Tiempos difíciles. Marc Crépon

Tiempos difíciles - Marc Crépon


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juicio las relaciones de fuerza, económicas y sociales, que les benefician. Es de esperar que la justicia haga su trabajo y que algún día se les pida que rindan cuentas por aquellos a quienes han abandonado así a los caprichos del contagio, privándolos de este primer ejercicio de la responsabilidad que es la prevención.

      Habrán arrastrado en la estela de sus discursos, tan vehementes como ignorantes, a aquellos y aquellas a quienes tienen costumbre de conceder algunas migajas de «prosperidad», para asentar su poder: sus partidarios. Persuadiéndolos de que corresponde a cada uno protegerse a sí mismo, individualmente y a su manera, minimizando los riesgos considerables de una protección desacreditada, es decir, que hayan sustituido el ejercicio compartido de una responsabilidad colectiva, organizada, dirigida y controlada por las autoridades competentes. La competencia de las estrategias personales que correspondería a cada uno adoptar, sea cual fuere su ignorancia, para asegurar su propia supervivencia, con el riesgo de que se encuentren negligentes, inadecuadas y, al mismo tiempo, insuficientes para proteger a los demás.

      Las catástrofes, de cualquier tipo, climáticas o sanitarias, constituyen circunstancias excepcionales que, al causar víctimas en masa, llevan al extremo la exigencia ética y política de colmar el abismo entre la definición teórica de nuestra responsabilidad y su ejercicio práctico. Si bien es cierto que la primera puede entenderse como el compromiso de la atención, el cuidado y el socorro que exigen, en todas partes y para todos, la vulnerabilidad y la mortalidad de los demás, entonces cualquier transacción con esta llamada, cualquier eclipse de su escucha, cualquier suspensión de las respuestas que pide, cavan una grieta, a la que se le dio en otro tiempo el nombre de «consentimiento asesino».

      Es poco decir que las formas de irresponsabilidad que se señalaban en el momento anterior son una manifestación, por la cual la estupidez y el ridículo conviven con un cinismo desvergonzado, de una manera que se prestaría a la risa si sus consecuencias no fueran trágicas. A la inversa, la voluntad asumida de someterse a las presiones colectivas, apuntando a impedir la propagación del virus, constituye la condición primera, mínima y vital de este ejercicio común, en tiempos de pandemia. En efecto, no es el miedo solo (el de las sanciones y el de la contaminación) lo que inspira su respeto, sino la doble preocupación de no encontrarse, sin su conocimiento, portador de enfermedad y de muerte. Por eso, en la prueba, en el corazón de la convivencia, se inscribe una responsabilidad inaudita e inimaginable, que un día no se habría creído que habría que asumir: aquella de una auto-hetero-protección, en la cual cada uno se encuentra puede atribuirse asegurar su propia protección, de la que asegura a los demás, así como de la que éstos (todos y cualquiera) se garantizan por su propia cuenta.

      III

      Sin embargo, no se pueden minimizar algunos efectos negativos, si no preocupantes, de la «cultura del miedo», uno de los cuales es nuestra sumisión a un mayor control del poder, no sólo sobre nuestros desplazamientos, sino más ampliamente en el curso de toda nuestra vida, desde el momento en que esta se digitaliza y se puede rastrear indefinidamente. Los turiferarios de una aplicación que permite localizar e identificar, en la ciudad, a los enfermos portadores del virus sostendrán que es provisional y que los datos registrados no están destinados a ser archivados.

      Nuestra cultura histórica y política debería habernos enseñado que, cuando una medida de identificación y de control es aceptada por una población, sin resistencia y sin protesta, cuando ella concede a quienes la gobiernan una extensión del dominio de su poder sobre la existencia de unos u otros, singular y colectivamente, es imposible prever de antemano los límites y la duración, tanto como el futuro de su utilización. Por lo tanto, no podemos tomar en sentido literal la promesa de que no se hará uso de los datos recogidos con estas nuevas tecnologías. Tampoco se puede apostar, sin preocupación, por la virtud y la benevolencia del poder para devolver un día lo que habría confiscado y privarse de las armas de control y vigilancia que le hayan sido dadas por circunstancias excepcionales. Nadie sabe de qué archivos está hecho nuestro futuro. Nadie puede predecir tampoco en qué manos las vicisitudes de la vida política venidera podría derribar estos temibles instrumentos de inteligencia. ¿Quién sabe para quién los gigantes de la red que registran masivamente los datos de nuestras vidas íntimas podrían ser llevados a trabajar? ¿Con qué fuerzas podrían ser inducidos a cooperar, qué chantajes podrían ejercerse sobre ellos? ¿De qué poder que sabe de nosotros podría convertirse en rehén? No es casual que Michel Foucault, hace casi cuarenta años, con el advenimiento de las «sociedades de control» , presagiaba las versiones más temibles y que ya no son ciencia ficción.

      Porque esta vigilancia y el control que de ellas provienen dependen de una deriva, desde hace tiempo observada, de los gobiernos contemporáneos –comprendidas como democracias– y es más que nunca legítimo alarmarse por ello. Si es verdad, como recuerda Bernard Harcourt, que el movimiento estaba en marcha desde hace mucho tiempo en el marco de esta «sociedad de exposición», la cual se habría convertido en la norma, estamos en derecho de temer que la pandemia no haya tenido otros efectos que hacer saltar las últimas murallas y franquear las últimas barreras, acelerando, en la opinión pública, la legitimación de su expansión.

      El efecto colateral de la pandemia podría ser, en un futuro próximo, de servir de caballo de Troya para la instauración de una evaluación electrónica, social y sanitaria del conjunto de la población, como ya se practica en China (el terror del virus que tiene como efecto, tal como recuerda el filósofo Byung-Chul Han, desacreditar cualquier juicio crítico). Eso no es todo. Se decía, al principio: la pandemia transforma el espacio público en espacio de desconfianza. La aplicación que se nos predice para identificar a los enfermos portadores del virus no puede atenuarlo ni calmarlo. ¿Qué mirada tendrán los «sanos» sobre estos seres cruzados, al azar de sus peregrinaciones, cuando los hayan detectado, si las pruebas impuestas por la imposibilidad de erradicar el virus se prolongan o se repiten indefinidamente? ¿Qué sucedería si hubiéramos entrado en un tiempo de larga duración, en el que deberíamos reconocer el temor al retorno de la catástrofe sanitaria como un dato permanente de la existencia? ¿De qué prácticas discriminatorias, de qué medidas de aislamiento o de encierro, de qué hostilidad de los sanos, de qué nuevas fronteras, futuras, podría la seguridad sanitaria llevar el nombre?

      En todas las cabezas, hoy en día, la cuestión más ansiosa está llegando a su fin. ¿Terminará esto algún día? ¿Cuándo y cómo saldremos de esto? Es entonces cuando el miedo se convierte en un foco de pasiones negativas. La avaricia, el resentimiento, la venganza y, por encima de todo, el odio, disponen de un nuevo terreno favorable para realizarse plenamente. Como es el caso, toda vez que el espectro de la muerte violenta (y la muerte por contagio es una de ellas), toma posesión de cuerpos, corazones y espíritus. ¿Qué odio se pedirá? La primera, es la del cuerpo del otro, de su cercanía, de sus gestos, de su aliento, percibidos como potencia mortífera. Luego, las categorías de población, de las que finalmente se tendrá una «buena razón» para estigmatizar los modos de ser y de vivir, los hábitos, los rituales y las prácticas sociales, bajo el pretexto de una seguridad sanitaria normativa y vengativa.

      Una vez más, hay que creer en las lecciones de la historia, hay que saber recordar: no hay «cultura del miedo» que no se articule, de una manera u otra, hacia una «cultura del enemigo».

      Uno pensaría que aquí nosotros evocamos nuestra peores pesadillas, dejándonos atrapar por estas escenas de horror que atormentan nuestra imaginación literaria y cinematográfica: las de una lucha por la supervivencia, en tiempos de catástrofe, cuando todo es sinónimo de escasez; los productos alimenticios, los tratamientos, las máscaras para protegerse, el acceso a los cuidados, el lugar en los hospitales. Desde hace algunas semanas nadie osaría decir que tal perspectiva respondería a una ciencia ficción. ¿No es eso lo que sucede ya en países de gran pobreza, cuando el primer efecto de la epidemia es privar de los recursos aleatorios de su subsistencia a quienes no tienen alternativa para sobrevivir? ¿Volveremos a la época de la hambruna y los disturbios del hambre? Aquellos y aquellas que los progresos económicos y sociales hayan dejado siempre en el lado de la ruta, privados hoy de las condiciones vitales elementales para asegurar los gestos barrera que los gobiernos recomiendan o exigen –aunque sólo sea un acceso al agua potable– sin preocuparse por su viabilidad, corren el riesgo de ser de nuevo los vencidos de la historia, es decir,


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