Ave Fénix rumbo a Wall Street. Yolanda Veguilla Dávalos
algún electrodoméstico, tales como rollos de cable, cinta aislante, amasijos de estaño, transformadores eléctricos, timbres y bobinas de ignición. A veces, a modo de chanza, nos sorprendía tanto a mi hermano como a mí y nos hacía tocar con un dedo aquellos transformadores o bobinas cargados de corriente eléctrica y nos producía calambres. Mi hermano y yo saltábamos del susto y él se reía porque había conseguido que picáramos en su trampa. Él se lo tomaba a broma, pero mi hermano y yo nos mirábamos y no llegábamos a comprender la finalidad de aquella guasa, con la que él tanto disfrutaba y se reía y que a nosotros nos asustaba tanto. Eran sentimientos muy diferentes los que sentíamos mi hermano y yo del que sentía mi padre. Me sigue martilleando estrepitosa y continuamente en la cabeza, una y otra vez, la risa de mi padre mientras mi hermano y yo sentíamos el calambre atravesarnos.
A día de hoy una actuación así por parte de un padre sería algo impensable, pero en aquella época no era algo tan increíble o inimaginable.
En el colegio, mi hermano Agustín era un superdotado. Sobresalientes y matrículas de honor por doquier inundaban su expediente académico. Se esforzaba muchísimo por no defraudar a mi padre y seguir estando a su altura. Tal era su obsesión que comenzó a sufrir de un tic nervioso, que le hacía parpadear incesantemente el ojo derecho por la propia presión que se autoimponía.
Yo, sin embargo, era más lista. O quizás debería decir más astuta. Nunca me gustó esforzarme más de lo justo y necesario, así que gastaba poco tiempo en estudiar y hacer los deberes de clase, aunque quizás dedicara más tiempo del habitual a leer libros. Leía historias; me encantaba imaginarme como la protagonista de los libros que pasaban por mis manos sin cesar.
Aún recuerdo el día que mi padre compró la enciclopedia ilustrada Salvat, con sus lomos en piel. Pasaba horas leyendo de todo, hasta que las palabras se me atropellaban y me nublaban la vista, por lo que tenía que parar a descansar, muy a disgusto.
Ummm. Se me acaba de venir a la memoria un recuerdo flash que describe a la perfección a la niña que fui, para que así podáis haceros una mejor idea, y que aún a día de hoy me hace esbozar una sonrisa inocente.
Era una mañana de primavera. Ya comenzaba a hacer calor en Sevilla y el ambiente se perfumaba con el azahar de sus naranjos en flor. Yo contaba con seis años de edad y a mi maestra, doña Pepita, aquel día no le bastó con ojear de un vistazo mi cuaderno para ver si había terminado todos los deberes de gramática y matemáticas, como solía hacer. En esta ocasión los repasó a conciencia y así descubrió cómo, aparentemente, las cuentas estaban hechas porque no faltaban números, pero aquellas cifras habían sido escritas sin ton ni son y sin hacer cálculos. Así que, como se suele decir, me pillaron in fraganti y, como respuesta a mi atrevido y vivaz comportamiento, doña Pepita me reprendió sin consuelo delante de todos mis compañeros de clase.
Ella, con ojos iracundos y su habitual cojera, se dirigió con paso acelerado a su mesa, se apoyó un momento antes de separar su silla y la colocó en medio de la clase, mostrando la fatiga en su rostro, debida al dolor de su pierna. Se sentó con dificultad, frunciendo el ceño como muestra del calvario por tanto sufrimiento, y con un atisbo de sarcasmo me nombró en voz alta. Acudí a su petición y me ordenó que me colocara boca abajo en su regazo, sobre sus piernas. No dudé, consciente de la tortura de los acontecimientos venideros. Cerré los ojos y me entregué al cumplimiento de mi martirio. En aquella postura se dispuso a levantar sin ningún recato mi falda tableada gris de uniforme a la altura de mi cintura y con una regla de unos dos centímetros de grosor me golpeó en el trasero. Sinceramente, no me dolió, pero sentí una vergüenza enorme e indescriptible porque todos los niños de la clase vieron mis braguitas blancas de algodón y se rieron de mí con tales carcajadas que me atravesaron por la mitad y me dejaron marcada. Tal fue el bochorno que sentí que lo escondí en lo más profundo de mi corazón y jamás nunca se lo conté a mi madre.
En ese mismo momento decidí encapsularme en mi burbuja como un pez en su pecera y no atender al mundo más de lo estrictamente necesario.
En nuestros días una acción como esa por parte de un profesor hacia un alumno sería impensable e incluso podría costarle la libertad, pero en la década de los 70 era un hecho habitual que los profesores «corrigieran» a los alumnos con golpes de regla, bofetadas, capones y toda clase de humillaciones.
Estos desprecios vejatorios iban calando hondo, echando raíces en mi personalidad, moldeándome como a una escultura de arcilla fracturada por el excesivo calor de un horno defectuoso. Tan solo me sentía protegida mientras cuidaba de mis hermanos. Sufría por ellos, estaba siempre atenta y pendiente de ellos como si fueran mis propios hijos. Mis padres se olvidaron en parte de mi infancia. No los culpo por ello porque sé que sus errores fueron producto de su excesiva juventud e inconsciencia, aunque reconozco que no puedo olvidar esos recuerdos que pesan sobre mi cabeza, en los que me reclamaban incluso el día de Reyes, al descubrir de madrugada que no estaba dormida, y aprovechaban para que les ayudara a colocar cuidadosamente los juguetes de todos mis hermanos, que dormían.
Me empeño en ignorar toda reminiscencia de mi doloroso pasado. Cuando algún demonio llama a mi memoria para recordármelo pruebo a cerrar los ojos, respirar hondo durante un momento y evocar el olor salino del mar o de la frescura de la yerba recién cortada para alejar a los fantasmas. Esos espectros no se marchan y esperan pacientes cualquier tropiezo para volver a intentar adentrarse en mi mente, desenmascarando todos esos recuerdos desagradables que me vuelven a dejar al descubierto, desnuda y sin protección ante un mundo que me mira, me observa y me da miedo. Salgo corriendo con la esperanza de escapar de ellos y vuelvo a concentrarme en un campo llano y verde plagado de amapolas rojas, con un precioso sol de fondo, pero que se nubla de repente, dejando hueco a ese espíritu que me muestra la imagen de cómo una noche de Reyes, con siete u ocho años escasos, me afanaba por apilar ordenadamente los juguetes de cada uno de mis hermanos en bloque. Disfrutaba y me hacía feliz cooperar en dicha tarea junto con mis padres. Cuando terminaba los contemplaba como a una obra de arte. En una de esas noches de Reyes, fantástica y maravillosa para otros niños, para mi padre no fue suficiente el negarme la magia y el misterio de la infancia, sino que además se atrevió a comentarle a mi madre: «Mírala, embobada mirando los juguetes de sus hermanos. Los está contando, a ver quién tiene más». Aquella crítica me quebró el alma literalmente. Fueron puñaladas intencionadas y envenenadas que me esforcé en perdonar, pero que nunca podré olvidar. Me pasé el resto de la noche llorando, acurrucada en mi cama, y lo guardo en lo más profundo de mi corazón como uno más de la pila de golpes no físicos recibidos por parte de mi padre. Todos regalados, todos llorados, todos perdonados, pero no olvidados ni contados hasta ahora.
Así transcurrió mi niñez, atendiendo a mis hermanos y ayudando a mi madre en las tareas de casa mientras se iba edificando alrededor de mi cuerpo una coraza bien cimentada, indestructible e impenetrable al dolor y al sufrimiento.
1975
El 10 de mayo de 1975 hice la primera comunión junto con mi hermano Agustín, rodeada de todos los compañeros de mi curso en la escuela, sin mucho convencimiento porque no entendía muy bien su celebración. Se consideraba un acto tradicional, como el bautismo, y con esa edad no tenías capacidad suficiente para decidir sobre el consentimiento de tal ritual. Como acto previo a la comunión se nos exigía confesar nuestros pecados. Teníamos que contarle a un cura qué actos habíamos cometido de los que la Iglesia consideraba pecado para que nos absolviera. En primer lugar, ya me costó de por sí tener que buscar en mi diario alguna travesura endiablada, que no encontré porque siempre fui una chiquilla bastante obediente y sumisa, así que me la tuve que inventar para poder comulgar. Imagino que al resto de chiquillos les ocurriría lo mismo porque, a ver: ¿qué pecados ha cometido un crío a los siete u ocho años de edad? Mi mayor vileza fue tener que inventarme una mentira con pecado incluido para tener algo que contar al clérigo y poderme confesar. Me sentí mal porque me forcé a mentir para proseguir con la ceremonia. No comprendía por qué algunas personas incluso disfrutaban contándole al señor cura sus culpas, perversidades, deslices o flaquezas y se sentían eximidas de culpa tras la absolución del sacerdote. Ellos descargaban sus maldades contándoselas al párroco y tras la exculpación se sentían liberados. Más tarde comprendí