Trilogía de Candleford. Flora Thompson
señora Wren? Con menos de un mes para salir de cuentas y ni un solo trapo para su bebé». Si veía entrar a un desconocido elegantemente vestido en alguna casa, ya sabía «de buena tinta» que se trataba de un funcionario del juzgado que venía a traer una citación, o de algún agente que llegaba a la aldea para comunicarles a unos padres que «su joven Jim», que trabajaba más al norte, se había metido en problemas con la policía por culpa de algún dinero. «Tallaba» mentalmente a todas las muchachas que llegaban de vacaciones y casi siempre llegaba a la conclusión de que la mayoría de ellas parecían embarazadas. En esos casos ponía buen cuidado en decir «creo» o «parece», pues sabía que en noventa y nueve casos de cada cien sus sospechas resultaban infundadas.
En ocasiones, expandía su campo de acción y hablaba sobre la alta sociedad. Sabía «de buena tinta» que el por aquel entonces príncipe de Gales había regalado a una de sus damitas un collar con perlas del tamaño de huevos de paloma, y la pobre y vieja reina, con lágrimas corriendo por sus mejillas y la corona en su regia cabeza, le había suplicado de rodillas que echara de una vez a su recua de fulanas del castillo de Windsor. En la aldea se decía que cuando la señora Andrews hablaba era posible ver las mentiras saliendo de su boca como si fueran vapor, por lo que generalmente nadie creía una palabra suya ni siquiera cuando, de forma excepcional, decía la verdad. No obstante, la mayoría de las mujeres de la aldea disfrutaban de su conversación, pues, como solían decir, «al menos sirve para pasar el rato». La madre de Laura era muy dura con ella al decir que era como la peste o al interrumpir sus historias cuando llegaba el momento crucial preguntándole: «¿Está usted segura de eso, señora Andrews?». Sea como fuere, en una comunidad sin cines ni radio y cuya población era poco aficionada a la lectura, su presencia allí no era del todo inútil.
Los pedigüeños eran otra fuente de incordios. Tarde o temprano la mayoría de las mujeres se veían obligadas a pedir algo prestado, y había familias que vivían de ello a medida que se acercaba el día de paga. De repente alguien llamaba suave y discretamente a la puerta y al abrirla se oía una vocecita de niña que decía: «¡Oh! Por favor, señorita “de tal”, ¿sería tan amable de darle a mi madre una cucharada de té (o una taza de azúcar o un trozo de pan) hasta que papá cobre?». Si en la primera casa no podían prescindir del artículo solicitado, la pequeña seguía de puerta en puerta, repitiendo su petición, hasta que obtenía lo que necesitaba, pues esas eran sus instrucciones.
Por lo general, lo prestado se devolvía, pues de lo contrario nadie se habría dejado arrastrar a semejante transacción. No obstante, la mayoría de las veces la cantidad devuelta era inferior o de menor calidad, y el resultado a la larga era un creciente resentimiento hacia la gente que tenía costumbre de pedir. No obstante, nadie se quejaba de ello abiertamente, pues en ese caso el pedigüeño se habría ofendido y lo más importante para todas las mujeres de la aldea, sin excepción, era llevarse bien con sus vecinas.
La madre de Laura detestaba esa costumbre de pedir. Contaba que desde que se instalaron en esa casa se había puesto como norma que cada vez que alguien se presentara ante su puerta para pedir algo prestado respondería: «Dile a tu madre que nunca pido prestado y tampoco presto nada. Pero aquí tienes el té. No hace falta que me lo devuelvas. Y dile a tu madre que de nada». Por supuesto, su plan no funcionaba, y la misma niña volvía a su casa a pedir una y otra vez, hasta que le decía: «Dile a tu madre que esta vez tendrá que devolvérmelo». Pero tampoco esa estrategia daba buenos resultados. En una ocasión, Laura oyó cómo su madre le decía a Queenie:
—Aquí tienes media hogaza, Queenie. Espero que sea suficiente. Pero no voy a engañarte, acaba de traérmela la señora Knowles, que antes me la había pedido prestada, y no nos hace falta. Si no la quieres acabará en el duerno del cerdo.
—Está bien, querida —respondió Queenie sonriendo—. Me vendrá bien para la cena de Tom. A él no le importará de dónde ha salido y tampoco me preocupa que lo haga. Lo único que le importa es llenarse la barriga.
En cualquier caso, había otros amigos y vecinos a quienes con gusto se les prestaba o, en las raras ocasiones en que era posible, incluso se les hacían regalos. Pocas veces se pedía abiertamente un préstamo, sino que se solía decir: «Mi cajita para el té está vacía» o «No queda ni una miga de pan en casa hasta que venga el panadero». Cuando alguien actuaba de esa manera se decía que «la estaba tirando». Si el aludido la pillaba, tanto mejor, y en caso contrario, nadie salía mal parado, pues el que pedía no se había humillado inútilmente.
Como en todas partes, además de las mencionadas chismosas, en Colina de las Alondras había mujeres capaces de envenenar la mente de la gente, dando a entender ciertas cosas con sutiles sugerencias y añadiendo una palabra aquí y allá, y otras que no deseaban hacer daño a nadie, pero adoraban hablar de todo con sus vecinos e incluso llegaban a hacerles confidencias. Aunque eran pocas las mujeres que no disfrutaban con algún escándalo de cuando en cuando, la mayoría de ellas sabían cuándo era el momento de parar. «Bueno, bueno, dejémoslo ahí», decían, o «Creo que por hoy ya le hemos arrancado demasiadas plumas de las alas». Y entonces cambiaban de tema de conversación y hablaban de sus hijos, de la subida de los precios o de los problemas con las criadas desde el punto de vista de las señoras.
Algunas de las amas de casa más jóvenes que «siempre andaban juntas», lo que quería decir que se llevaban bien, se reunían de vez en cuando por las tardes en casa de alguna de ellas para beber té bien cargado sin leche y conversar. Estas reuniones nunca eran planificadas. Una vecina aparecía de repente en casa, después otra y otra más que estaba asomada a la puerta en la casa de enfrente, a la que recurrían tratando de solventar algún punto de una discusión. Entonces una decía: «¿No os apetecería un tééé?», y todas iban rápidamente a sus casas a por un puñado de hojas de té para completar una buena tetera.
Las que se reunían de ese modo tenían menos de cuarenta. Las mayores no tenían el menor interés por ese tipo de saraos y tampoco disfrutaban con el comadreo, sus conversaciones eran más profundas y se expresaban de una manera que muchas de las otras, que habían trabajado fuera de la aldea sirviendo, consideraban zafia y algo rústica.
Mientras se acomodaban por la habitación para disfrutar de una taza de té, algunas se sentaban con sus bebés en el regazo o, si estaban más creciditos, jugaban a cucú, trastrás con el delantal de sus madres, y otras remendaban o tejían algo. Era una estampa agradable de contemplar, las mujeres con sus delantales blancos y el cabello cuidadosamente trenzado y peinado con raya al medio. Sus mejores ropas las guardaban dobladas en un cajón de domingo a domingo, y el delantal blanco y siempre limpio era lo que la etiqueta indicaba para el resto de la semana.
Aquella región de la campiña no destacaba especialmente por la belleza de sus mujeres, y eran comunes las bocas grandes, los pómulos altos y las narices respingonas, aunque casi todas tenían la mirada luminosa propia de las que se han criado en el campo, dientes blancos y fuertes, y la tez saludable y de buen color. Su estatura estaba por encima de la media de las mujeres de clase trabajadora urbana y, cuando el embarazo no se lo impedía eran ágiles y flexibles, si bien tendían a ser robustas.
Esas reuniones para tomar el té constituían sin duda la hora de las mujeres por excelencia. Poco después los chiquillos regresarían de la escuela, y luego, los hombres con sus gritos, sus chistes vulgares y su ropa de pana apestando a tierra y sudor. Pero entretanto las esposas y madres eran libres de extender gentilmente sus dedos meñiques mientras bebían té a sorbitos y charlaban sobre la última moda —es decir, la que estuviera vigente en la aldea— o discutían sobre el argumento del último folletín que estaban leyendo.
A la mayor parte de las mujeres jóvenes y también a algunas de las mayores les gustaba reservar un tiempo cada día para lo que ellas llamaban «su ratito de lectura», y su alimento intelectual estaba basado exclusivamente en el folletín. Varias vecinas de la aldea adquirían semanalmente una de esas publicaciones, que tan solo costaban un penique, y después iban pasando de mano en mano hasta que sus páginas quedaban tan gastadas por el uso que transparentaban. También llegaban copias de otros números desde los pueblos vecinos o eran enviados por las hijas que trabajaban fuera como sirvientas, por lo que siempre había una colección bastante amplia en circulación.
Los folletines de