Repolitizar la vida en el neoliberalismo. Mauricio Bedoya Hernández

Repolitizar la vida en el neoliberalismo - Mauricio Bedoya Hernández


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los Estados.

      En esta autoprovisión de las seguridades ontológicas, el sujeto se convierte en ferviente consumidor de los productos que el mercado ha elaborado para mejorar el aseguramiento. Y, dado que el Estado ya no da respuesta a esas necesidades, el sujeto debe engancharse en una práctica privada que le permita tener una sensación de seguridad. En otras palabras, lo público no se desmonta, aunque sí la provisión estatal de las necesidades de los ciudadanos; pero, como sostiene Foucault (2007), se lo privatiza. Refiriéndose a los Estados neoliberales, Brown (2017) plantea que estos

      sustituyen la educación superior pública por educación financiada a través de deudas individuales, la seguridad social por ahorros personales y el empleo indefinido, los servicios públicos de todo tipo por servicios adquiridos individualmente, la investigación y el conocimiento público por la investigación patrocinada por el sector privado, y la infraestructura pública por las cuotas por uso. Cada una de estas medidas intensifica las desigualdades y restringe aún más la libertad de los sujetos neoliberalizados a quienes se les pide que procuren de modo individual lo que antes se proveía en común (p. 52).

      En otras palabras, como lo señala Castro-Gómez (2010), “lo social” queda en manos del mercado constituido por proveedores, consumidores, sistemas expertos, bancos, etc. El ejemplo de la salud es bastante ilustrativo: “aunque el sujeto es ahora responsable de gestionar los riesgos sobre su propia salud, no puede hacerlo individualmente, sino como parte integral del ‘mercado de la salud’“ (p. 259). La privatización, tan temida por los discursos de izquierda en la segunda mitad del siglo xx, no solo se ha consolidado en Occidente, sino que ella no ha destruido lo social y mucho menos lo público, como lo temían aquellos críticos. Es decir, la privatización no supone el fin de lo público, sino el cambio en su carácter: lo público es una construcción a la que tienen acceso todos los ciudadanos que puedan pagar.

      De este modo, vemos cómo adquiere sentido la constatación que hacen Laval y Dardot (2013) respecto de que, en el neoliberalismo, los Estados son conducidos para funcionar como empresas. Esto, a nuestra consideración, puede entenderse en dos sentidos. Por una parte, los Estados se comportan como entidades privadas oferentes de servicios públicos. De hecho, entran en el mercado de la competencia, en el que se convierten en entidades proveedoras de servicios y productos asociados a la gestión que los individuos hacen de sí mismos en el mercado de la precariedad. Proveen seguros de todo tipo, ofrecen servicios de salud, ya sea mediante la participación accionaria en entidades privadas prestadoras de servicio de salud o mediante la constitución de entidades estatales con régimen de funcionamiento privado; ofrecen educación mediante la promoción de, por ejemplo, universidades públicas a las que se les exige que, funcionando bajo un régimen privado, sean cada vez más autosustentables; privatizan la educación y, por lo tanto, cambia la naturaleza del Estado, que funciona como una entidad financiera, pues provee créditos educativos a los estudiantes y sus familias. También ofrecen servicios públicos domiciliarios, en los que, como en el caso de la salud, el Estado funge como socio de grandes empresas privadas o como propietario de empresas de servicios públicos, que funcionan con un régimen privado, entre otros servicios.

      Por otra parte, a los Estados se les exige, de la misma forma que en el caso de la empresa privada, cumplir con los sistemas de regulación del mercado. De esta manera, como lo dicen Laval y Dardot en La pesadilla que no acaba nunca (2017), es impuesta una nueva manera de entender el Estado de derecho. Ahora ya es no asociado a los derechos de los hombres y mujeres, sino al derecho privado, que incluye, o es sobre todo referido, a los grandes monopolios económicos.

      Si retornamos al caso específico de la salud mental, consideramos que su privatización puede ser pensada en dos vías: la vía positiva y la vía negativa. En el primer caso, los servicios que buscan promover la salud mental en la población son, ahora, ofrecidos por las empresas privadas y por el mismo Estado, que ha devenido en sí mismo empresa. En el segundo caso, acudimos a la privatización del envés de la salud mental: la enfermedad mental. Fisher (2016), en su diagnóstico del presente, plantea que el neoliberalismo ha logrado individualizar las explicaciones de la precarización de la vida de los individuos y, de paso, anular los aspectos de la estructura social y estatal como explicación de la precariedad contemporánea de los ciudadanos.

      En este contexto, problematiza el incremento de la enfermedad mental en amplios sectores de la población y plantea que la privatización de los problemas de enfermedad mental conlleva que sean interpretados como condiciones neuroquímicas del individuo o como conflictos en el orden histórico y familiar, pero en ningún caso como consecuencia de las condiciones sociales en las que ha vivido el sujeto. La conclusión de Fisher es que este segundo orden de privatización, el de la enfermedad mental, conduce irremediablemente a la imposibilidad de toda politización.

      En respuesta a Fisher, en este texto consideramos que el sujeto sí asume una práctica política, una en la que se define no tanto como sujeto de derechos, cuanto como jugador activo en el juego del mercado de los servicios y productos de salud. Esto mismo sucede en los demás ámbitos atinentes a su seguridad existencial. La posición política subjetiva se despliega alrededor de consideraciones puramente económicas y mercantiles. Se aprecia, en este sentido, un vestigio de lo que hay que entender por despolitización de la vida.

      El Estado, en este proceso, comienza a ocupar dos lugares, el de proveedor de servicios privados y el de regulador del mercado, en este caso del aseguramiento. En efecto, al transformar la naturaleza de lo público, privatizándolo, el Estado mismo se asume como proveedor privado de las necesidades asociadas al cobijo y la subsistencia presente y futura. En otras palabras, funciona como empresa y como proveedor de productos de aseguramiento, préstamos educativos, compañías de seguros y empresas de salud estatales, etc. Por otro lado, el Estado se convierte en regulador de ese mercado del aseguramiento. El sistema legal se ha visto sometido a la economización y a los imperativos del mercado. De este modo, la denominada constitución económica, tan anhelada por los ordoliberales, por fin se ha cristalizado, como lo muestran Laval y Dardot (2017). Sobre esto volveremos más adelante.

      Dos paradojas asoman su rostro en este posicionamiento propio del Estado. La primera despliega una extraña posición en la que el Estado se comporta como empresa, comerciante e inversionista y, al mismo tiempo, es quien regula el mercado mediante la constitución de un sistema legal, cuyo horizonte es el encumbramiento de la economía, el consumo, la producción, la venta de bienes y servicios y el comercio, en general. La segunda paradoja se refiere a que quien regula el mercado no lo hace para beneficio de la población, sino para el usufructo de los grandes inversionistas, las multinacionales y el sistema financiero.

      En estas condiciones, la racionalidad neoliberal catapulta la individualización en la provisión del aseguramiento ontológico de las personas en un doble discurso. Por un lado, el de la existencia “cierta” de los riesgos asociados al vivir y, por el otro, el de la “certeza” de que el afrontar tales riesgos no puede ser más que una práctica personalizada. O sea, el riesgo es inevitable y debe ser gestionado por cada individuo. Esto quiere decir que la privatización de lo público se alimenta del riesgo y la inseguridad en tres sentidos: usufructúa el discurso del riesgo y la inseguridad propios del vivir, promueve un estado de inseguridad y seduce al ciudadano para vivir en riesgo. Si bien el discurso del riesgo y la inseguridad no son propios


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