Ave Fénix rumbo a Wall Street. Yolanda Veguilla Dávalos
identificar aquellos dibujos, pero pronto deduje que eran gráficos bursátiles. Antes no existía lo que hoy conocemos como gráficos a tiempo real y habitualmente se operaba en acciones utilizando gráficos a final de sesión. Sobre esos gráficos se pintaban las pertinentes rayitas marcando soportes, resistencias y directrices y así aparecía un mapa con el supuesto futuro movimiento que podría producirse si se cumplían determinadas circunstancias, tanto para corto, medio o largo plazo.
Mi profesor no me enseñó nada de bolsa, pero aquellos gráficos hicieron que despertara mi curiosidad al respecto. Aquel fue mi primer contacto con el mundo bursátil.
Existía entre nosotros una atracción mutua. Ambos lo sabíamos. Él era soltero y al parecer le atraían las chicas jóvenes. Me gustaba porque me hacía sentirme importante. Se había fijado en mí (una chica de diecinueve años) un profesor de treinta y pocos. ¡¡¡Guau!!!
Al terminar sus clases inventaba cualquier excusa para entablar una conversación conmigo a solas y preguntarme si tenía alguna duda sobre el tema explicado.
Cuando nos cruzábamos por los pasillos, entre clase y clase, me miraba de reojo y se fijaba en la gente que me rodeaba y acompañaba. En más de una ocasión alguna que otra compañera se percató de su poco disimulo y me comentó su tremendo descaro.
Yo me sentía halagada, a la vez que renegaba de albergar esperanzas en una relación que yo misma rechazaba por miedo a un futuro desconocido y a la diferencia de edad.
Al terminar mis estudios fui a recoger mi expediente para adjuntarlo a mi curriculum vitae y allí estaba él. Se me acercó y me invitó a dar una vuelta y tomar una copa. Ya no era alumna y, por tanto, nadie tendría nada que reprocharle por mantener una relación con una exalumna. Reconozco, ciertamente, que a mí me atraía muchísimo; incluso me temblaban la voz y las rodillas cuando se me acercaba, pero por miedo no accedí a disfrutar de aquella copa a la que me invitó, ya que por aquel entonces yo ya tenía novio y siempre fui demasiado fiel en mis relaciones. Por segunda vez en mi vida me negué a vivir un amor que deseaba, pero al que temía enfrentarme.
Muy pronto llegó el dulce sabor de mi independencia económica y así fue como, con diecinueve años, entré a formar parte del mercado laboral. Me contrataron como contable en una empresa de transporte internacional de mercancías frigoríficas a jornada completa, de ocho de la mañana a tres de la tarde, y por las tardes trabajaba como gestora en una asesoría laboral, contable y fiscal.
Era feliz, económicamente independiente y por primera vez en toda mi vida me sentía capaz de desafiar al mundo. Mis pocas amistades me envidiaban porque ahora era yo la que tenía dinero y podía hacer lo que me viniera en gana sin tener que dar explicaciones a nadie. Era una mujer independiente, con las ideas muy claras, ambiciosa, inconformista, con mucho carácter y consciente de que sin lucha ni trabajo nunca conseguiría mis objetivos.
Como ya he dicho antes, tenía novio. Lo conocí mientras estudiaba; era un compañero. Raúl, que así se llama, fue mi primera relación formal. Nos conocimos. Me llamaba la atención aquel chico moreno con apariencia elegante, de aspecto italiano, que me miraba de reojo en clase y se avergonzaba al ser descubierto. Una tarde me invitó a salir a solas y paseamos por Sevilla, por el parque de María Luisa, y ahí comenzó nuestra relación.
Era hijo de una familia modesta, humilde y sencilla. Tenía una hermana y estaba muy unido a ella. Había una diferencia de edad entre ambos de apenas dos años y me molestaba que en nuestras citas cada vez fuera más frecuente la presencia de su hermana y que él no se percatara del daño que estaba causando a nuestra relación, que cada vez se tornaba más fría y distante.
Nos fuimos distanciando y así fui conociendo a gente más afín a mis intereses. Ya estaba trabajando y no dependía de nadie económicamente e incluso me estaba planteando seriamente emanciparme.
Fue por entonces cuando decidí apuntarme como participante en un grupo de teatro y pasaba más tiempo trabajando, ofreciendo funciones en colegios y parques al aire libre, que con Raúl.
El teatro fue una de las causas del principio del fin de nuestra relación. Él me mostró su cara más amarga: dentro de su cabeza anidaron unos celos enfermizos y le enfurecía que acudiera a mis ensayos con mis compañeros de teatro.
Yo seguía creciendo en todos los sentidos. Tenía un buen trabajo y me compré mi primer coche (un Ford Fiesta rojo).
Solía quedar los fines de semana con mis nuevos conocidos del teatro. Me apetecía más su compañía que la de Raúl y comencé a entablar amistad con un chico de Sanlúcar de Barrameda, camarada de uno de mis compañeros del grupo de teatro, que me hacía bastante tilín. Era estudiante de Derecho, moreno y con el pelo negro y rizado. Me hacían gracia los hoyuelos que se le formaban en los mofletes al reírse. Solía venir todos los fines de semana a casa de su amigo. Un viernes habíamos quedado todos juntos a cenar en un restaurante de la calle Real de Dos Hermanas. Aquel chico me gustaba y tenía una necesidad urgente de sentirme bien con mi imagen personal. Me miré al espejo, solté mi pelo negro y me vestí con tacones, una minifalda y una camiseta estrecha, con la que se marcaban demasiado las curvas de mi cuerpo. Me sentía a gusto y una magnífica sonrisa se dibujaba en mis labios y a mi paso se iba perfilando una estela de alegría. Tenía mi coche en el taller porque estaba averiado y tuve que desplazarme a pie. Salí a la calle rumbo al restaurante. Fue una velada espléndida, aunque el chico para el que me había acicalado no se presentó porque estaba bastante atareado estudiando para sus exámenes y le fue imposible desplazarse hasta Dos Hermanas. Al terminar de cenar me despedí de todos y me dispuse a volver a casa caminando. No había más de veinte minutos andando entre el centro del municipio y mi casa, pero eran pasadas las doce de la noche y las calles que se iban apartando del centro del pueblo estaban vacías, desiertas, parecían abandonadas. Decidí atravesar el puente de la Moneda por el paso peatonal, por arriba. Las farolas estaban encendidas, con lo que podía ver y me sentía más segura. A mitad del puente un vehículo se paró a mi vera y me fue siguiendo despacio, a mi paso. De pronto desapareció la sonrisa de mi rostro, que me había estado acompañando hasta ese momento. No me atrevía a mirar. Tenía miedo, estaba aterrada, pero no quería demostrarlo. Aquel tipo comenzó a decir barbaridades groseras, con palabras huecas que yo no quería escuchar, con sus chiflidos insolentes. Era uno de esos típicos personajes que se creen con el derecho de acosar a una mujer por su forma de vestir o caminar. Tuvo la osadía de sacar su brazo izquierdo, intentando agarrarme para obligarme a montarme en su coche. Me aparté con fuerza y le pedí por favor que me dejara tranquila y me respetara. Aceleró su coche y paró al final del puente. Se bajó del coche y me asusté al ver brillar con la luz de las farolas el filo plateado de una navaja en su mano derecha. No lo dudé: me descalcé y comencé a correr descalza y furiosamente en sentido contrario, desandando lo andado hasta darme de bruces con un chico, que al verme tan sofocada se sorprendió. No podía articular palabra alguna por el susto. Me agarró por los hombros, intentando que me tranquilizara. Me miraba paciente, esperando a que le contara lo sucedido una vez que la opresión en mi pecho y el ahogo fueron aliviándose. Le expliqué la causa de mi desasosiego y acaloramiento y me sentí abochornada mientras se lo contaba porque se notaba que le estaba pidiendo a gritos, sin palabras, que no se separara de mí y me acompañara hasta la puerta de mi casa; porque sentía tanto miedo que no soportaría que se apartara de mí, aun sin conocerlo absolutamente de nada. Aquel chico desconocido intentó tranquilizarme y consolarme. Le pedí por favor que me agarrara del brazo porque así me sentía protegida y él accedió amablemente. Al llegar a la altura del puente donde se produjo el maldito incidente ya no había rastro ni del coche ni de aquel tipo y me sentí enormemente aliviada. Gracias a la bondad de aquel chico es posible que hoy esté contando esta historia. Nunca más supe de él y rebobinando en el interior de mi cabeza ahora recuerdo que me sentía tan turbada que ni siquiera le pregunté su nombre, de lo que me arrepentiré siempre porque sé que hubiera tenido un hueco en la historia de mi vida como el mejor de mis leales amigos.
Aquel suceso me hizo replantearme una serie de cuestiones. Incluso llegué a sentirme culpable por creer ser la causante de la excitación de aquel tipo por mi manera de vestir, llegando a acosarme por ello.
Me costó un tiempo asimilar lo sucedido. Me despertaba de noche con pesadillas,