El accidente. Adolfo Pascual Mendoza

El accidente - Adolfo Pascual Mendoza


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consejo, viniendo además de una mujer, viniendo de mi amiga, pero en el futuro lo iba a comprender, como tantas otras cosas con las que Lucía me obsequiaba.

      —¿Sabes? —me dijo con rotundidad y mirándome a los ojos, y este es el tercer recuerdo que tengo de esa tarde—, me alegro de que Raúl y Pedro hubieran tenido tan claras las cosas a la hora de redactar el testamento. Sobre todo me alegro por Raúl, por que los buitres de mis…

      —Sí, ya me imagino que habrán tratado de rapiñar algo, a ver si podían sacar tajada, pero ellos desde el principio lo tuvieron muy claro y, a pesar de que no les ha dado tiempo a casarse, los temas legales los tenían bien cerrados, y salvo que Raúl… —mis labios se negaron a terminar la frase, ya no me cabía en el pensamiento un desenlace trágico—. Bueno, salvo que en el futuro Raúl tenga algún percance, todo está atado y bien atado.

      Alguna que otra tarde, mi hermana Ana me hacía compañía; otras, venían juntas.

      María era más de interesarse por teléfono. Me acompaño en el funeral también y, en una ocasión, un sábado por la tarde, vino acompañando a Ana.

      Para mí era suficiente. Son mi familia, las quiero y las respeto, y ellas también quieren mucho a Raúl, pero saben que parte del cariño que les corresponde por sangre se lo entregué a él hace muchos años.

      —Oye —me soltó Lucía la tarde antes de que a Raúl le trasladaran a Toledo—, ¿no será que estás enamorado de Raúl?

      Fue la nota alegre de la tarde. Después, con el paso del tiempo, lo he comprendido. Un amor entre hombres, un amor fraternal como el de Raúl y el mío, es difícil de entender.

      —¿Cómo? Raúl es mi hermano, mi protector, mi hermano mayor, aunque solo sea unas semanas más viejo que yo.

      —¿Tu protector?

      —Bueno, hasta ahora así lo ha sido. Pero esto me ha hecho madurar, alcanzar la madurez. A partir de ahora, igual me toca a mí protegerle a él.

      Efectivamente, tuve que coger la tutela legal de sus cosas. Aunque había salido del coma, su mejoría era lenta, casi inexistente. Los primos habían puesto en la balanza lo que podían sacar del asunto y el tiempo que les llevaría y habían renunciado a ello. Hablaron conmigo y, tras su discurso, vacío de contenido, opté por cuidarlo y protegerlo yo.

      Mañana nos vamos a Toledo. Me han dicho que allí empezará una lenta rehabilitación, lenta y dolorosa, pero que le permitirá recuperar algo de fuerza en las piernas y, sobre todo, podrá potenciar la masa muscular de sus brazos, que será su arma de defensa en el futuro.

      El accidente le había partido la médula, y se había quedado paralítico de cintura para abajo. El resto de las patologías las había superado.

      Los pulmones habían recuperado su potencial, las costillas rotas se habían curado, el corazón se había recuperado y la analítica, después de muchos meses, daba prácticamente normal, dejando atrás la fortísima anemia por la pérdida de tanta sangre.

      Ahora toca la etapa final, me dijeron los médicos.

      Cuando hablé con Raúl y se lo comenté, se dio la vuelta en la cama y, ocultándome su rostro, lloró, lloró solo, en silencio.

      Antes del traslado a Toledo, al despertar, me dijo lacónicamente:

      —La etapa final. ¡Y solo! ¡Sin Pedro! ¿Para qué?... Este cuerpo, tullido y diezmado, solo me pide eso, una etapa final… y definitiva.

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      EL DETONANTE

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      Ese día amaneció triste y nublado. Me levanté de mal humor, como siempre me ocurría en este tipo de días, y Pedro al final terminó contagiándose.

      Esa mañana la teníamos repleta. Compras, compromisos, etc., cuando lo que menos nos apetecía era salir de casa. A media mañana teníamos que pasar por la oficina de Pedro. Se había dejado allí unos papeles y el lunes, a primera hora de la mañana, tenía una presentación.

      El recién estrenado otoño hacía gala de tiempo desapacible, habíamos tenido una noche de tormentas, y el descanso se había hecho difícil. Después, la lluvia, la impertinente y voraz lluvia, y ahora todo el día en el coche. Primero, las compras, después volver a casa y colocarlas y meternos en el centro de Madrid para recoger esa presentación y para que pudiera preparársela el fin de semana en casa. A mediodía, lo mejor, la comida con Riki, comida a la que le seguiría una larga sobremesa.

      A Pedro le caía muy bien Richard, pero desde el principio siempre estuvo celoso de nuestra relación.

      —Coño Raúl —me repetía montones de veces, —si Richard fuera tu hermano lo entendería, pero es solo un amigo.

      —Pedro, ya lo hemos hablado muchas veces. Si fuera mi hermano de sangre, seguramente no sería tan importante para mí.

      En esta ocasión, las palabras fueron más lejos. Estaba nervioso por la presentación y yo encima le había metido el mal humor en el cuerpo.

      —A veces pienso que no sé qué haces conmigo. A veces me da la impresión de que, en esta relación a tres, sobro.

      —¿Cómo? ¿Qué coño estás diciendo, Pedro?

      —Sí, Raúl. A veces no lo entiendo, me cuesta mucho trabajo entenderte y entender tu relación con Richard. Oficialmente soy tu pareja y tengo la impresión de que me ocultas muchas cosas de tu vida que no le ocultas a él.

      —Ya sabes que no tiene nada que ver lo uno con lo otro. A ti te amo y a él lo quiero, eso sí, como si fuera mi propia vida.

      —Pues a mí esta relación me quema y me martiriza, ya lo sabes.

      —Pedro, Richard y yo jamás hemos tenido nada sexual, ni te hemos dado motivos para que estés así.

      —Odio vuestras largas conversaciones en la cocina, mientras ultima la comida, vuestras risas, vuestras confidencias, mientras a mí me entretenéis en el salón con otros invitados o simplemente escuchando esa colección de insoportable música clásica de la que tanto presume tu amigo.

      —Nuestro amigo, Pedro, y bien que ha dado fe de ello con su comportamiento en más de una ocasión a lo largo de nuestra relación.

      —Ya salió. Ya tardaban tus reproches.

      —¿Reproches? ¿Quieres que haga un repaso de los favores y las ayudas que Richard nos ha dado?

      —No, por favor, solo me faltaba eso. No gracias, no hace falta. Ya te encargas todos los días de ir recordándomelo.

      —¿Recordártelo? Pedro, no sabes lo que dices. Mejor será dejarlo. Hoy no tienes un buen día, y mucho me temo que el mío no es mejor.

      —Claro, cuando no te interesa la conversación prefieres callar, ¿no? Ya nos vamos conociendo.

      —Pedro, tengamos el fin de semana en paz, ¿vale? Mira, si no te apetece, compramos, recogemos tu maldita presentación y volvemos a casa. Tú te quedas preparando tu presentación y yo te excuso con cualquier cosa delante de Richard.

      —Claro, así todo perfecto. Los dos toda la tarde juntos, mientras yo preparo mi maldita presentación.

      —Joder, otra vez los celos. Pero Pedro, que llevamos muchos años juntos, que sabes perfectamente…

      —¿Qué es lo que sé perfectamente? ¿Que prefieres estar con él a estar conmigo?

      —Sabes perfectamente que lo que estaba proponiéndote era otra cosa, pero claro, de lo que se trata es de sacar las cosas de quicio.

      —No, si al final seré yo el que tiene ganas de montarla.

      —Pues dime quién, entonces.


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