Diálogos de educación. Jose´ Manuel Arribas A´lvarez
provoca que un alumno se aburra y otro no llegue, que uno se encuentre en su mejor momento y otro en el peor. Ese es realmente el desorden, pero un desorden invisible. Si, por el contrario, tenemos en cuenta que las horas del día no son todas iguales, que los alumnos no tienen el mismo interés o capacidades, ni la misma base detrás, ni la misma manera de aprender, entonces nos encontramos con muchas maneras de aprender, con un desorden aparente, pero, sin duda, bastante más eficaz.
El tiempo, tal y como está organizado en la escuela, no tiene ninguna justificación. Tiene explicaciones genealógicas, hemos hecho de una escuela un sumatorio de aulas y de algunos cursos un sumatorio de asignaturas. Distribuimos el tiempo en horas porque es como los monjes se organizaban para rezar y, aunque actualmente en la escuela los períodos son de 45 o 50 minutos, los seguimos llamando horas. Los centros deberían ser capaces de combinar tiempos de todos con tiempos de equipos y con tiempos individuales. Eso permitiría flexibilizar los horarios.
Es decir, que esa complejidad no tendría por qué ser algo inasumible o costosísimo.
Lo que es costosísimo es el tiempo burocrático, ese orden aparente que se traduce en desorden interior no visible y que tiene que ver con cómo nos va.
La jornada escolar es también uno de los temas que suscitan más controversias. Hay padres que consideran que la jornada debería reducirse para permitir que los alumnos pudieran tener actividades que complementan su formación, y otros, por el contrario, consideran que debería extenderse entre la mañana y la tarde. ¿Cuál es tu opinión al respecto?
Mi opinión es justamente que debe haber diversidad de jornadas y posibilidad de organizar el horario escolar según economías de escala. Por ejemplo, imaginemos que viene un astronauta que va a contar su viaje a la Luna y queremos que lo oiga todo el colegio. Lo organizamos de manera que asistan todos a la vez, no da veinte conferencias, ni decimos al astronauta que lo escriba para que lo lean los profesores en sus grupos, cada uno a una hora. Aplicamos la economía de escala y hacemos una actividad de todos. Otras actividades, sin embargo, pueden requerir grupos o, incluso, mucho más pequeños. Hoy la escuela está organizada pensando en el aula, en un tiempo homogéneo, aunque en la práctica muy poco de ese tiempo se utiliza de manera rentable.
En mi opinión, la jornada ideal es una jornada para todos, en la que la gente pudiera llegar a horas distintas, dentro de un margen razonable, y marcharse a horas distintas. Hay alumnos a los cuales les espera un profesor de piano o un monitor de esquí, porque tienen dinero para ello. Y lo que pueda hacer cada familia no se lo vamos a prohibir. Pero otros no tienen nada o tienen muy poco. Para esos otros es muy importante la escuela, es decir, la institución como recinto equipado, en el que pueden recibir extraescolares, apoyos, etc. Pero también puede ser un tiempo estrictamente escolar, para gente que necesite más tiempo de explicación del profesor o del ayudante del profesor o estar con sus compañeros para que le expliquen más veces el cálculo, la raíz cuadrada, qué pasó con los visigodos o cómo se arregla un enchufe; en fin, aquello que estén haciendo y aprendiendo. Por eso creo que todas las políticas que supongan restringir la jornada (casi siempre con el fin de que los profesores salgan antes) pueden ser nefastas para aquellos grupos de población que son más vulnerables o más sensibles.
El calendario escolar es otro de los puntos de conflicto. El período estival limita la continuidad del aprendizaje, pero, además, en el caso de los exámenes extraordinarios los resultados son muy escasos. Este es un problema grave para nosotros, que tenemos resultados de repetición por encima del doble de la media de los países de la OCDE. ¿Sería una propuesta de mejora modificar el calendario de las pruebas extraordinarias y aproximarlas a la finalización del curso escolar?
Se trata de dos cuestiones distintas, y ambas han suscitado debate: la distribución del calendario como tal a lo largo del año y el número de días, si son suficientes o no. Al igual que ocurre con el tema de la jornada, existe una presión constante para que el curso empiece lo más tarde posible y acabe lo antes posible y por introducir más fiestas. Sin duda, se puede discutir sobre las condiciones de trabajo del profesor, pero lo que no puede ocurrir es que las pretensiones laborales de los profesores condicionen el calendario, la jornada o el horario de los alumnos.
Creo que hay muy buenas razones para distribuir más homogéneamente el calendario y seguramente también para prolongarlo, por lo menos como oportunidad para algunos sectores de la población. Esa caída de que hablabas no solamente se registra en los que vienen a examinarse a la convocatoria extraordinaria después del verano, se registra en todos. Algunas investigaciones han hecho pruebas de capacidad o académicas a todos los alumnos nada más terminar el curso escolar y nada más empezar el siguiente y siempre ha resultado que las diferencias entre unos alumnos y otros, que la escuela a veces consigue eliminar o mitigar, vuelven otra vez durante el verano. Lógico, porque abandonamos a los alumnos a su suerte y esta no está igualmente distribuida.
En todo caso, sí que parece inevitable o incluso positivo que se produzca un período sin actividad escolar.
Sí, pero no tienen por qué consistir en un verano más largo. El mismo calendario con el que contamos se podría distribuir mejor. Son discusiones diferentes, una, cómo se distribuye el calendario que hay, y otra, cuántas jornadas académicas puede y debe haber.
¿Qué opinas sobre la situación de Japón, donde la permanencia de los profesores en el centro es sensiblemente superior a la nuestra, pero sin tener más horas de clase? ¿Qué función tienen esas otras actividades para la formación del profesor y, por tanto, también para la propia formación de los alumnos?
En toda profesión hay un tiempo, digamos, de prestación, en el que estás con el cliente, el beneficiario, el paciente o, en este caso, el alumno, y hay todo un tiempo de preparación de lo que vas a hacer en la consulta siguiente o en la clase siguiente, etc. Más aún, en las profesiones en las que el trabajo es muy casuístico, es decir, que lo que necesita un alumno no es lo que necesita otro, ni lo de hoy es lo mismo que lo de mañana, hay que dejar bastante autonomía al profesional para que determine cómo hace ese trabajo preparatorio. Esto tiene sus ventajas y tiene sus riesgos. En una profesión en la que te miden muy claramente el rendimiento y este depende de tu trabajo, entonces tendrás que hacerlo. En ese caso el riesgo sería el contrario, que no tengas vida familiar, que no descanses un instante, etc. Pero si no hay nada de eso, el riesgo es que una proporción de la profesión se tome todo ese tiempo de libre disposición, como libre disposición en sentido estricto, es decir, para actividades no profesionales.
Para que una profesión pueda funcionar sobre el primer supuesto tiene que tener una moral muy fuerte, un sistema de incentivos eficaz y unos ciertos controles para cuando lo demás no funciona, y yo creo que esas cosas se han desvanecido en el mundo de la enseñanza, donde hay mucha gente que lo hace porque es su vocación, porque es su conciencia profesional, porque es su cultura, porque no imagina no hacerlo, pero hay otra gente que lo hace menos, que lo hace bastante menos, que lo hace mucho menos o que no lo hace nada, y ese problema no está resuelto.
La otra parte del problema es que hay profesiones y profesiones, quiero decir, que para un metafísico es probable que una gran parte del trabajo esté en una biblioteca, en solitario, pero si eres mecánico, a lo mejor una gran parte del trabajo radica en estar con otros mecánicos, hablando, viendo cómo se ha hecho esto, cómo lo arreglaste… El mundo de la enseñanza no es ni la metafísica, ni la mecánica, pero yo creo que hay una gran parte de la preparación del trabajo posterior, del aprendizaje sobre la marcha del profesional, de reflexión sobre la práctica, que se da sobre el terreno y con otros compañeros. Es decir que, igual que estoy de acuerdo con la disminución de las horas lectivas y, en ciertas circunstancias, las ratios, también estaría a favor de que hubiera más permanencia en la escuela.
En realidad, no disponemos de ninguna garantía de que el tiempo del profesor esté bien utilizado. Muchos profesores pueden no tener el nivel de equipamiento o conectividad en su casa que tienen en la escuela, y mucho de lo que tienen que aprender no está en los libros, está en la cabeza y en la práctica de sus compañeros.
Yo visité una sala de profesores, en Japón justamente, y dije: “¡cielos! ¿qué es esto?”. Una sala de profesores en Japón no tiene nada que ver con una sala de profesores española.