Las 13 leyes. Gabriel Teran Ruiz
en otro adulto la supervisión del juego mientras se disponía a recibir noticias de los delegados de sus vecinos. En el poblado del este, Ahondra había tenido una hija y en el del oeste habían descubierto la manera de conservar el pescado por mucho tiempo empleando sal.
—Ya lo tengo —dijo Sikandro—, tejiendo una malla con los hilos bien juntos podremos ponerla sobre nuestros sembrados y así protegerlos de las aves. El sol, el aire y la lluvia pasarán, pero no los pájaros, así no comerán nuestras plantas ni nuestras semillas.
Elba, que comprendió el alcance de tal descubrimiento al instante, se alegró doblemente por las connotaciones que para su pueblo tenía y porque fuera su admirado Sikandro el que lo descubriera. Con un eufórico beso, dejó a Sikandro para hacer partícipes de inmediato a sus amigas Sundra y Gona, que se apartaron del grupo al verla llegar exultante portando noticias.
Al tiempo, escucharon los sollozos, el fornido anguijano yacía revolcándose en llanto, solo, desvinculado de su grupo y sin objetivo lloraba la pérdida de su mundo. Un aluvión de sentimientos nuevos le invadía, la contradicción le acercaba a la locura, en tal medida que se dejó hacer, recibió como una bendición que los sianos lo maniataran. La impotencia le permitía rendirse, ya no era dueño de un destino que no podía controlar.
Retornaron por el mismo camino para recoger los restos del corredorpinto que llevaron al poblado, aunque su carne era inservible, su piel sería utilizada. La partida de caza se había convertido ahora en un grupo de jóvenes que volvían a casa con resaca después de una fiesta, por todos era ya conocida la invención de Sikandro y estaban deseando llegar a su hogar para contárselo a los mayores, tal vez fuera la idea de uno, pero todos se sentían orgullosos de ella.
Fue alivio lo que primero sintieron los pobladores al ver al anguijano entre los suyos, el anguijano sintió alegría al encontrarse en la gran cabaña con sus congéneres después de pasar el ritual de anguicesión.
Casi siempre, los herbívoros heridos o viejos elegían las cercanías del poblado para pasar sus últimos días, ya que los humanos los alimentaban y cuidaban. La rica flora del planeta, unida a la falta de depredadores naturales hacía que la fauna fuera próspera y abundante, a veces, demasiado para la seguridad de los sembrados de los sianos que tenían que protegerlos con empalizadas, pero, a cambio, recibían el regalo de su carne. Los animales heridos o viejos solían morir a sus pies, pero, de todas formas, los sianos mantenían un seguimiento de ellos.
Ese día, un joven arador herido y un viejo corredor rojo habían muerto. Los responsables de este asunto en ese ciclo lunar, después de arrancarles colmillos y cornamenta, habían preparado sus pieles, apartado sus huesos y cocinado su carne. Esa noche, todos cenarían juntos, como lo hacían cada vez que el tiempo lo permitía y no existía peligro en los alrededores. Una pareja con un bebé, en tránsito hacia otra aldea, también se uniría al convite.
—Gracias Co, gracias Cre, os agradecemos nos entreguéis vuestros cuerpos para nuestro alimento —dijo Coba—, los disfrutaremos con el máximo respeto.
Todos miraron al espacio vacío que en otro tiempo ocupaba Cancho entre su familia y cuando consideraron que él ya estaba entre ellos, se lanzaron a por las viandas. El asiento de Cancho permanecería libre durante seis lunas, por si él decidía ocuparlo, después de ese tiempo, si no lo reclamaba, se entendía que estaba plenamente integrado en el otro lado.
Después de los comentarios de reconocimiento habituales, de lo sabrosa que estaba la comida, el tema principal de conversación fue el descubrimiento de Sikandro, todos hacían ya planes para fabricarlo sin demora.
Terminada la cena, un poco agobiados, Sikandro y Elba se apartaron sigilosamente en pos de intimidad, contemplando el cielo estrellado se acurrucaron uno junto al otro en un abrazo de cariño. Ella pedía mimos con sus gestos y él, haciéndose un poco el duro, la rechazaba levemente para volverla a abrazar de inmediato. Elba descubrió la nueva estrella en el cielo, era menos brillante que las demás, pero perceptible, era extraña.
—Mira —dijo Elba señalando en su dirección—, es Can viajando hacia el cielo.
Era fácil amar a estos seres, era fácil ayudar y confortar, pero sería más complicado cumplir su misión, intuyó Rangil qué podía aportarle aparte de bienes menores que ellos encontrarían con el tiempo. «Quizás protegerlos», se preguntó. «Su intención cuando imbuyó el sueño en Sikandro, era dotarles de un arma de captura a distancia que permitiera someter a los anguijanos con menor riesgo», pero, al fin y al cabo, él solo podía dar ideas, la aplicación era del libre albedrío de Sikandro. Eso y el verse descubierto le hizo tomar la decisión de dirigirse al otro hemisferio al día siguiente.
Esa noche grabó: «Hemisferio norte habitado por seres humanoides de grado nueve. Respetuosos por la naturaleza y la vida; creen en la existencia de un alma dentro de ellos y en una vida posterior; en armonía con su entorno, en un lugar que parece paradisíaco sin depredadores ni parásitos. Primitivos en su cultura, no llevan adornos ni tienen esculturas, no adoran a ningún dios, aunque parecen reconocer su existencia. No se rigen por jerarquías importantes y reparten sus quehaceres con equidad. Según he podido observar, no existen diferencias de atribuciones entre sexos y todos parecen conocer de igual modo las labores esenciales que realizar, los mayores viven apartados, aunque comparten su comida. Algunos vienen al poblado y a otros se les es llevada. No parecen tener conflictos con sus vecinos y dado su comportamiento con los que podríamos llamar invasores, dudo que existan rivalidades y mucho menos guerras en esta parte del planeta».
Después de su ritual de ejercicios, ducha y cena, programó en su mente siete horas de sueño. Estaba cansado. Ese día no se había perdido nada de lo que había sucedido, todo lo había vivido en directo, aunque las cámaras, por supuesto, grabaron todo lo que aconteció. Se había visto absorbido por la vida de estos interesantes sianos. Estaba encantado y emocionado, hasta el punto poco ético de que le hubiera gustado caminar entre ellos. De hecho, le dolía dejarlos tan pronto, pero sabía que su misión requería la observación del otro lado de este mundo y, con pena, intuía que la mayor parte de su trabajo allí se desarrollaría.
Al despertarse, esta vez, sus pensamientos se detuvieron en el recuerdo de su principal maestro, Tayiko, un oriental que no supo decirle qué le había llevado a dejar su tierra. Un día en que él le contaba su indecisión entre dos mujeres, Tayiko, como siempre, con la enigmática dialéctica propia de sus orígenes, le contestó: «No alborotes más ni tu camino ni el de los otros». Como muchas de sus enseñanzas, no lo entendió. Entonces, aunque sin mala intención, tuvo que hacerles daño a las dos y a sí mismo para aprender, pero era joven y la testosterona podía más que su bondad: una lo quería y se dejó querer, pero él pretendía a la otra.
Cuando por fin consiguió sus favores empezó a dudar, una cosa era perseguir un regalo y otra quedarte a vivir con él, sobre todo después de que lo has desenvuelto y te das cuenta de que es otra asignatura. Cuando al final reconoció los valores de la que lo quería, esta ya estaba harta de sus juegos; sus idas y venidas la habían agotado emocionalmente. Para evitar el dolor, había construido una coraza que la hacía insensible a él, por tanto, se quedó sin ambas y había revuelto su vida y la de ellas para nada. El único consuelo, las palabras de otro maestro: «Experimentar y equivocarnos es nuestra forma natural de aprender, si por temor no expresamos lo que sale de nosotros, entonces sí que estamos cometiendo un error». Desde aquel momento procuró, no siempre con éxito, no pretender, no pedir ningún deseo, que sabía él lo que era mejor.
Ya de día, no pudo evitar echar un último vistazo al poblado, para ver como una pareja de anguijanos era liberada, totalmente libres, deambulaban por el poblado sin saber qué hacer, Coba se dirigía hacia ellos.
Tenía que marcharse ahora o se pasaría otro día aquí, «no puedo permitir que sigan viendo a Cancho otra noche más, sería difícil de entender», se dijo a modo de ánimo.
Porque intuía que la mayor parte de su trabajo se realizaría allí no tenía prisa por llegar al otro hemisferio, así que su viaje fue lento. La disculpa, la observación del hábitat marino, como la tierra, el mar era rico en cantidad y en diversidad, peces y crustáceos diminutos de las costas contrastaban con los monstruosos