La ternura de caníbal. Víctor Álamo de la Rosa
duda mayor que la que ella misma leyó en la mueca de sorpresa de mi cara, en ese gesto que le inspiró la broma.
—Soy yo —dijo, y ya al besarnos con saludo las mejillas pude sentir mi cara contra el colchón de sus cabellos y la fragancia agradable que exhalaba su pelo.
—Es que no te recordaba así.
Volvió a sonreír.
—Milagros de peluquería —dijo, con mohín de coquetería zalamera. ¿Aparcaste la moto?
—Sí, ahí mismo —señalé.
—Pues vamos mejor caminando. El restaurante que he pensado está aquí cerca, casi a la vuelta de la esquina. Así el casco no me aplastará el pelo —bromeó.
—Claro, de acuerdo. Esos rizos se merecen toda la libertad —dije, dejando claro que yo también sabía hacer bromas.
Caminamos, sin tocarnos o rozarnos, uno junto al otro.
—¿Qué tal tu día?
—Bien, normal, sin novedad en el frente.
Tengo que describirla, es perentorio que lo haga, pero preferiré hacerlo dentro de un momento, cuando lleguemos al restaurante y Melany se quite la gabardina color caramelo que la envuelve hasta las rodillas. Entonces seré más preciso y pintaré mejor. Con más luz, más colores, mejor paleta.
Caminamos. Estos momentos tienen su complejidad. Caminas y miras de lado para conversar, pero los ojos no se encuentran sino breves porque hay que mirar al frente para no perder el paso ni romperse los cuernos contra una farola o una papelera o un bolardo o un contenedor de basura. No es fácil. Ni caminar ni conectar una charla. Nunca hay que hablar del tiempo.
—¿Trabajas, Melany?
—Sí, ahora estoy trabajando de enfermera, haciendo una sustitución.
—¿Enfermera?
—Sí.
—¿Y te gusta?
—Sí, en realidad solo hago primeros auxilios en ambulancias. Y tú, ¿trabajas?
—Yo trabajo en la fábrica de las afueras. Siempre he trabajado en la fábrica. Nada interesante.
—Bueno, es lo que hay. De algo hay que vivir.
—Sí. ¿Y dónde me llevas? Tengo hambre.
—Es un restaurante que está aquí mismo, en el pasadizo que une las calles del Ruego y del Perdón, no sé si lo conoces.
—Pues no, ni idea.
—Tiene un nombre muy gracioso, Le Comilón, y ofrece una carta bastante variada y un menú de picoteo con curiosidades gastronómicas interesantes. Espero que te guste.
—Estupendo. No lo conozco. ¿Le Comilón? Es gracioso, sí.
—Es que la carta ironiza con los nombres de los platos para ridiculizar un poco la pomposidad de la nouvelle cuisine francesa. Pero el cocinero es muy castizo y muy cachondo. Ya verás. De pronto eliges un plato cuyo nombre en la carta es casi ilegible, largo y presuntuoso, y vas y te encuentras después con algún tipo de variación sobre la simple base de una tortilla de papas, por ejemplo. Me gustan esas sorpresas.
—Vaya, qué ocurrencia.
—Sí, el cocinero está en contra de ese dicho que dice que con la comida no se juega. Él dice que es justo al contrario, que hay que jugar, improvisar. Será divertido. Mira, ya estamos llegando. Es ahí.
dieciséis
Me gustan tus labios, pero todavía no puedo decírtelo. Me gusta tu pelo, ese ramillete llamativo, y me gusta cómo sonríes. Me gusta tu normalidad, esa facilidad cotidiana que te acompaña y me hace cómoda la vida. Creo que yo también te gusto.
Enfilamos el pasadizo y enseguida pude ver un letrero luminoso, con grandes letras barrocas pintadas de rosa fucsia, donde podía leerse Le Comilón. Junto a la ele del artículo francés, nacía el dibujo típico de la Pantera Rosa, su silueta célebre, clásica entre los clásicos, solo que con el añadido original de una tripa oblonga, gorda y atiborrada, como para que resultara evidente que a aquel restaurante se iba a comer y que incluso las panteras saciaban su apetito y se abandonaban a la gula.
—Me encanta.
—Pues ya somos dos.
—Tres.
—¿Tres?
—Tres contando a la pantera rosa.
—Las panteras arañan. Son bonitas, pero peligrosas.
Cruce de sonrisas pícaras y otro breve chisporroteo de lujuria. ¿Qué está pasando?
El restaurante era pequeño, pero solo a partir de que Melany diera su nombre para comprobar la reserva y nos trasladaran al sótano me percaté de que en realidad tenía dos plantas. No era, pues, tan pequeño como cabía suponer al entrar. Nos acomodaron en una mesa cuadrada. Menos mal, porque odio las mesas redondas. Nunca sé dónde poner las cosas: los cubiertos, las copas, la servilleta… En la mesa una pequeña lámpara sostenida por una miniatura de la Pantera Rosa nos regalaba una luz íntima que imitaba la de una vela. Sin embargo, el mantel era sobrio, blanco, correcto, y las copas y cubiertos eran de calidad. Boca amplia, cristal fino, perfectas para acunar la placidez de un buen vino. Las paredes del local, pintadas de rosa palo, contribuían a crear una atmósfera cálida y cómoda.
—Gracias, Melany, me gusta mucho. Es un lugar muy agradable. Enseguida se siente uno cómodo.
—Me alegro de que te guste.
Iba a decir alto y claro me estás gustando tú, Melany, pero la punta de mi lengua se llenó de prudencia. Calma, vaquero.
He querido detenerme en la somera descripción del restaurante porque he buscado demorar el momento que esperamos: la descripción que me interesa. Vamos allá. Me gustó muchísimo Melany vestida con esa prudente, pero astuta, elegancia. Despojada ya de su gabardina, imaginé que había supuesto que le haría falta para que no le diera frío si nos subíamos a mi moto, podía verla con una blusa blanca cuyo último botón abrochado empezaba a dibujar la promesa del escote. Una piel blanca, limpia de manchas y pecas, que sin embargo no se iba hacia los tonos lechosos, sino que aparecía matizada por alguna capa tostada, acaso producto de un moreno antiguo. La blusa redondeaba sus caderas, ceñidas sin embargo por un pantalón negro pegado al cuerpo y que, descendiendo entubados, desembocaban en unas bailarinas también negras pero llenas de dibujos forjados con diminutas tachuelas brillantes.
Nada colgaba de su cuello. Ningún collar, ningún extraño abalorio. Tenía unos pendientes en forma de argolla que, a pesar de ser grandes, solo asomaban ocasionalmente, como lémures que muestran su hocico a la puerta de la madriguera: su abundante cabello impedía el libre movimiento pendular de las argollas. ¿Por qué registramos todos estos detalles? Enseguida queremos encontrar en la otra persona la constatación de lo que nos gusta, aunque, a menudo, sean proyecciones de nuestras propias manías. Yo por ejemplo me puse nervioso solo cuando me percaté de uno de esos detalles que sin embargo son tan poderosos que nos gobiernan los ojos: el tejido blanco de la blusa de Melany no era transparente, ni mucho menos, pero tampoco era tan grueso como para no dejar traslucir un apunte del sujetador, casi un pálpito de la carne superior del pecho, del pecho cuando asoma hacia arriba apretado, con ligero pero estupendo arqueo. Ese simple detalle y ya mis ojos conquistados por el imán, pero, al mismo tiempo, librando esa batalla campal que los obligara a encerrarse en los ojos de Melany y no en su escote. ¿Acaso tienen vida propia estos ojos rebeldes? Era importante para mí que ella no apreciara ese forcejeo, aunque, acaso, ella misma, a la hora de vestirse, se hubiera decantado por aquella prenda justamente por esa razón. A nadie haría daño un poco de insinuación escrupulosa pero suficiente. Pero la verdad es que miré varias veces. Estoy seguro. Me gustaba imaginar el dibujo rotundo de sus senos, atrapados en la copa del sostén, pero al mismo tiempo abombándose para reclamar su protagonismo. Aunque Melany se había maquillado ligeramente para la ocasión, resultaba clara su disposición a la sencillez. Nada de colores