Las 13 leyes. Gabriel Teran Ruiz

Las 13 leyes - Gabriel Teran Ruiz


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de vida con distintos estados de consciencia habitaban su espacio terrestre, que ocupaba ambos polos separados por un gran mar que abarcaba el ecuador y un meridiano a cada lado, nada más llegar, oyó.

      EL POBLADO DEL NORTE

      Sikandro estaba en su última fracción del turno de vigilancia cuando vio la estela del navío. Sus pensamientos sobre su amada Elba fueron dolorosamente sustituidos por la alerta en su mente. Él sabía que la rapidez era esencial y, raudo, raspó la lámina de sonido: un chirrido escalofriante salió de inmediato del metal y llenó el aire de todos los habitantes del pueblo, hasta el punto de que muchos sintieron cómo sus pulmones hiperventilaban en busca de aire más puro. Solo pasaron cinco décimas, pero a Sikandro le pareció una eternidad, Krull y Roma aparecieron los primeros. A lo lejos se intuían varias siluetas, había que empezar a actuar rápido. Sikandro, como estaba en su turno de vigilancia, ya tenía la coraza puesta, algunos vendrían de sus casas y también la llevarían otros que estaban realizando sus tareas. Deberían cogerlas del puesto de guardia, tal vez, no hubiera tiempo para esperar a los segundos. Así que en cuanto fueron más de diez totalmente equipados, cogieron las cuerdas y se dirigieron a la playa.

      Ellos siempre llegaban de noche y había que impedir que llegaran al campo y se esparcieran por la comarca, ya que el daño podía ser enorme.

      —Krull, coged a la mitad y esconderos en las rocas de la izquierda, tú, Roma, a la derecha. Yo me quedaré al frente, parece que es un solo barco y no muy grande, podremos hacerlo.

      Para entonces, el velero casi triangular ya llegaba a la playa. Nada más al tocar la arena, sus ocupantes comenzaron a desembarcar atropellándose, pero de uno en uno, era imposible saber cuántos serían.

      —¡Ahora! —gritó Sikandro y los atolondrados anguijanos sintieron como de ambos lados monstruos negros y sin ojos se abalanzaban sobre ellos y los inmovilizaban, pero seguían bajando y no había brazos suficientes.

      A trompicones, uno logró abrirse paso, solo para encontrarse con el látigo de Sikandro que le abatía con destreza; otro más y usó la cuerda para atarlo. Mientras lo hacía, varios le habían sobrepasado y se aproximaban al fondo de la playa en busca del sendero. Al mismo tiempo, otras figuras negras se apresuraban a llegar donde ellos; algunas con la coraza sin poner totalmente. El fragor de la lucha. Rompió la oscuridad con gritos y alaridos de ambos bandos por doquier. Un anguijano enorme lanzó a Roma por los aires y corrió hacia la ladera.

      —¡Que no escape! —gritó Sikandro y varios brazos intentaron detenerle sin éxito.

      La nave dejó de expulsar su río de vida. Solo cuando los gritos se convirtieron en jadeos se apercibieron de la figura tendida a medio vestir entre los suyos. Cancho ya no respiraba cuando fueron a atenderlo. Una hendidura dejaba escapar un chorrito de sangre en la base del cuello, todos lo contemplaron con tristeza, pero, además, la responsabilidad hizo que la mente de Sikandro pensara: «Si hubiera visto la nave antes».

      La caravana parecía un funeral, agotados y abatidos, empujaban a los anguijanos capturados, que se movían torpemente debido a sus ataduras. Cuando llegaron al poblado, decenas de antorchas lo alumbraban, sus mujeres e hijos los esperaban ávidos de noticias sobre la batalla. Al ver el cuerpo inerte que portaban, el pánico apareció en el rostro de varias mujeres que se acercaron nerviosas para luego apartarse en silencio. Solo Luna permaneció al lado del caído mientras varias manos la apoyaban desde atrás.

      —¿Qué ha sucedido, Sikandro? —inquirió el viejo Coba.

      —Era una noche sin lunas. Vi la nave demasiado tarde, Cancho no tendría que haber actuado sin terminar de ponerse la cubrenegra. No tuvimos tiempo de planificar nada, de hecho, uno de los anguijanos escapó. Ha sido un desastre, lo siento —contestó Sikandro, mientras balbuceaba.

      —Que todos los niños entren en sus casas —dijo Coba a las mujeres—. Encerraos hasta que sea de día. Roma, Krull, ya sé que estáis cansados, pero tendréis que avisar a los otros poblados, mañana empezaremos la búsqueda, meted a los anguijanos en el recinto, podrán aguantar una noche sin agua ni comida.

      Una especie de iglú de piedra les esperaba por una estrecha entrada donde solo cabían de uno en uno. Los anguijanos fueron soltados e introducidos sin resistencia; si había miedo en sus corazones, no lo mostraron; si había rabia, a nadie importaba, como si la resignación se hubiera hecho dueña de la noche.

      El cuerpo de Cancho fue llevado a su cabaña de madera, donde sería velado por su mujer e hijos durante toda la noche. Algunas figuras permanecieron en la entrada, vigilantes. El resto decidió encerrarse en sus casas. Había que descansar, les esperaba un largo día. Guimel ya estaría, para entonces, en su puesto de vigilancia, no era probable que llegara otro navío porque lo habrían hecho juntos, pero tampoco imposible.

      OIRÉ SIN JUZGAR

      Rangil no juzgó, no lo hizo porque no había ningún herido entre los invasores y porque no hubo histeria entre la gente ante la muerte de uno de los suyos. No juzgó porque esos seres capaces de luchar con tanto ahínco se resignaban tan fácilmente. En lugar de juzgar, actuó. Desde la consola de su nave programó un rayo de energía relajante sobre la casa del difunto para las próximas cinco horas. Para Sikandro tenía otra idea, un foco de inducción para cuando estuviera dormido: soñaría con algo útil que le haría sentirse mejor mañana.

      La sala de ejercicios de la nave medía 2x4. «Es un desperdicio», le dijeron cuando solicitó ese espacio a cambio de renunciar a un salón y un dormitorio más amplios, pero para Rangil era muy importante ese momento de conexión mente-cuerpo. Como hacía habitualmente, comenzó por los cinco katas de Heian despacio, sintiendo cada movimiento, concentrándose en la respiración. Siendo consciente, reconocía cada parte de su cuerpo y le agradecía su capacidad de movimiento de ser y de estar. Era el momento en que su mente, que todo controlaba y decidía, dejaba a su cuerpo expresarse. Era una mezcla de placer y dominio. Se sentía fuerte, dinámico. Su energía fluía libremente, depurando cada músculo, con Bassai Dai acrecentó su ritmo, pero completando cada movimiento; con Kankudai se hizo una fiera salvaje a la caza de su presa. Sudaba por cada poro de su cuerpo, pero se sentía limpio, su mente solo albergaba paz, nada le preocupaba. El éxtasis dio paso a la relajación y después de una ducha de aire cien veces filtrado se dispuso a degustar su cena. Todos los productos tenían la forma y el sabor de los originales que él recordaba, pero no quería pensar como conseguía hacerlos el dispensador de alimentos. Se limitó a elegir del amplio menú algo ligero y sabroso que le permitiera irse pronto a dormir.

      Cuando comía acompañado y embargado en una conversación, prefería disfrutar de ello, pero ahora, en soledad, se concentró en cada bocado sintiendo su sabor y, como alimentaba su cuerpo, sabía que así su estómago se preparaba para hacer su función y la digestión sería rápida. Aunque tenía películas y libros en su nave, no necesitaba ninguna distracción, era espectador directo del más maravilloso espectáculo, la vida. Programó, por tanto, tres horas de sueño en su mente, la limpió de todo pensamiento, hizo una respiración profunda y se quedó dormido al instante. Rangil era en parte un rebelde, aceptaba y disfrutaba de la tecnología de su mundo, pero desde niño no quiso ser dependiente de ella. Así que el inductor de sueño permaneció desconectado, del resto ya se encargaría Esperanza, su OC personal.

      Despertó desperezándose lentamente, estiró sus extremidades, mientras permanecía en la cama, sin incorporarse echó un vistazo fuera, aún no había amanecido, así que aprovechó para incorporar a su nuevo día a todos sus seres queridos: uno a uno los iba saludando. Uno a uno los visualizó felices, recordándolos en algunos momentos vividos con él. Y luego, la imagen de su padre prevaleció: un hombre inquieto, un inventor que había encontrado, en el trabajo, el sentido a su vida. «No podemos controlarlo todo —le decía—, las posibilidades de este mundo son como el cauce de un río y la vida como las aguas que lo colman. Podemos jugar a hacer presas para tener nuestras necesidades cubiertas durante un tiempo, podemos retener el agua en nuestras manos para contemplarla y saciar nuestra sed, pero al igual que el río, siempre buscará fluir hacia el


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