es tener un hermano, una hermana. El asesino. El periodista. El cura. El músico. El abogado y el arquitecto y el notario y el juez y el psicópata y el pintor y el policía y el médico y el publicista y el escritor y la cucaracha que se coló y que ya va de excursión por el décimo noveno piso. Y el cuarentón que se infarta y los colegas de despedida de soltero buscando prostitutas en el listín telefónico y los atletas que corren sobre las máquinas en el gimnasio de la sexta planta, su sudor todavía vivo en la moqueta. Las historias. Todas. Como la de ese caníbal en ciernes que casualmente saltará sobre la cara del jefe de la oficina de mi compañía de seguros. Ya. Dentro de nada. ¿Qué mide el tiempo?

      ONCE

      Melany me telefoneó para agradecerme la gestión para la compra de su nueva bicicleta. Me dijo que había sido todo un caballero y eso me hizo gracia y llamó poderosamente la atención de alguno de esos yoes que transitan mis sótanos, obligándoles a pensar sobre la propia condición que tenían de ellos mismos, que albergaban, en fin, de mí. Alabó largamente mi gesto y mi molestia, insistiendo en que eso ya no se estila, e insistió en explicarme que la nueva bici era un último modelo mejorado porque mejores suspensiones mejores frenos mejores ruedas mejor tracción mejor cadena mejor maneta de engranaje de marchas mejores materiales más ligeros mejor relación peso prestaciones porque mejor tapizado de sillín regulable mejor posición de conducción mejor resistencia al aire velocidad mejores luces y mejor que nos veamos cuando a ti te venga bien porque me gustaría agradecértelo invitándote a cenar o a tomar algo o a lo que quieras y te apetezca, me dijo, después de que yo alabara con toda mi sorpresa su extraordinario conocimiento velocípedo.

      —No imaginaba que fueras experta en bicicletas.

      —Me gusta conocer la máquina que monto.

      Dudé si conceder o no segundas intenciones a sus últimas palabras, pero me emocionó su desparpajo y se despertó dentro de mí el calor de una resolución y una brizna de lujuria.

      —Vale, de acuerdo, ¿te viene bien pasado mañana, a las ocho y media?

      —Tengo que mirar mi agenda. No, es broma. Me viene estupendo, genial.

      —Puedo recogerte en tu casa,


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