Trilogía de Candleford. Flora Thompson

Trilogía de Candleford - Flora Thompson


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reservado para ellas cuando, dos años más tarde, ese estilo en especial se ponía de moda por allí. También tenían prejuicios en lo referente al color. ¡Un vestido rojo! Solo las busconas se vestían de rojo. ¡O el verde, que traía mala suerte! El verde era tabú en la aldea. Nadie se ponía prendas de ese color hasta que hubieran sido teñidas de azul marino o marrón. El amarillo era de presumidas, como el rojo. Aunque lo cierto es que en los años ochenta era difícil verlo en cualquier parte. En general prevalecían los colores oscuros y neutros. Y había una excepción: no tenían nada contra el azul. El azul marino y el azul cielo eran sus favoritos, ambos vivos y simples.

      Mucho más bonitos eran los colores de los vestidos de mañana que llevaban las muchachas que trabajaban de sirvientas —lila, rosa o ante con motivos blancos— y que las mujeres arreglaban para que sus hijas pequeñas los lucieran en la fiesta de Mayo y para ir a la iglesia durante todo el verano.

      Para las mujeres, el corte era incluso más importante que el color. Si se llevaban las mangas anchas, las querían muy anchas, y si se llevaban estrechas, ellas las dejaban bien ajustadas. En cuanto a las faldas, en aquellos tiempos todas tenían el mismo largo y llegaban hasta el suelo. A veces, no obstante, llevaban un dobladillo de adorno, volantes o un fruncido a la espalda, y las mujeres pasaban días retocándolos para dejarlos como Dios manda, o transformando los fruncidos en plisados o los plisados en fruncidos.

      Este retraso de la aldea en cuestión de modas significaba la salvación de sus guardarropas, pues un estilo «triunfaba» allí justo cuando el mundo exterior lo desechaba y pronto empezaban a llegar paquetes con modelos apenas utilizados. La prenda de domingo por excelencia a principios de la década era la esclavina, una capa corta de seda negra o satén con un ribete de largos flecos que oscilaba con gracia al caminar. Todas las mujeres y algunas niñas la tenían y la llevaban con orgullo a la iglesia o a la escuela dominical con un ramillete de rosas o geranios en el pecho.

      Los sombreros eran estilo chistera, compuestos por un largo cilindro de paja con un ala muy estrecha y adornados con florecitas artificiales en la parte delantera. A medida que la década transcurría fueron evolucionando hacia copas más chatas y alas más anchas. Las chisteras sin duda habían tenido su momento, aunque cuando concluyó su tiempo de gloria era habitual oír a las mujeres afirmar rotundamente que no se pondrían un sombrero de ese estilo ni para ir al baño.

      Después llegaron los polisones, que al principio causaban horror y —¡sorpresa!— un par de años más tarde se convirtieron en la prenda de moda más popular nunca vista en la aldea y la que más tiempo duró. No costaban nada y se podían confeccionar en casa enrollando cualquier tela vieja hasta hacer una especie de cojinete que se ponía bajo cualquier vestido. Muy pronto todas las mujeres, excepto las ancianas, y todas las muchachas, exceptuando a las niñas, se pavoneaban por el lugar con sus polisones a la menor oportunidad. Y durante tanto tiempo los llevaron que, cuando llegó su declive, Edmund ya era lo bastante mayor para contar que la última mujer con polisón que había visto en la aldea había sido una vecina que iba a dar de comer a sus cerdos.

      Esta devoción por la moda ponía una pizca de sal al día a día y hacía más soportable la pobreza que atenazaba sus vidas. No obstante, la pobreza no desaparecía, y una podía tener una esclavina de seda en su armario y carecer de un par de zapatos decentes, o llevar un vestido elegante cada domingo y no tener abrigo. Y lo mismo sucedía con la ropa de los niños, y las sábanas y toallas, las tazas y sartenes de la casa. Nunca sobraba nada, excepto comida.

      El lunes era el día de colada y la aldea bullía de actividad. «¿Qué día crees que hará?», «¿Dará tiempo a que se seque?», se gritaban unas a otras desde sus jardines o se preguntaban al cruzarse en sus idas y venidas a por agua del pozo. Esa mañana nadie chismorreaba por las esquinas. Todavía no habían llegado los tiempos del jabón en pastilla y el detergente en polvo, y la tarea se reducía básicamente a frotar, que no era poco. No había lavadoras de cobre y era necesario hervir la ropa en grandes potes colgados al fuego antes de acometer la tarea. A menudo el agua rebosaba de las ollas, que no estaban pensadas para esta labor, llenando la casa de un intenso olor a cenizas mojadas y vapor. Los niños pequeños se colgaban de los faldones de sus madres, incordiando mientras ellas trabajaban, y a menudo perdían ellas la paciencia y les gritaban antes de poner a secar la ropa una vez blanqueada, prendida de largos cordeles o sencillamente extendida sobre los setos. Cuando llovía había que secar la ropa dentro de casa, y nadie que no haya pasado por ello puede imaginar lo angustioso de vivir durante varios días bajo un firmamento de cordeles y ropa tendida.

      Tras la frugal comida del mediodía, las mujeres se permitían tomar un pequeño descanso. En verano, algunas salían con la costura y cosían a la sombra de su casa en compañía de las vecinas. Otras tejían o leían en la sala de estar, o sacaban a sus chiquillos al jardín para que tomaran el aire un ratito. Las que no tenían hijos muy pequeños disfrutaban «echando una cabezadita» en la cama. Con las puertas cerradas y las cortinas corridas, al menos conseguían escapar de las chismosas que a esa hora iniciaban su actividad.

      Una de las más temidas era la señora Mullins, una anciana flaca y pálida que llevaba el cabello gris como el acero recogido en una redecilla negra de chenilla y se cubría los hombros con un pequeño chal de color negro, ya fuera invierno o verano. Era fácil verla a cualquier hora trajinando por la aldea, calzada con zuecos y con la llave de su casa colgando de los dedos.

      Esa llave siempre era vista como un mal presagio, pues la Mullins solo cerraba la puerta cuando tenía intención de estar fuera de casa durante un buen rato. «¿Adónde irá ahora?», preguntaba una mujer a otra dejando los calderos de agua en el suelo para descansar un momentito en algún rincón a la sombra. «Solo Dios lo sabe, pero no nos lo dirá —respondía la vecina—. Pero le doy gracias porque a mi casa no va, ya que acaba de verme aquí».

      Visitaba todas las casas una por una, llamando a la puerta para preguntar la hora o para pedir cerillas o un imperdible. Cualquier excusa era válida con tal de conseguir que le abrieran. Algunas mujeres solo abrían una rendija, con la esperanza de librarse pronto de la visita, pero ella solía ingeniárselas de un modo u otro para atravesar el umbral, y una vez dentro se quedaba junto a la puerta, haciendo girar la llave de su casa entre los dedos y dándole a la lengua.

      No hablaba de escándalos. En ese caso sus visitas habrían sido mejor acogidas. Se limitaba a parlotear sobre el tiempo o las cartas de sus hijos, sobre su cerdo o alguna cosa que había leído en el periódico del domingo. Había un dicho en la aldea: «Los chismosos que se quedan de pie siempre tardan en marcharse». Y la señora Mullins era el mejor ejemplo de ello. «¿No quiere sentarse, señora Mullins?», le decía la madre de Laura si la pillaba sentada. «Oh, no. Graaacias. Solo me quedaré un minuto». Pero sus minutos siempre se convertían en una hora o a veces más, hasta que la reticente anfitriona se veía obligada a decir: «Discúlpeme, pero he de ir al pozo a por agua» o «Casi se me olvida que debo recoger unos repollos del huerto». Pero incluso así cabía la posibilidad de que la señora Mullins insistiera en acompañarla, obligándola a pararse cada poco cada vez que se le ocurría algo nuevo que contar.

      ¡Pobre señora Mullins! Con todos los hijos fuera, su casa debía de resultarle insoportablemente silenciosa, y como era de las que no sabía hacer nada sola y adoraba oír el sonido de su propia voz, siempre se veía obligada a buscar compañía. Nadie quería toparse con ella, pues no tenía nada interesante que decir y, por si fuera poco, apenas dejaba hablar a los demás. No solo era la mujer más aburrida que se pueda imaginar, sino que además era triste. Y en cuanto aparecía por algún sendero, llave en mano, con su pequeño chal negro sobre los hombros, todos los corrillos se desperdigaban.

      La señora Andrews era incluso más habladora, y, aunque la mayoría de la gente también evitaba sus visitas, en su caso no solían mirar la hora cada dos minutos ni inventar excusas para librarse de ella. Igual que la señora Mullins, vivía sola y, por tanto, completamente ociosa. Sin embargo, a diferencia de aquella, la Andrews siempre tenía algo interesante que contar. Si no había sucedido nada en la aldea desde su última visita, era sobradamente capaz de inventarse cualquier cosa para salir del paso. Por lo general echaba mano de algún detalle sin importancia y comenzaba a hincharlo como un globo, adornándolo aquí y allá con detalles circunstanciales a modo de lazos


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