La ternura de caníbal. Víctor Álamo de la Rosa

La ternura de caníbal - Víctor Álamo de la Rosa


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memoria. Pues hasta pasado mañana, entonces.

      —De acuerdo.

      —Gracias de nuevo.

      —De nada, de nada. Chao.

      —Chao.

      Pero qué fácil, de pronto, todo. Todo con esta mujer. Rodado sobre ruedas, nunca mejor dicho, tras tanta bici y tanta moto. Estaba excitado, aunque sin acabar de explicarme el porqué. Llamé a Ágata y le pregunté si le venía bien que me pasara un rato por su casa. Y me dijo que sí, que vale, y le di fuego a la moto porque no quería que se desvaneciera aquel ardor felino porque yo también sabía ponerme gíglico y esdrújulo. Pasen y vean: pletórico, lunático, pantagruélico, calórico, estrambótico, ignífugo ser tras el rastro del clítoris y, finalmente, caníbal, aunque para acabar rompa la regla.

      DOCE

      Tocaré sus hidromurias hasta encontrarle el clémiso y de ese esparcimiento blando de la noche no me iré sin la recompensa del sexo desahogo, ese alivio que vuelve a confinar, aunque sea en celda frágil, a la bestia buscadora de coito sin compromiso sin amor sin matrimonio ni hijos ni serias complicaciones. Esa felicidad rasa, fácil y primera: Ágata, saca tus uñas, maúllame temblores y obscenidades, que mañana nos dará igual. Huéleme y te huelo, olfateémonos los conductos, danza de animales. Nos rodearemos moviéndonos en círculo, como si nos persiguiéramos lo que hay bajo nuestras colas gatas para que el maúllo se alargue hasta casi el rugido tigre y tigresamente copulemos y entonces de golpe se acaben los miramientos y los pudores para ponernos a bailar en serio, sin saber quién está arriba y quién abajo en este abajo arriba girándula, como si quisiéramos envolvernos el otro al uno el uno al otro vueltas y más vueltas sobre la cama, a derecha izquierda derecha izquierda cual sargenta marcha marcial hasta encontrar el punto tuyo que también es el mío. Punto nuestro. Punto adentro las gotas de sudor que nos rebosan y los ángeles que nos rebasan para darnos tiempo a que las respiraciones acompasen sus silencios y llevarnos a los algodonados espacios del sueño.

      Esos borbotones del sexo, agarrados a la intimidad de la noche que nos oculta los secretos mutuos, Ágata, nada que ver con el frío de las mañanas, la indiferencia amistosa, las prisas por acercar la hora de la despedida, aunque en realidad no estemos tan ocupados. Ni siquiera un simple desayuno juntos, un poco de ese rarísimo saber estar sin palabras, algo de esa comprensión más allá de la comprensión. Nos ocultamos muy bien. No nos concedemos que pueda interesarnos lo que hay detrás de nuestros nombres y nuestras pieles. Sabemos que entre nosotros no hubo más.

      No.

      Hay.

      Más.

      TRECE

      El día de la cita con Melany me desperté con ilusión. Me miré al espejo y me sentí coqueto. Bonito, esa palabra molde que encaja en casi todo, describiría a las mil maravillas el sentimiento que me gobernaba y que debió empezar a generarse durante mi sueño. De otro modo, no podría explicarme por qué nada más abrir los ojos sentí ese calorcillo dulzón de la ilusión. Algo, incluso, de latido de ansiedad que sin embargo iría creciendo hasta la hora aproximada del encuentro. Cada vez entiendo menos qué me puede estar pasando. Si pienso en la única vez que he visto a Melany no puedo sino escarbar en imágenes que no la dejan bien. ¿Cómo sería su cabello sin aquella atadura de cola de caballo, por ejemplo?, ¿Cómo serían sus pies en una sandalia o en un zapato de tacón? Y cómo serían en verdad sus ojos en la distancia corta y, más allá, cómo seré yo en esa misma distancia.

      Pronto, mira a la cámara y sonríe, podré descubrirlo, aunque ahora deambule con un poco de tiempo de sobra por la ciudad. Ya hoy fui a trabajar, a esa empresa llena de lameculos, moderna actualización de la esclavitud. Ya puse mi huella en el lector del control de presencia cuando llegué y ya la puse cuando me marché, una vez cronométricamente cumplido el horario. Resulta humillante, día a día, ponga usted su dedo. Mi trabajo no me interesa. Mi trabajo no nos interesa. Es gris y estúpido, uno de esos trabajos que inventa el sistema para que no salgas del sistema. Lo hago, me pagan un salario con el que cubrir mes a mes las necesidades básicas e impedirme ahorrar como para fecundar sueños. El sistema todo lo tiene pensado, aunque a veces creamos que no, creamos que somos libres. Si me salgo del sistema acabaré mis días a la luz de una vela en alguna de las cuatro torres. Seré una historia más, acaso el caníbal que a lo mejor me gustaría ser, ¿o tal vez esta idea peregrina también sea una proyección de mis anhelos?

      El sistema nos permite tener sueños, pero no para calmar nuestro instinto de progreso social sino para atemperarlo y sujetarlo, y, en realidad, quedarnos solo en el sueño, en la simple idea del sueño, sin pasar a la acción, a la búsqueda activa. Sin organizarnos. Sin comportarnos como abejas en busca de un panal mayor, un lugar donde al menos puedan caber sueños más amplios. Así es. Así funciona. Y yo pongo mi dedo en el control de presencia y soporto las injusticias de mis jefes y bajo la cabeza y miro para otro lado y pienso en el salario y no me siento orgulloso y pienso en mi pequeño apartamento y después pienso en el reino de la exclusión que son las cuatro torres. Altas, siempre recordándonos nuestro final si nos salimos del sistema. Entonces el día corre más rápido. Y procuro no fumar, para no gastar tiempo y después tener que recuperarlo al final de la jornada. Así es la fábrica. Y fumo en la media hora de descanso. Gracias, autoridad, por esta concesión, para que el vicio me torture menos, aunque eso implique almorzar en veinticinco minutos. Si corre la media hora y me salgo del margen de regalo, también deberé recuperarlo al final de la jornada. Y no, no puede ser, no puedo hurtarle ni un minuto al final de la jornada porque eso sería robarle tiempo a mi verdadera vida, a ese trozo de vida que empieza justo después de salir de las entrañas de la fábrica, esa vida que dura hasta la medianoche, peleándome contra el sueño y el cansancio porque a las siete de la mañana me espera de nuevo mi dedo, mi dedo que es suyo. Mi dedo en el pulsador del control de presencia, mi dedo esclavizado. Ojalá tuviera interés en mi trabajo. De veras. Si lo tuviera no dudaría en contarlo y si me gustara o resultara interesante podría describirlo con cierta pasión. Pero no. Solo me arrastro por la fábrica. Cumplo. Hago lo que se me ordena. No chisto y solo hablo cuando se me pregunta o me inquiere alguno de los jefes. Fuera de la fábrica, aunque sea noche cerrada, está la luz. Me arrastro día a día hasta esos fines de semana alternativos que todavía existen. El próximo, por ejemplo, no trabajaré. Mi dedo, durante un sábado y un domingo completos, volverá a ser mío, volverá a ser parcialmente libre para hacer una peineta o para imaginar que dolorosamente se lo meto en el culo al jefe hasta que llore y pida clemencia porque tema que mi dedo puede ser el dedo de su caníbal, ese caníbal que cada vez está más dentro de mí, modelándose, como esas esculturas que van naciendo del bloque de mármol.

      CATORCE

      Tuve tiempo, no me hagan mucho caso, de salir del curro, alma que lleva el diablo, auparme a mi motocicleta, mi más fiel compañera, y sortear el tráfico espeso, gelatina de petróleo ondulando sobre la mar, hasta llegar a casa, hogar dulce hogar. Pude repasar mi afeitado. Pude abrir el armario de mi dormitorio de par en par para escoger vestimenta apropiada e, incluso, tuve tiempo para dedicarle un pensamiento breve a la intención de masturbarme. No es infrecuente, como es sabido, que un exceso de testosterona urgente, buscando angustiosa salida, pueda estropear una primera cita. Sin embargo, deseché la ocurrencia, tras acordarme del reciente maúllo de Ágata. Es curioso comprobar cuán rápido se olvidan las cosas que no son suficientes. Lo que no acompaña. Lo que de antemano sabemos que habrá de morir.

      Tuve tiempo de comprobar, frente al espejo, que mi ilusión seguía intacta y que incluso se había ido metamorfoseando a lo largo de la jornada. De una iniciática y juguetona ilusión mañanera, casi acorde a una pulsión adolescente, había pasado a una ilusión digamos más precisa, como el halo de luz de un faro en la punta de un muelle. Ahora lo vemos, haz directo y contundente. Ahora no, pero enseguida otra vez la luz iluminando una trayectoria, una dirección. En medio de ambas ilusiones, una ilusión más saltimbanqui y por eso mismo digna de un circo. Una ilusión payasa capaz de pasar de la risa al llanto tan pronto, con tan inexistente o muy precaria transición, que al instante sentimos la sospecha de la falsedad de la actuación o, cuando menos, que está poco ensayada. Esa ilusión era así porque vaiveneaba en ese columpio que iba desde


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