Miradas sobre la subjetividad. Jorge Eliécer Martínez Posada
los grandes grupos activos y una masa de individuos indiferentes aislados frente a la pantalla de sus televisores, la Internet o la música? El papel de la educación nos permite mediar en este abismo sin tender puentes invisibles.
Las respuestas no van al vacío. Detrás de quienes aparentemente sólo escuchan hay universos, algunas veces insondables; pero el reto es orientar en ese conocimiento del propio ser.
¿Realmente somos esta guerra que vivimos? ¿Qué somos en medio de esta guerra?
La guerra, aunque pretenda ser borrada del lenguaje por parte de los actores estatales o del Gobierno, tiene dos caras que la evidencian y que desempeñan un papel central: su primer rostro es el de la violencia armada de carácter político y sus efectos secundarios. Es un conflicto que se prolonga desde el encuentro de las culturas afro, española e indígena, y que atraviesa la historia como una lanza que marca el continuo de nuestra experiencia. Como enfrentamiento entre partidos data de 1948. Hoy, E. Pizarro, la describe como un conflicto armado interno, irregular, prolongado en el tiempo, con fuertes raíces ideológicas y más recientemente marcado por el recurso del terrorismo; también considera que es de baja intensidad (1000-10 000 muertes políticas al año) y que sus principales víctimas son civiles gracias al combustible del narcotráfico.
Actualmente, esta guerra deja al 10% de la población desplazada (en el último trimestre cerca de 118 000 personas se sumaron a esta lista, y se calcula que han abandonado alrededor de seis millones de hectáreas presionados por las armas de grupos ilegales que luchan contra el Estado o de la mano con éste). El lugar donde muchos recuerdan los juegos infantiles, las izadas de bandera del colegio o las primeras novias, hoy hace parte de una amplia red de terrenos cuyo promisorio destino será la producción agrícola a gran escala de los biocombustibles. Estas tierras han sido recolonizadas por proyectos armados autoritarios que prometen —nuevamente— una inserción al mercado internacional, el progreso y el bienestar para todos, mientras causan lógicas de opresión y desarraigo para otros.
La libertad fue otro de los sueños con que nos despertó la modernidad; sin embargo, en el último semestre, doscientas veintisiete personas más han sido secuestradas y, mientras buscamos noticias de ellas, alrededor de otras doscientas cincuenta fueron amenazadas por su participación en actividades colectivas demandando lo que la Constitución de 1991 garantizaba formalmente.
De la sentencia que hiciera Clausewitz{2} sobre la guerra como la prolongación de la política por otros medios, traigo a colación un grafiti que complementa esta idea: “la economía es la extensión de la guerra por otros medios”.
Los otros medios a los que se refiere el grafiti, probablemente, estén relacionados con algunas de las conclusiones de un estudio independiente realizado por el Centro de Investigaciones para el Desarrollo de la Universidad Nacional que, al corregir cifras de pobreza, estima que el 70% de los colombianos no pueden garantizar el acceso a una canasta básica con los ingresos que perciben —mientras los más pobres reciben la cuarta parte del ingreso promedio, las capas más altas obtienen cinco veces más de este promedio, y alrededor del veinte por ciento de los más ricos concentran el 52% del ingreso nacional.
En estas circunstancias, está claro que las condiciones materiales de subsistencia para los colombianos no son sencillas. Las movilizaciones del primer semestre de este año evidencian el despertar de formas de expresión diversa. Hay quienes consideraron las marchas como una expresión de la voz cívica nacional, mientras que otros analistas señalaron que se trataba de una nueva forma de manipulación de la opinión pública a favor de un Gobierno cuya legitimidad es aceptada internacionalmente, pero cuestionada en muchas de las regiones del país por movimientos sociales, ONG (organizaciones no gubernamentales) y activistas de derechos humanos. Hemos mostrado hasta ahora que la construcción de marcos sociales para la subjetivación con propósitos democráticos a través del consenso ha sido un proceso fallido y que la supervivencia material presenta grandes restricciones en Colombia. A continuación, esbozaremos algunos elementos para analizar la acción colectiva en función de la relación entre Estado y sociedad.
Los marcos de socialización de los últimos veinte años depositaron toda su confianza de renovación en la nueva Constitución de 1991, por lo cual se creyó posible la reconstrucción del consenso nacional hasta entonces fracasado. Frente a los postulados de la modernidad, que garantizaban un tipo de subjetividad basada en la interacción racional mediante la suscripción de un “pacto social” entre individuos libres, el esfuerzo institucional por normalizar la tradición de violencia (y evitarla) permitiría estabilizar a la sociedad colombiana y ganar en legitimidad. El tránsito de una democracia restringida y excluyente a una democracia procedimental perfectible bajo la consagración del Estado social de derecho operó como el mejor “pacto de paz” que garantizaría —por fin— el inicio de una nueva experiencia política y social para los colombianos (Múnera, 2008).
Sin embargo, la Constitución es hoy una colcha de retazos que ha perdido su unidad: las violencias políticas no sólo no se detuvieron, sino que escalaron en intensidad, frecuencia y horror. El régimen político fue seriamente cuestionado por la penetración de dineros del narcotráfico y éste continuó su parasitaria inserción en la sociedad colombiana. En nombre de la guerra —o mediante la supuesta búsqueda de la paz— fueron elegidos dos presidentes encargados de la pacificación del país: por medios muy distintos, los Gobiernos de Pastrana y Uribe así lo intentaron.
De esta manera, es posible sostener desde el punto de vista de Múnera: [...] desde una perspectiva práctica, la Carta Política hizo parte de una estrategia de paz y de guerra implementada por las élites dominantes, que posibilitó la fragmentación y el debilitamiento de la insurgencia, contribuyó a la deslegitimación de los grupos guerrilleros que siguieron alzados en armas, fortaleció la legitimidad de las instituciones estatales, y permitió que el Gobierno y las Fuerzas Armadas continuaran desarrollando una guerra regular e irregular, en la que los paramilitares entrarían a representar un papel protagónico, con su secuela de violaciones de los derechos humanos y crímenes de lesa humanidad (2008: 36).
Por ello, se puede afirmar que se ha configurado un Estado autoritario donde la figura del Estado social de derecho fue tan sólo un momento de interrupción entre dos tipos de democracia excluyente. Se multiplicaron las formas de hacer la guerra aun con la vigencia del nuevo consenso que representaba la Constitución de 1991. Las fuerzas guerrilleras acusaron al Gobierno nacional de continuar el terrorismo de Estado, argumento que éste desconoce y al que responde actualmente con una fuerte política de “lucha contra el terrorismo”, mecanismo aplicado por estas organizaciones insurgentes (37).
Desafortunadamente, la Constitución no logró desactivar la ola de violencia generalizada que el país vivía ni desmontar un régimen social profundamente inequitativo en lo socioeconómico y excluyente en lo político-cultural. Por su parte, las redes sociales fueron desarticuladas o reestructuradas en función de la guerra, y las víctimas del conflicto fueron creciendo de manera alarmante.
Actores sociales y subjetividades en la guerra
¿Cómo podemos leer entonces las movilizaciones ciudadanas del primer semestre? ¿Qué tipo de subjetividad expresa hoy en medio de la guerra? Al respecto, se observa que el análisis de las subjetividades en Colombia, en particular de la acción colectiva, ha sido fuertemente influenciada por las fuentes teóricas del marxismo desde la dialéctica y la lucha de clases. Por otra parte, desde 1980, se fortaleció una corriente de interpretación culturalista que se alimentó del constructivismo, del giro lingüístico en filosofía y de los estudios culturales (García, 2005: 155). Sin embargo, “[...] lo que existe es una gran hibridez de concepciones, resultado de lo cual los grupos y movimientos sociales son vistos como los actores colectivos de las clases subalternas, que a través de sus luchas van creando sus propias identidades históricas y logrando su propia emancipación” (ibídem).
La lectura de la acción colectiva también ha estado marcada por una perspectiva de clase en los sectores campesinos y obreros, de los estudios regionales y de la construcción de identidades con relación a las minorías étnicas y de ciudadanía. Es evidente que los paradigmas de clase han sido desbordados por la multiplicidad de actores, de motivos y formas de acción que revelan la agitada movilización del primer semestre.