El accidente. Adolfo Pascual Mendoza
de todo lo relativo al accidente.
Unos golpes en la puerta me sacaron del shock. Mi corazón había tomado vida propia y pretendía salirse de mi pecho.
—Hola, soy Pilar. Si me acompaña, por favor.
Fui incapaz de reaccionar, quería levantarme de la silla, pero mis piernas se negaban a obedecerme, mi cerebro estaba en blanco y apenas era capaz de atender a orden alguna. En ese momento no existía.
Unas manos acariciándome los hombros y tirando de un brazo hacia arriba me hicieron reaccionar.
—Venga, acompáñame. ¿Cómo te llamas?
—Ricardo, —contesté de forma automática—. Richard, para todo el mundo.
—Bien, Richard, dime. ¿Raúl es pariente tuyo?
—No, es mi amigo, mi amigo de infancia, es mi hermano.
—Comprendo, lazos fuertes. Una ha visto tanto que sabe diferenciar, y a veces los lazos de sangre no tienen la más mínima importancia, y otras, una amistad como esta…
Y dejó la conversación colgada, como ensimismada en sus propios pensamientos.
Habíamos llegado a un despacho, algo más amplio y acogedor que el del doctor en la sala de información. Alguna foto encima de la mesa, sus hijos, pensé, una planta sobre el poyete de la ventana, creaban un clima cálido. Una luz fuerte del exterior, a pesar del día de nubes y llovizna, inundaba la habitación.
Esperó a que estuviera sentado en la silla de este lado de la mesa. Ella se acomodó de manera casi parsimoniosa, activó la pantalla del ordenador y esperó unos segundos antes de comenzar.
—Richard, me ha dicho el doctor Villa que conoces al acompañante de Raúl.
—Sí, iban en un Ford Mondeo de color negro. Es el de Pedro Pérez, su pareja.
—Sí, según consta en la copia del atestado de la DGT, es un Mondeo negro, matrícula CPY. Sí, llevaría en el espejo retrovisor unos estandartes de la Virgen del Rocío.
—No me consta.
—¿Podrías aportarnos algún dato de Pedro? Algún teléfono de sus familiares.
—Bueno, solo tengo el móvil de una de sus hermanas.
—Si eres tan amable, dánoslo para ponernos en contacto con ella.
Sin ser consciente de ello, casi de una manera automática, había marcado el teléfono.
Solo me di cuenta al oír cómo se iba marcando el número. La voz de Lucía sonó al otro lado.
—Richard, ¡qué sorpresa!
Tardé unos segundos en reaccionar.
—Richard. ¿Pasa algo?
—Sí, Lucía, espera. Te paso con alguien.
Como una hora después, Lucía y yo nos fundimos en un abrazo en la puerta de las malditas urgencias del hospital. Seguía lloviendo, y el estrépito de las sirenas y el trasiego de unos y otros rompieron la intimidad del abrazo, nuestras lágrimas compartidas.
Minutos atrás, cuando pasé el teléfono a Pilar, la psicóloga, me enteré de los detalles del trágico accidente, de las horas que llevó sacar los cuerpos del amasijo de chatarra, del barranco donde había ido a parar cerca de la urbanización donde viven, de cómo Raúl había quedado tan mal parado y de que Pedro, desgraciadamente, había fallecido.
Compartimos una tranquilizadora infusión, que nos calmó el ánimo, y acompañamos a un funcionario para reconocer el cadáver.
Solo vimos su cara, hinchada, en el comienzo de la deformación. El resto del cuerpo, nos aconsejaron, era mejor no verlo. Después me comentaron que solo eran pedazos unidos en una argamasa.
También me dijeron que, gracias a la lluvia, no se había incendiado. Si no, Raúl también estaría muerto.
Las semanas siguientes se me pasaron sin ser consciente del tiempo. Solicité mis vacaciones y esas seis semanas, reservadas para ese fantástico viaje por Turquía y Jordania, las utilicé para acompañarlos. Primero a Pedro, en su sepelio. En estos días, entre Lucía y yo nacía una nueva amistad. Pasamos de ser conocidos, unidos por el vínculo de Raúl y Pedro, a ser AMIGOS. Sí, amigos con mayúsculas, amigos de esos que nacen del sufrimiento, del dolor, de los peores momentos.
Después, cuando los primeros atisbos de esperanza indicaban que Raúl podría salir del coma, lo acompañé, en esos minutos que me dejaban cada dos horas, para hablarle y contarle la verdad, susurrarle que aquí me tenía, decirle lo mucho que le quería y lo mucho que echaríamos de menos a Pedro, pero que juntos los superaríamos.
El 9 de octubre, 13 días después de accidente, en una de estas charlas de corazón a corazón, con mis manos cogiéndole su mano derecha y las lágrimas resbalando por mis mejillas y nublándome la vista, Raúl abrió los ojos.
Los días transcurrían despacio en la soledad del hospital, salpicados por alguna visita de Lucía. Los otros hermanos de Pedro, después del sepelio, solo se interesaron por los bienes que dejaba, para reclamar lo suyo. Afortunadamente para Raúl, lo habían dejado todo bien atado, todo en regla. Nada más leer el testamento, como la niebla matutina de las mañanas de abril, Julio y Teresa desaparecieron. Lucía, sin embargo, no cejó en las visitas constantes al hospital, en las que alguna vez pasaba a verlo a la UCI, y en otras simplemente se tomaba un café conmigo y charlábamos un rato.
La primera planta del hospital llegó a no tener secretos para nosotros. El pasillo principal, ese pasillo cuyo recorrido suponía cientos de metros, lo atravesábamos una y otra vez en nuestras charlas. A veces me ayudaba simplemente acompañándome en silencio; otras, con una conversación amena y entretenida. No había tema tabú, no había censura previa en nada, de todo hablábamos, hasta el punto de casi no tener secretos el uno para el otro.
—Richard —me dijo aquella tarde fría de finales de noviembre—, todos pensamos que eres gay, ya que te conocemos a través de Raúl y Pedro —el nombre de Pedro afloro a su garganta como un mosquito inoportuno que se hubiera colado más allá de las amígdalas.
—¿Gay? ¿Por qué?
—No sé, no hemos conocido a ninguna pareja tuya y tal vez por eso pensábamos que igual eras de esos que no salen del armario.
—Jajaja —me salió espontáneamente una sonora carcajada—. No sé muy bien lo que soy, eso es cierto. A veces yo mismo lo dudo. A veces pienso que el amor no existe o que al menos está vetado para mí; otras, que aún no me he cruzado con la persona adecuada, o que quizá es el miedo lo que no me permite encontrarla. A veces pienso que el tiempo me la traerá. Lo que sí creo es que, antes de que esa persona llegue, debo saber cómo tiene que ser, hombre o mujer.
—Pero… ¿no me digas que no has tenido relaciones, que eres virgen?
—Bueno, espero que me guardes el secreto. Sí, lo soy, en el más amplio sentido de la palabra. Ni conozco el amor de verdad, el del corazón, ni tan siquiera el sexual, el más carnal.
—No me lo puedo creer —me decía Lucía, mientras me miraba con la más absoluta cara de incredulidad—. En pleno siglo XXI, un tío cercano a los cuarenta y ¡virgen! Te oigo y, si no te conociera como te estoy conociendo en las últimas semanas, diría que es mentira.
—Ya ves. Timidez, comodidad, vergüenza, no sé. La verdad, si algún día se presenta la oportunidad, igual salgo corriendo, o hago el ridículo más espantoso.
Aquella misma semana dejé de ser virgen. No sé cómo fue, ni tan siquiera me enteré de cómo llegué a aquella cama. Solo recuerdo la sensación de plenitud, y la charla de después, aún metidos en la cama Lucía y yo.
De aquella tarde tengo tres recuerdos imborrables que permanecen en mi retina. El primero, mi despertar al sexo, al sexo pleno, al sexo compartido, casi cuarenta años después de venir al mundo, que fue como un regalo inesperado.
El