Tríptico del desamparo. Pablo Di Marco

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Copyright © 2018 Pablo Di Marco

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      Su infracción está penada por la Ley 11.723 y 25.446.

      Primera edición en formato digital: diciembre de 2020

      Versión: 1.0

      Digitalización: Proyecto451

IRENE

       Buenos Aires, enero de 1976

       Querida Tina:

       En pocos días deberé entregar las llaves de mi departamento. Cerré la operación en un monto bastante menor al esperado, pero la necesidad de partir es tan grande que muy poco me preocupa.

       Como ya te escribí anteriormente, de la venta de los muebles se está encargando una casa de antigüedades. No te agradaría contemplar el paisaje. Los ambientes se vacían de a poco, y el piso se reduce a sábanas cubriendo canastos, vajilla y arañas descolgadas. Desde hace semanas me persigue una pesadilla tan grotesca como terrorífica: esas mismas interminables sábanas me acechan por los pasillos. Y huyo espantada, incapaz de librarme de ellas. Aprendí a resignarme a que mis últimos días en Buenos Aires transcurran entre fantasmas, querida hermana. Aun así, la pesadilla no cesa.

       Decidí donar la mitad de la biblioteca, pero, como te imaginarás, tendrás que hacerme espacio para el resto. Puedo oírte: “¡Cuánto va a costarte esa locura, Irene! ¿Para qué traer miles de libros a la otra punta del mundo?”. No puedo evitarlo. Sabés que jamás podría desprenderme de ellos, los necesito a mi lado. Y, cuando ya no pueda leerlos, me bastará con acariciarlos, respirar profundo y saber que al menos sus lomos gastados permanecen cerca de mí.

       Me restan tantas cosas por hacer antes de partir a Venecia… Esta semana debo desprenderme de la bóveda del cementerio y de la casa del Delta. Seguramente la habías olvidado. Yo misma creía haberla olvidado. Es extraño y triste: lo único que quedó del anhelo de Gianluca —envejecer juntos a la vera del río, ¿te acordás?— es un polvoriento título de propiedad que me hace estornudar cuando lo tengo entre las manos.

       Esta tarde me encontraré con Álvaro para entregarle mi última traducción. No será sencillo, le estaremos poniendo fin a una relación de trabajo de más de treinta años. A partir de allí, solo nos quedará la complicidad y el cariño de décadas de amistad.

       Álvaro —vos lo conocés— utilizó todos sus recursos para hacerme desistir de mi partida a Italia. Solo se resignó, de mala gana, tras leer el diagnóstico de Kestenbaum y pedirles una segunda y también tercera opinión a oftalmólogos conocidos suyos.

       Prometió visitarme apenas tenga un respiro en la editorial. Ya lo verás: buen mozo y galante como siempre, aunque los años han comenzado a hacerle mella. ¿Pero acaso a nosotras no nos sucede lo mismo?

       Desde que concluí la última traducción, me persigue un vacío de melancolía. Qué palabra poco frecuente en una mujer de mi inverosímil edad. Pero melancolía, sí. Una desazón similar me cercó al morir Gianluca. Cuando la tristeza partió con él, y junto a mí quedaron únicamente los días por venir.

       En tu carta más reciente me escribís sobre volver a cuidarme como cuando éramos pequeñas y jugábamos solas en casa. Yo también recuerdo esos días de ocultarnos detrás de las máscaras de la biblioteca, de disfrazarnos con las capelinas, tules y encajes de mamá. De cuando volvías a vestirme y peinarme minutos antes de la cena. ¿Cuántos años han pasado, hermana? ¿Cuántos siglos?

       Te quiere, eternamente.

       Irene

      Como siempre, durante la bajada en el ascensor me cubro el cuello con el pañuelo de seda. Don Gómez, inevitablemente en la puerta del edificio, alza la boina y aparta la manguera para dejarme pasar. Ya en la esquina de La Biela, el diariero me da El mundo y el espantoso caramelo de coco para que no le caigan mal las noticias, señora.

      No aprecio esta confitería por sus ventanales con vista a un verde que ya casi no distingo, sino por su sempiterno mozo, al que no debo decirle una palabra para que me sirva el mismo pedido de cada tarde.

      —Ahí andamos. ¿Vio, señora? Esperando que se largue un buen chaparrón que afloje un poco esta humedad. Porque lo que son los huesos con este tiempo…

      Y esta amable sexagenaria tan distante como cortés, que cada tarde se sienta a la mesa acostumbrada, asentirá levantando las cejas por encima de los lentes oscuros, y después tomará su té con una nube de leche.

      En nada me hará falta este país, inabarcable hasta la grosería para sentirlo como propio. Tampoco esta ciudad, cada día más semejante a una jovencita inmadura haciendo equilibrio sobre los tacos de su madre. La pérdida de mis rituales y la ausencia de estos ínfimos afectos a los que me aferro a falta de algo mejor, serán lo único que echaré de menos de este sitio.

      —¿Soñando, ragazza? —Álvaro me besa en la frente y se sienta tras dejar su bastón a un costado de la mesa. Ha aparecido de repente, una sorpresa de las que es afecto.

      Se lo ve aún más elegante que de costumbre. Un sobrio pañuelo de seda le asoma desde el bolsillo del saco, en consonancia con la corbata de rombos azules. Advierte cómo le estudio las mejillas extrañamente enrojecidas.

      —Ocurre que después de la afeitada —explica—, un jovencito nuevo me mantuvo más de la cuenta bajo la toalla caliente. —Pide un café y una copa de anís, y agrega con tono burlón—: De haber sabido que me someterían a una sesión de vapor, hubiese llevado el traje de baño.

      Conozco al dedillo sus ocurrencias e ironías. Ya no logran sorprenderme, pero igual las disfruto. Él lo sabe, y se deleita con mi sonrisa. Uno de nuestros tantos modos de sostenernos.

      Saco de la cartera la traducción.

      —Terminada —digo.

      Álvaro hojea el centenar de hojas mecanografiadas, revisa un párrafo cualquiera.

      —Lo leeré al llegar a la editorial. Pero no comprendo cómo lo hacés.

      —¿Cómo hago qué?

      —Estar cada día más bella.

      Me siento una estúpida. ¿Cómo es posible que sus halagos aún logren sonrojarme?

      —No te rías de mí.

      —Nada más lejos de este humilde servidor. Hablo en serio. Muy en serio. Más de una jovencita anhelaría tener tu piel—. Ni que hablar de tu porte. La Valli no te llega a los talones.

      —¿Semejante actriz? —digo sonriendo—. Jamás pensé que escucharía algo así… Mejor volvamos a la traducción.

      —Te estás acariciando un aro.

      —¿Y cuál es el problema?

      —Que solo lo hacés cuando estás nerviosa.

      —Mejor volvamos a la traducción —repito más decidida—. Le hice infinidad de marcas al original. No sabía que mi último trabajo también consistiría en corregir errores ortográficos.

      —Ragazza, ragazza… —dice con aire sufrido, un padre reprendiendo a su bambina—. No podés trabajar por siempre con Boccaccio y Petrarca. No se encuentra un clásico bajo cada baldosa, a no ser que pretendas traducir por vigésima vez a Manzoni.

      —Sería un gusto.


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