Tríptico del desamparo. Pablo Di Marco

Tríptico del desamparo - Pablo Di Marco


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no se trata de una mortaja. Es mi merletto di Burano. Sus encajes ajados me transportan a una goleta de tres mástiles que cruza el Atlántico con sus velas de cara al cielo. En la cubierta de madera, una jovencita se protege del frío con ese tesoro de algodón e hilos de oro bordado por la abuela de su abuela.

      Siglos más tarde, llevo esa misma manta a estos mismos labios. Busco en ella el aroma y la inocencia de aquella niña. De pronto retrocedo. Esta tela carcomida no soy yo, pienso, tirándola al suelo con desprecio. Al caer, la manta levanta una nube de polvo. Polvo que se confunde con mis recuerdos.

      Limpio mis manos, doy media vuelta y abro las verjas para marcharme. Nada tengo por hacer en esta fosa que, a fin de cuentas, ni siquiera me pertenece. A mí ya nada me pertenece, ni siquiera las cenizas de los muertos.

      Un ruido, una especie de aleteo me llega desde lo profundo de la bóveda. Permanezco inmóvil, los oídos atentos a lo hondo de la escalera que conduce al subsuelo. Otra vez el mismo sonido. Vuelvo sobre mis pasos y, sujetada a la baranda, me atrevo a bajar los primeros escalones. Alcanzo a vislumbrar la sala estrecha, apenas alumbrada. Echada en un rincón, una moribunda madeja de plumas se sacude entre espasmos.

      Bajo los escalones restantes y me inclino con cautela: un gorrión diminuto con sus alas cubiertas por telarañas; encima del pico entreabierto, un ojo turbio y suplicante. Subo las escaleras y levanto del suelo mi viejo merletto. Le sacudo el polvo y vuelvo a bajar. De rodillas, envuelvo al pájaro y lo guardo dentro de la cartera. La poca luz comienza a titilar, se entrecorta hasta apagarse. Una vez más la oscuridad y el silencio. Persiguiéndome como las sábanas de mis pesadillas.

      Avanzo a ciegas y tropiezo con el primer escalón, logro sostenerme de la baranda para no caer. Desde la superficie, el chirrido de la verja que se abre me corta el aliento.

      Pasos. Pasos, entre un murmullo de palabras. Parecen ser dos hombres. ¿Quiénes son? ¿Qué hacen un par de extraños dentro de mi sepulcro? Deben ser mendigos. O ladrones. Eso es. Ladrones. Ocultos en los sepulcros les deben robar a los últimos visitantes del cementerio.

      Mis pupilas laten, los ojos secos raspan el interior de mis párpados. El pájaro se sacude en la cartera y el rumor de la superficie se detiene. ¿Me habrán oído? Bajarán y me descubrirán. Me aferro a la cartera y a la manta, hago presión sobre el pájaro moribundo. Y ahora me llegan de arriba suspiros entre un rozar de telas. Respiraciones agitadas, un gemido. No son ladrones. Son… El silencio una vez más. Y el pájaro, que vuelve a sacudirse. El eco de su aleteo me hace estallar el pecho. Esta vez sí debieron oírlo.

      En lo alto de la escalera distingo una sombra. Aterrada, me pregunto qué harán conmigo. Mientras la sombra baja los escalones, presiono las rodillas sin poder evitar que el orín empape mis piernas, se derrame hasta mis pies.

      No fui enviada para esto, pienso. Para llorar en la oscuridad igual que una niña espantada ante la presencia de un extraño. Mi deber era otro. Me he reducido a jirones de lo que debí ser, de lo que fui.

      Acurrucada como protegiendo al gorrión, me echo a llorar en silencio sobre mi propio charco. El extraño se detiene a mi lado. En la oscuridad, palpo el suelo húmedo hasta rozar los cordones de sus zapatos. Se inclina, sus manos acarician mi frente y una voz joven murmura:

      —¿Estás bien? No tengas miedo. Dejame ayudarte.

      Lo busco, pero no puedo verlo. Delante de mí, no distingo más que una goleta de madera cruzando el océano. En la cubierta, bajo una vela extendida, una jovencita solitaria. La ampara una manta de algodón y oro, a siglos de esta mortaja infectada de gusanos que no huele más que a muerte.

      Me humedezco los labios con un sorbo de té. Camino hasta el lavadero, abro la canilla de la pileta. Avergonzada, dejo que el agua fluya sobre la ropa.

      Remojo las prendas sin poder librarme del aliento de esa voz, de mi piel en contacto con la suya. Una piel fresca, libre del hedor fétido que me rodea desde hace tanto. Mientras enjabono la pollera, recuerdo sus manos acariciando mis mejillas en lo hondo del sepulcro. Me alza la cabeza, puedo percibirlo inclinado hacia mí. De pronto lo aparto lanzando un cachetazo que no lo alcanza. Me reincorporo tambaleante, trepo las escaleras y huyo a través de una telaraña de lápidas y cruces. Raspo con aversión la blusa contra la tabla de lavar, quiero dejar atrás un ejército de fantasmas de piedra y mármol. Sigo hasta que me duelen las piernas y los brazos, hasta cruzar el pórtico del cementerio con fingida calma. Simulando ser parte del mundo de los vivos. Lejos del polvo y el espanto.

      El sonido del timbre me trae de vuelta. Mi mirada tensa busca las agujas del reloj: es medianoche.

      ¿Ignacio, otra vez?

      El timbre vuelve a multiplicarse en los ambientes huecos. Corro al dormitorio. De un fajo de dinero separo varios billetes y bajo los tres pisos por el ascensor.

      En el hall de entrada, la calma es absoluta. Los ruidos de la calle no traspasan el portón. Pero igual puedo imaginarlo al otro lado: un lobo oliendo sangre, lamiéndose los colmillos antes de descuartizar a su presa. Entreabro el portón con los ojos hundidos y la cabeza gacha. Tumbado junto a la entrada del edificio, yace un borracho harapiento.

      Respiro aliviada, mis manos se abren temblorosas. Y los billetes caen, ruedan en la vereda impulsados por una ráfaga.

      El pordiosero se aferra con dedos mugrosos a su botella. Murmura entre palabras ininteligibles:

      —…está desnudo…

      Se revuelve. Y repite, desplegando una hilera de dientes cariados:

      —El rey está desnudo.

      Busca levantarse, pero las piernas dobladas apenas le responden. De pronto una fuerza extraña le endereza el cuerpo y lo yergue. Es alto. Mucho más alto de lo que parecía enrollado en el suelo.

      —¡Vengan! —escupe extasiado y agitando los brazos. Aunque la calle está desierta, llama al mundo entero a disfrutar del espectáculo—. ¡Vengan todos a ver!

      Avanza hacia mí, que no atino a moverme. Sus ojos inyectados de alcohol no me respetan, me sostienen insolentes la mirada. Hurgan en mi cuello desnudo, en el escote de mi bata, en mis pies descalzos. Su risa crece, se expande, se multiplica hasta explotar en una carcajada estruendosa.

      —¡Está desnudo! —grita con diabólico frenesí—. ¡Miren todos! ¡El día llegó! ¡El rey está desnudo! ¡La reina está desnuda! Sus harapos traslucen una piel infestada en llagas. Retrocedo cubriéndome el pecho, descompuesta llevo mis manos a la boca. Trastabillo y caigo. Desde adentro, cierro el portón de una patada.

      Ahora sus puños golpean el portón. De nada vale cubrirme los oídos. Sus gritos y carcajadas traspasan la gruesa madera: —¡La reina ha muerto! ¡Vengan todos a ver! ¡La reina ha muerto!

      —La esperan en la recepción —me dice Teresa después de apagar la aspiradora.

      Debe referirse a Álvaro, imagino algún inconveniente con la última traducción.

      —¿Se encuentra bien, señora? Hace varios días que anda medio desmejorada.

      —Los nervios de la partida. ¿Quién me espera?

      —Un muchacho joven. Muy pintón y simpatiquísimo. ¡Ay, señora! Lo que daría para que algún día la Yoli se me juntase con un churro así.

      En la recepción no hay más que cajas llenas con porcelanas envueltas en papel de seda. Pero percibo movimientos en el salón de huéspedes. Intrigada, apuro el paso. El salón de huéspedes también está vacío, los ruidos provienen de la biblioteca. Al asomarme me encuentro con un muchacho de espaldas a mí. Revisa las máscaras venecianas que todavía no retiraron de los anaqueles. Todo un conocedor, en su actitud. Al notar mi presencia se da vuelta.

      —¡Ah, hola! —dice—. Qué buenas máscaras tenés, ¿eh? ¡Están geniales!

      Se


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