Ave Fénix rumbo a Wall Street. Yolanda Veguilla Dávalos

Ave Fénix rumbo a Wall Street - Yolanda Veguilla Dávalos


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como desde pequeña actué como madre protectora de mis dos hermanos, a los que intentaba cuidar y ayudar. Siempre en adelante sería así, hasta mi edad adulta. Recuerdo que cuando contaba con ocho años de edad acababa de nacer mi tercer hermano, Juanmi. Disfrutaba ayudando a mi madre, cambiando pañales y preparando papillas y biberones. Por este tercer hermano sentía un cariño especial y diferente al del resto porque, al involucrarme más en las tareas propias de su alimentación, palpaba por primera vez el instinto maternal. Al volver del colegio siempre estaba dispuesta con gusto a darle de comer sus primeras papillas de crema de arroz o frutas. Ya era consciente de lo mucho que mi madre me necesitaba para atender a mis hermanos y siempre estaba pendiente y vigilando a este último, que era demasiado travieso e insensible al peligro. En más de una ocasión tuve que arrebatarle de las manos una botella de lejía o cualquier otro producto tóxico, dispuesto a bebérsela. Era muy revoltoso, un diablillo que no saciaba sus ansias por jugar. Su inquietud conseguía fatigar a mi madre hasta la extenuación. Mi juicio me advertía de lo mucho que me necesitaba y me afanaba por ayudarla en todo tipo de tareas, que emprendía con agrado.

      Vivía en una sociedad machista. Mi madre pronto descubrió mi diligencia en el desempeño de las tareas de casa, el orden y la limpieza en cualquier labor que me propusiese, por lo que cada vez me exigía más colaboración en los quehaceres domésticos, que yo aceptaba de buen grado mientras mis hermanos jugaban.

      Los fines de semana o en periodos de vacaciones me sentía obligada a reforzar mi ayuda en casa, aun siendo consciente de la desigualdad evidente entre las labores que yo desempeñaba frente a las de mis hermanos varones, que eran nulas. Mi padre nunca hubiese aceptado que cualquiera de mis hermanos varones cooperara en las labores del hogar. No estaba bien visto, no fuera a ser que los tacharan de homosexuales. Las niñas estaban obligadas a auxiliar a sus mamás, mientras que los niños jugaban al fútbol o se sentaban con sus padres a ver los partidos de los domingos.

      Tal era la diferencia entre géneros que incluso en los colegios a las niñas se nos enseñaba a bordar, corte y confección, coser pespuntes, botones y dobladillos, mientras que los niños jugaban al fútbol entre ellos o practicaban cualquier otro deporte.

      Actualmente, cuando doy marcha atrás a mi memoria y me concentro hasta conseguir adentrarme en la mente de la niña que fui, me identifico como una cría débil y asustada pero inconformista, a la que le costaba alzar con su voz sus propios deseos y pensamientos; siempre muda porque así lo exigía aquella sociedad. Niña y mujer callada y sumisa, pero rebosante de pensamientos transgresores.

      En mi familia, como era habitual en todas las familias españolas de la época, el sustento familiar corría a cargo de mi padre. Era trabajador de Telefónica. Cobraba un buen salario, pero no era suficiente para la manutención de una familia numerosa, así que por las noches trabajaba o con un taxi o repartiendo chocolate de la fábrica de chocolate de Sevilla. La presión y el estrés por el exceso de trabajo y las pocas horas de sueño se apoderaban de su poca paciencia y en bastantes ocasiones estallaba gritando. Incluso recuerdo el volar de platos en la cocina, colisionando contra los azulejos blancos de la pared y rompiéndose en mil pedazos.

      1969-1974

      Mi padre desde siempre fue bastante exigente y autoritario. Nació en el año 1940, en plena posguerra española, y en más de una ocasión le oí decir que él recordaba una infancia de hambre y miseria. En algún momento comentó algo así como que sus vecinos, amigos y compañeros pasaban mucha hambre; pero que él, gracias a su padre, que era panadero, tenía el hambre saciada a base de pan con manteca, ya que las cartillas de racionamiento no alcanzaban a cubrir las necesidades básicas alimenticias. Su alimentación durante su infancia fue muy desequilibrada porque, aparte de pan con manteca, poco más había que llevarse a la boca.

      Mi relación con mi padre nunca fue buena. Me imponía demasiado y no era necesario ni que abriera la boca para reñirme, porque solo bastaba su fija mirada para hacerme sentir culpable sin sentencia firme. Su mirada penetrante me increpaba en un silencio sordo y se infiltraba tan dentro de mí como los rayos X de un radiógrafo. Sus ojos se clavaban dentro de mí y conseguían que el miedo me recorriera todo el cuerpo, inmovilizándome. Intentaba no cruzarme con él porque sentía pánico y no sabía qué próxima ocurrencia estrambótica estaría tramando dentro de su cabeza para martirizarnos a mi hermano y a mí hasta conseguir nuestro total doblegamiento y sumisión.

      A veces pienso que él nunca fue consciente de la magnitud del daño interior que nos causó. No quiero pensar que fuera intencionado, sino más bien fruto de la educación que recibió por tanto sufrimiento, hambre y miseria soportados.

      Cuando nació mi hermano Agustín, en 1969, mi padre se colmó de felicidad. Ya tenía a su hijo varón y, a partir de ese momento, su misión era educarlo para convertirlo en el mejor hijo y más educado a los ojos de todos.

      No me gusta recordar aquella época. Siento un dolor agonizante que me hace encogerme y liarme como un ovillo de lana, porque algunas vivencias fueron tan dolorosas que se quedaron grabadas en mi mente, marcándome como persona para torturarme de por vida.

      Los días pasaban. Mi hermano y yo jugábamos mucho juntos y siempre estábamos bromeando. Pasábamos horas entretenidos los dos solos en juegos de tablero como la oca o las damas. Existía entre ambos una complicidad tal que incluso acertábamos a adivinar cuál sería la próxima trastada o travesura del otro. Si mi padre no estaba en casa, aprovechábamos para sacar de quicio a mi madre y reírnos un poco. Mi madre nos reñía y corría tras nosotros con la zapatilla en la mano para alcanzarnos y azotarnos en el trasero tras cualquier fechoría.

      Comentando con mi hermano Agustín sobre las chanzas de nuestra niñez para la escritura de este libro, me sigue recordando como a una segunda madre, siempre pendiente de él y consolándolo cuando lo necesitaba aunque tan solo nos separe año y medio de edad, porque siempre estuve ahí, explicándole cómo debía comportarse para que nuestra madre no se alterara y perdiera la compostura. Al igual que yo, siempre temió a mi padre, pero con mi madre la relación era diferente. Con ella nos atrevíamos a mostrarnos como los niños que éramos sin ningún temor.

      A pesar del dolor de algunos recuerdos, hay otros que dibujan una sonrisa en mi cara y me alegran, como cada vez que mi madre guisaba lentejas para almorzar. Mi hermano odiaba las lentejas y siempre tejía un plan para no comérselas. Nos sentábamos los tres a la mesa —mi hermano Agustín, mi hermana Cristina y yo— y nos disponíamos a comer mientras mi madre fregaba o trasteaba con cualquier otra tarea, esperando a que mi padre llegara de trabajar para comer con él. Mi hermano me miraba y hacía ademán de volcar el plato y tirarse las lentejas por encima. Yo, intuyendo sus osadas intenciones, me echaba a reír sin poder parar hasta que se me quedaba el cuerpo flojo de tanta risa. Cuando mi madre se percataba de la situación ya era demasiado tarde y las lentejas andaban esparcidas, manchando el suelo y el uniforme del colegio de mi hermano.

      Mi hermano conseguía su cometido de no comer lentejas, pero mi madre lo castigaba sin comer nada más y así, en muchísimas ocasiones, cuando ella no estaba presente atacaba al frigorífico, engullendo todo lo que encontraba a su paso, mezclando en su estómago pepinos con chocolate, chorizo, queso y todo aderezado con vinagre, que le encantaba y se empinaba la botella como si de agua se tratara. Aquellas mezclas de alimentos siempre acababan en cólicos de estómago que, en parte, todos sufríamos porque se agenciaba para él solo el único cuarto de baño del que disponíamos en casa.

      Mi madre se enfadaba y cuando mi padre llegaba de trabajar se lo contaba. Mi padre se enfurecía y en alguna ocasión desenfundó su cinturón de las trabillas de su pantalón y lo utilizó a modo de correa para atizar a mi hermano en el culete. Mi hermano gritaba y lloraba mucho y yo con él, porque me dolía aún más que a él que le hubiera azotado y lo abrazaba con todas mis fuerzas para aliviarlo y serenarlo.

      Hay recuerdos escabrosos flotando por mi mente, que me hacen fruncir el ceño y me amargan el alma. He intentado olvidarlos y borrarlos de mi memoria, pero no he podido. En ocasiones he llegado a pensar que fueran fruto de mi imaginación, que estaba loca y me los había inventado porque quizás fuera menos doloroso que recordarlos como en realidad sucedieron. Mi retentiva evoca imágenes que


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