Tríptico del desamparo. Pablo Di Marco

Tríptico del desamparo - Pablo Di Marco


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verdad conoce bien el Delta? —pregunto mientras el auto reemprende la marcha.

      —A la perfección. Leí todos los cuentos de Quiroga.

      La noche alumbra la oscuridad de mis párpados cerrados.

      Envuelta en una frazada y acunada en la mecedora, me pierdo en las ramas que se agitan desde lo alto de los sauces, en el croar a la vera del pantano, en el aleteo de un pájaro —¿una calandria, tal vez?— escurriéndose entre los juncos al otro lado del río. Una sinfonía agreste que aprendí a descubrir y disfrutar con el pasar de los días. Mis días junto a Rafael.

      Paulatinamente, adivino desde lo hondo de la selva el eco de una voz cantarina: enderezo los oídos, levanto la mirada.

      Encendida como un cuarzo bajo el sol, la luna tiñe el Delta de una capa de ceniza blanca, vuelve al muelle un decimonónico dibujo a lápiz. Un sonido de remos anticipa el movimiento de camalotes junto a la orilla.

      Apoyando los pies descalzos sobre la madera húmeda, detengo el balanceo de la silla. Como llegada de un sueño que se hilvana en cada respiro, se define el contorno de un bote navegado por una mujer. Su cantar, proveniente de un tiempo remoto, dilata cada segundo, vuelve a los minutos horas y a las horas, vidas. Desearía un lugar junto a ella, para así poder acompañar su canto; transportarme a una niñez de gondoleros, barcazas y canales.

      Es el primer bote en tres días, pienso con tristeza. El río al fin sube, mañana podremos regresar.

      La mujer agita los remos, el bote se aleja y la melodía se diluye en la espesura de los sauces. En segundos, apenas un surco de plata sobre el agua recordará su figura.

      Regresará. Lo hará porque así lo pido. Lo hará porque así lo ordeno.

      —Que cuando yo no pueda hacerlo —murmuro—, sea ella quien guíe y proteja a este chico. Que cuando él esté perdido o ya no pueda caminar, sea ella quien lo cargue en su bote para acercarlo a mi orilla. Que así sea, llegado el día.

      Sí: esa mujer regresará. La navegante atravesando el laberinto.

      Entro en la casa ciñéndome la frazada al cuerpo.

      Una sombra se desliza sobre las tres hojas de un viejo espejo enmarcado en mimbre. Me acerco, enderezo sus cristales polvorientos; alineo las tres siluetas de mujer. La cortina que cubre la ventana vela el destello de la luna y le otorga a mis tres reflejos un cariz embelesado. El aroma a rosas se vuelve profundo.

      Tres Irenes me observan comprensivas, así como yo lo hago con ellas. Ya dejamos de culparnos por el paraíso perdido, ni siquiera nos reprochamos por conformarnos con este purgatorio. Toda recriminación ha quedado atrás.

      Alzo un brazo intentando alcanzarlas. Temo haber perdido el encanto, temo que mis dedos resbalen en el azogue. Pero no. Mis yemas se sumergen en el brillo acuoso y permeable de mi reflejo. Ahora, de a poco, hundo las manos hasta las muñecas. Después los brazos, y al fin avanzo lenta hasta atravesar el cristal, hasta sumergirme entera. Y ya la tibieza de su piel palpa mi cuello y mis mejillas. Ellas —nosotras— empañan mis labios con su aliento. Me hacen de ellas, y yo las hago mías. Me abrazan enlazándome con todo mi cuerpo hasta volvernos una, hasta volvernos yo misma.

      Sus labios se acercan a mis oídos. Las tres voces se enciman hasta fundirse en una. Desean advertirme algo. Las escucho.

      Y me niego, respondo que no es posible, que están equivocadas. ¡Equivocadas! Busco librarme de nuestros brazos, pero me sujetan, me retienen.

      —¡No es cierto! —grito, sin ceder a su insistencia— ¡Mienten!

      Las alejo con furia. Retrocedo y me escurro hasta apartarme de ellas. Abandono nuestro reflejo y traspaso nuevamente el cristal. Es como salir de la frescura de un amanecer de primavera para entrar a un ambiente caldeado.

      He vuelto.

      Confundida, recuerdo en dónde estoy: la salita de la casa abandonada del Delta, mis pies descalzos sobre la madera húmeda.

      Las voces no dejan de susurrar en mis oídos. Las acallo estirando los brazos, cerrando las hojas del espejo. Dejando el tríptico atrás.

      Casi a ciegas —vaya ironía—, camino sobre el suelo crujiente hasta entrar en la pieza. Me detengo frente a la cama. La espalda desnuda de Rafael le escapa a las sábanas.

      Las palabras del espejo siguen desprendiéndose de mis labios:

       Alejate de él, dejalo ir. Te utilizará para crecer y, al llegar el momento, te abandonará, te traicionará. Traicionará a todos. A todos, y también a sí mismo.

      Pues bien, será su decisión. Será su destino, no el mío. Esta noche solo deseo tenderme junto a él. Abandonarme en su cuerpo. Su cuerpo bello más allá de todo razonamiento. Bello sin más.

      Dejo caer la frazada, me acuesto en la cama y lo abrazo. Me permito creer, optar por el hombre otra vez. Una última vez, acaso.

      La espalda de Rafael entibia mis pechos helados. Desde la bruma de un sueño acaricia mis mejillas. Tomo su mano y llevo sus dedos a mi boca abierta. Huelo, saboreo, busco refugio en su juventud.

      Creo escucharle un soñoliento “no tomes frío, acercate más”. Y me deslizo plena y sin remordimientos en la cálida pendiente de un sueño de luna.

      De regreso a Buenos Aires, basta con cruzar el umbral de mi piso para que el encantamiento se desvanezca. Y el silencio del domingo que no hace más que subrayar la pesada quietud de este hueco depósito de fantasmas.

      —El otro día solo pude conocer la biblioteca —dice Rafael, en tono de reproche burlón—. Me encajaste el libro para deshacerte de mí bien rápido, ¿eh? Pero me encanta tu pisito. Lástima que lo vendiste. Habrá sido un lindo hogar.

      ¿Hogar? Piso, departamento, lugar, sitio —incluso “palacio”, al decir de la hija de Teresa—, pero nunca casa. Menos aún, hogar. Y muchísimo menos ahora, ya desmantelado.

      Miro la calle, el pasaje Schiaffino como un recorte de Europa. Hasta puedo imaginar la vereda cubierta de nieve.

      Al volverme, descubro que Rafael se ha desnudado. Veintiséis años… Más un chico que un amante.

      —Espero que entre tanta mudanza —dice sonriente camino al baño— hayas dejado algún pedazo de jabón.

      Mientras oigo la ducha abrirse, enciendo la bombita que cuelga del techo de la biblioteca: fueron retirados los canastos y los libros. A mi alrededor, solo inútiles anaqueles de roble que sostienen la nada. Teresa ha olvidado embalar mis máscaras. Las ha dejado arrumbadas en el suelo. De los ojos huecos, alguna vez líquidos y brillantes, no se entrevén más que zócalos polvorientos.

      Arrastrando los pies, voy al dormitorio.

      Busco en el secretaire el sobre donde guardo mi pasaje de avión. Fecha de partida: 24 de febrero. Faltan nueve días, pienso. Apenas nueve días.

      Me abruma la insoportable falta del Ignacio que fue mi hijo, la ausencia de Gianluca, Lila y tantos, tantos más. Y también me abruma el peso de los siglos, apilados uno encima del otro, abriéndome la piel, ahogando las décadas, las edades, las eras. Paladas de tierra rellenando una fosa profunda.

      —Este vacío no me pertenece.

      Pasmada de frío, camino hacia el baño y busco consuelo en el rumor de la ducha. No me atrevo a entrar y descorrer la cortina.

      —¿Estás ahí, Irene?

      Cierro los ojos, invento su cuerpo bajo el agua. Me abrazo imaginando que mis brazos son los suyos. Puedo sentir su piel bajo la mía. La imagen me devuelve algo de calor, algo de paz.

      Ya en la cocina, pongo al horno la comida que Teresa dejó en la heladera. Después voy al teléfono.


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