Tríptico del desamparo. Pablo Di Marco
los labios:
—Lo que contó de mi abuela.
Lo miro, interrogante. Y lo animo con un ademán.
—Fue… —dice sonrojado, como si hubiera cometido una travesura —. Fue lindo.
Me le acerco, sorprendida.
—Te agradezco enormemente —digo, inclinándome hacia él. Desearía acariciarle el pelo, pero no lo hago—. Pensé que no me habían prestado atención. Me hace feliz poder compartir los recuerdos que tengo de tu abuela. Ella está aún hoy muy presente, tanto en…
Me evita ocultando medio cuerpo dentro del armario. Oigo el chirrido de perchas deslizándose en el tubo de metal.
Lo dejo solo y regreso en busca de su hermana, cuya voz se recorta nítida en el pasillo:
—¿Viste lo que es este palacio, mamá? ¿Viste vos cómo vive esta vieja hija de puta? ¡Cagada en guita está! A ver, decime: ¿por qué no podemos vivir nosotros en un lugar así?
El movimiento de trastos envuelve de ruidos la respuesta de la madre. Vuelvo a escuchar a Yoli, más decidida:
—¿Qué miseria te garpa por hacer todo el día esta mierda? La vieja hija de puta se va a vivir a Europa, y a vos lo único que te falta es armarle la valija y cambiarle la bombacha.¿Por qué no te mirás al espejo para ver lo pelotuda que quedás con ese vestidito de sirvienta? ¡Quedate sentada esperando, si pensás que yo me voy a morir siendo una sierva como vos y la abuela!
Me detengo, apoyo el hombro contra la pared. Me cerca la imagen de una extraña invadiendo mi casa. ¿Quién es la extraña? ¿Esta pobre chica o yo misma? Quizá las dos, como cabos unidos por un mismo lazo. La joven anhelante de una riqueza que la anciana ya no tiene modo de disfrutar, que tal vez jamás haya disfrutado. Debería abrirte tantos senderos, Yoli. En otro tiempo, lo hubiese intentado, a fin de cuentas ese era mi deber. Esa mi misión. Pero ya no. No sé si he olvidado cómo hacerlo, o si ustedes me han apartado tanto que… Aunque sea desearía poder contarte, Yoli, que este palacio vacío, con sus paredes manchadas por rectángulos de polvo en lugar de mis viejos cuadros, jamás será tuyo. Pero no te enlodes en el rencor, porque ya tampoco le pertenece a esta vieja hija de puta, como gentilmente te dignás llamarme. Aunque, quién sabe, quizá deba prestarte atención. Es posible que te hayan enviado a confirmar mis presunciones: este ya no es mi lugar, de aquí también soy expulsada.
Tomando aire salgo de mi escondite y avanzo hacia el salón comedor. Teresa está agotada tras enrollar las alfombras, o acaso por tener que soportar esa andanada de rencor por parte de la hija, que ahora percibe mi llegada y gira hasta darme la espalda. Cuando le pido que me acompañe a la biblioteca, se da vuelta con lentitud y alza las cejas simulando no comprenderme.
—Vení conmigo, Yoli —repito—. Quiero hablarte.
La madre palidece y ella asiente con los brazos entrecruzados alrededor de la panza. Me sigue varios metros detrás, debo aguardarla largos segundos en la entrada de la biblioteca.
—Te podés sentar si estás cansada —digo señalando una banqueta entre los canastos llenos de libros—. No puedo ofrecerte otra cosa: hace unos días retiraron las sillas y el escritorio.
—Así estoy bien.
Me acerco a una hilera de libros.
—Al notar tu embarazo….
Me mira a los ojos, furibunda, y con las dos manos se protege el vientre.
—¿Qué está dic…?
—Al notar tu embarazo, supuse que podrían interesarte algunos de estos libros. Vení, acercate. Acá hay cuentos con ilustraciones, fábulas, novelas para adolescentes. En general, están en muy buen estado. Algunos los compré a los pocos días de quedar encinta. Embarazada, digo. Por las noches, me iba a la que sería la habitación de Ignacio y se los leía en voz baja acariciándome la panza. Ya han pasado casi treinta años.
Me escruta en guardia, contraída. Cuando su abuela llegó a esta casa, tanto su vocabulario como sus modales traslucían una vida dura, cargada de privaciones. Sin embargo, no había en Lila nada del resentimiento que ahora asfixia a esta chica. Que alguien me responda en que fallé, qué es lo que no supe transmitir, qué perdí en el camino para poder llegar a Lila pero no a su hija. Ni mucho menos a su propia nieta.
—No se preocupe, señora —dice altanera, marchándose—. A mí, de usted, no me hace falta nada.
Avanzo enseguida y la detengo de un brazo. Busca zafarse, pero la aprisiono y la traigo hacia mí. Nuestras caras casi pegadas, su aliento arde en mis mejillas. Me estremece el vientre duro presionando contra mi cuerpo. ¿Por qué deseo retener a esta chica? ¿Por qué no la dejo en paz? Aprovecha mi distracción ante la aparición de su hermano y logra librarse.
—¡Me agarré una montaña de zapatillas, Yoli! —el chico levanta un par de bolsas llenas—. ¡Hay de Adidas!
—Mirá qué bien —dice ella—. Igual hay que irnos ya.
—Gracias, señora —murmura el chico al quedarnos solos. Amaga a besarme, pero retrocede.
—No te vayas, por favor —intento recomponerme, me aliso el déshabillé.
—¿Qué quiere?
—No logro… no puedo recordar cómo te llamás.
—Rulo.
—Sí, lo sé. Me refiero a tu verdadero nombre.
—Ah… Federico —dice como quien cita a un autor desconocido.
—Es un nombre precioso. ¿Sabés una cosa? Ciertas palabras, ciertos nombres, tienen armonía. Deberías pedirle a los demás que te llamen así, Federico.
Federico asiente sin prestarme más atención y se marcha con rapidez. Ya sola, me dejo caer sobre un canasto. Restriego mis párpados tras quitarme los lentes.
—Muchas gracias, señora —le oigo decir a Teresa, mientras cubro nuevamente mis ojos—. No sabe lo contentos que se fueron los chicos. ¡Rulo estaba chocho con todas esas zapatillas!
Esgrimo una escueta y estúpida sonrisa.
Aún me estremece el forcejeo con la chica, su vientre firme contra mi cuerpo. Empujándome, expulsándome. Un temor cargado de angustia me asfixia al pensar en esa criatura. Pronto nacerá, se amamantará de los pechos resentidos de la madre y crecerá día a día más fuerte hasta convertirse en lo que llamarán un hombre.
Refugiarme en mi cama. Ocultarme bajo las sábanas y dormir hasta el día de mi partida.
Me arde en la piel la necesidad de escapar con urgencia de este departamento, de esta ciudad, de este país.
V
Ahí está. Lo descubro mientras camino con lentitud hacia el cementerio. Ansioso, me aguarda al final de la escalera, detrás de los barrotes de la entrada. Por ahora no distingo más que una mancha negra, pero sé que es él: uno de los mejores siervos de la Muerte. En estos casos la vista no es imprescindible. Para reconocerlo me bastan el olfato y la aprensión.
¿Cuánto hace que no nos encontrábamos, que cada uno evitaba la presencia del otro? De seguro largas décadas, tal vez más. Lo mismo da. Mientras subo los escalones gana forma su figura. La misma de siempre, como si los siglos no hubiesen pasado. El cráneo anguloso, su cuerpo fruncido bajo la eterna capa negra.
Y aquí estamos, a punto de vernos por última vez las caras. Ya hemos dejado de disputarnos almas perdidas en rincones oscuros como pugnalatori de Sciascia o cuchilleros de Borges. Somos apenas dos viejos contrincantes resolviendo un trámite, poniéndole punto final a un negocio menor y protocolar.
—Bienvenida, estimada señora —dice cediéndome el paso con extrema gentileza—. Permítame guiarla a mi despacho.
Lo sigo a través del pasillo de mármol que bordea