Tiempos difíciles. Marc Crépon

Tiempos difíciles - Marc Crépon


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como un régimen cotidiano de la existencia. Esto vale para guerras y dictaduras, para el terror político, para todas las formas de opresión contra las cuales es vital entonces inventar formas de resistencia. Porque estas diferentes formas de catástrofes instalan una cultura mortífera.

      La resiliencia de las sociedades no se prueba solamente después del shock, en su capacidad de reconstruirse, sino igualmente durante la experiencia, en su deseo de oponerse a la caída de sus valores y principios a los cuales ellas están vinculadas. Esta experiencia pide que la población se «tenga a bien» en la renovación, la reinvención de este estar-contra-la-muerte compartido que, en tiempos sombríos, se impone como una evidencia para conservar el «vivir juntos», como un fundamento, en el cual nos es posible creer, individual y colectivamente. Esta creencia no es nada. Tenerla, como aferrarse a un salvavidas, es un imperativo de la vida toda vez que queremos escapar a la trampa del nihilismo, que consistirá siempre, como Camus lo sabía, en la desmultiplicación de nuestro consentimiento de la violencia.

      VI

      Es poco decir que, inscribiéndose en una duración, de la que es imposible saber el término, la pandemia nos hace violencia, de una manera tremendamente acumulativa. Hemos descubierto desde el principio la virulencia, la gravedad con la que la enfermedad ataca los cuerpos. En principio la habíamos minimizado, antes de rendirnos a la evidencia: nadie estaba a salvo, a los pocos días, del terreno que ganaba. A las pocas semanas, a medida que el número de víctimas crecía de forma exponencial en todas partes del mundo, los oídos abiertos a las estadísticas mortíferas de los periódicos, no era más posible ignorar la extrema peligrosidad, salvo de que diéramos cuenta de una incurable combinación de ignorancia, de estupidez y maldad. Experimentamos enseguida, en lo más íntimo de nosotros mismos y de nuestras afecciones, la manera en la cual las privaciones del confinamiento, el distanciamiento físico impuesto, indefinidamente reproducible, va fragilizando el equilibrio psíquico y la salud mental de cada uno. En el silencio de unos, en los intercambios, auditivos o visuales, que permiten con otros las tecnologías de la comunicación, cada uno ha podido percibir, estas últimas semanas a propósito de los intercambios, en la vacilación de la voz deshecha, en el relato síncope de días vacíos, un nuevo mal vivir y a veces los signos tempranos e inquietantes de un derrumbe posible.

      Finalmente, percibimos, día tras día, la magnitud del desastre económico y social que se anuncia. Desde ya la recesión de numerosos sectores, sino su estancamiento total, hace pesar sobre la existencia de millones de personas el espectro de una precariedad duradera que, para muchas familias, privadas de recursos desde hace semanas, predice, desde este momento, dificultades infranqueables. Mañana es muy improbable que todos los que provisoriamente han perdido su empleo lo recuperen. Ya se nos ha anunciado como una fatalidad, y aquí estamos progresando pero seguramente preparados: las empresas van a quebrar, los comercios, los restaurantes no podrán reabrir sus puertas. ¿Cómo se revelarán aquellos y aquellas cuya protección contra el virus habrá destruido los recursos que les permitían el mantenimiento continuo de la vida?

      En cuanto a la generación que debía entrar al mercado de trabajo en los meses que vienen, ésta no podía imaginar condiciones más desfavorables para acceder a él. De la manera más inquietante, la juventud no sabe cómo vivirá mañana, raramente la sociedad habrá entrado en un proceso tan visiblemente auto-inmunitario. Respondiendo a la necesidad absolutamente vital de protegerse del virus, habrá fragilizado, sino sacrificado, las defensas inmunitarias, agrietadas por todas partes –desde tanto tiempo tan insuficientemente reinventadas– que tiene por objeto asegurarle, tan bien como mal y de manera profundamente desigual, el tejido agujereado y remendado, de la economía.

      Cada una de estas formas de violencia llama a un ejercicio específico de la responsabilidad, que es necesario entender como una vía de liberación, individual y colectiva, para escapar a la espiral de este consentimiento asesino que es el otro nombre del nihilismo. El espíritu de su compromiso es un rechazo a la violencia. Desde una tribuna alarmista, el filósofo Giorgio Agamben se arriesgó en sostener que “lo único que separa a la humanidad de la barbarie (había sido) atravesado” para describir las medidas de confinamiento impuestas en su país. Esto da cuenta de una «precipitación» sorprendente.

      Es, en efecto, completamente a la inversa lo que había que sostener. Es por el hecho de escapar a una barbarie sin precedentes que estas reglas drásticas eran necesarias. «La humanidad», por tomarle la palabra ¿debía dejar a la pandemia hacer su trabajo? ¿Atacar en primer lugar a aquellos y aquellas, que serían los menos, que estarían en condiciones de encontrar –por sí mismos– la solución para protegerse? ¿Se trataba de dejar a los hospitales aún más desbordados de lo que estaban, congestionados, sumergidos por la afluencia de enfermos al riesgo de tener que, más del que ya tenían, escoger entre aquellos que debían ser cuidados y esos otros que habría que abandonar y dejar morir?

      El sacrificio, la entrega de los médicos, a riesgo de sus propias vidas, ¿merecían que se hable de «barbarie», tan apresurada y ciegamente como el filósofo se arriesga a proclamarlo? La violencia hubiera sido no hacer nada, no decretar ninguna urgencia, ni imponer ninguna regla. ¿En nombre de qué habría que haberse abstenido de organizar el distanciamiento físico (y no social como se le escribe torpemente)? ¿De un dejar hacer que hubiera tenido otro gusto que el de la resignación ante la muerte de los más débiles? ¿Del derecho de los individuos de dar curso libre a su egoísmo y su individualismo soberano, como en los Estados Unidos y en otras partes, de los ciudadanos, ebrios de su pseudo-libertad, reclamando, con una brutalidad indigna e indecente, ignorando que su existencia, pretendidamente «libre» es desde hace mucho tiempo la presa del sistema injusto que los esclaviza?

      Esta es la razón de por qué, contra la enfermedad, el espíritu de las reglas impuestas a todos (la restricción de desplazamiento e incluso la prohibición de visitas a los moribundos) fue un rechazo a la violencia, a la oposición de este consentimiento asesino que habría sido la elección de dejar a la muerte ganar terreno. Por todas partes estos no son más que gestos multiplicados a los que el poeta Paul Celan llamaba «la confirmación de lo humano»: estos dos cuidadores, en principio, para hacerlo de la manera más suave posible, la más amorosa, nos referimos a la substitución que evocamos recientemente; estos dos restauradores venidos a socorrerlos para aportarles la tranquilidad de un descanso, y con ellos tantos otros animados por la voluntad, comprometidos en la producción de mascarillas, de delantales, etc.

      Esto no quita nada a la crítica necesaria del Estado en el cual el dogma de un liberalismo intransigente preocupado de la rentabilidad, ha dejado a los sistemas hospitalarios europeos, desheredados desde hace décadas. Los Estados y sus ciudadanos habrán pagado un gran precio estos últimos meses por la ideología que ha impuesto la doctrina. No obstante, esto hace más admirable la manera en la cual el personal de los hospitales, quien ha sido la primera víctima, –protestan desde hace años contra las dificultades crecientes que, confundiendo todas las funciones, unos y otros encontraban en el transcurso de su vocación, a la altura de la disponibilidad que esta exige– no habrían escuchado otra voz, en la urgencia, que ésta, íntima, visceral, que la de salvar el mayor número de vidas.

      VII

      La pandemia es un trauma, en la medida que separa a los vivos los unos de los otros, y a cada uno de los moribundos. Lo más duro del confinamiento habrá sido vivir en la angustia del aislamiento, en un corte que no permitirá, si sucediera lo peor, acompañar a los seres queridos en sus últimos instantes, de unirnos a ellos y verlos por última vez, para cuidarlos, darles un último aliento o una última palabra y, por mucho, de experimentar lo doloroso de un alejamiento definitivo, dejándonos como único adiós la herencia de la culpabilidad como ausencia.

      Por mucho, reducidos a la impotencia, habrá sido igualmente duro haber visto pasar las semanas y el tiempo avanzar, sin poder aprovecharlo para haber llevado a buen término sus proyectos, de dejarse así invadir por el peso del tiempo perdido, con la irremisible impresión de haber dejado, a pesar de sí mismos, su vida caer fuera de sí. En fin, sería en vano negar que el distanciamiento físico es un sufrimiento. Tenemos necesidad de vernos sin que medien las pantallas, de tomarnos la mano, de tocarnos, de abrazarnos. Tendremos suerte, estos últimos meses, de haber multiplicado los subterfugios, inventado rituales, solicitado esas prótesis


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