El mar indemostrable. Ce Santiago

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      EL MAR INDEMOSTRABLE

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      Primera edición: marzo, 2020

      © del texto: Ce Santiago, 2020

      © de la presente edición: Editorial Humbert Humbert, S.L., 2020

      Ilustración de cubierta: Alejandra Acosta

      Producción del ePub: booqlab

      Publicado por La Navaja Suiza Editores

      Editorial Humbert Humbert, S.L.

      Camino viejo del cura 144, 1.º B, 28055 – MADRID

       http://www.lanavajasuizaeditores.com

      ISBN: 978-84-123059-0-6

      IBIC: FA

      Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, http://www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de la obra.

      ÍNDICE

       I

       II

       III

       IV

       V

       Agradecimientos

      «La muerte cotidiana es la muerte

      del agua. […] La pena del agua es infinita»

      Bachelard

      «Las sirenas, los demonios, el ruido del mar»

      Julio de la Rosa

      shhh¡¡HHHH!! Ven, ven aquí, y masculla Me cagoen dios.

      El puño cerrado, la piel tensada del nudillo del dedo índice por todo el labio inferior, de lado a lado, la restriega luego contra la manga, tras mirarla, y entretanto la lengua por los dientes, los de arriba, los de abajo, y por las encías, varias veces, en círculo, una lombriz que busca la humedad, o el afuera, a lo largo del paladar, por el interior de ambas mejillas, y vuelve e inclina después la cabeza para escupir la captura, redes vacías, morralla descartada, en forma de un salivazo ceroso que corta el aire y va a parar a un charco en el que, girando parsimonioso sobre sí mismo, tal como hacen hasta validarse los pensamientos que, como mallas al arrastre por antiguos caladeros –cartografiados, frecuentados, esquilmados–, uno larga en su soledad, navega a la deriva por la superficie turbia y ceniza hasta que vara no lejos del borde, no lejos de una costa de imitación, una costa pretendida, transitoria, como pretendida y transitoria termina siendo la costa que temen avistar quienes se han entregado para siempre al mar, quienes son para siempre del mar: el mar.

      Qué hace que no viene. Se exaspera. Ni se mueve del sitio. Que vengas he dicho. Mira al cielo, los grises distintos, superpuestos, rápidos, un toldo sucio y pandeado que tarde o temprano terminará por rendirse de nuevo al peso de un invierno terco –o de una primavera indecisa–; volvió a llover como había llovido toda la noche y toda la mañana, una lluvia fina pero persistente que trajo olor a pino y a eucalipto y a tierra, que acalló primero a los grillos y luego a los pájaros, que empapó las tejas rojas y las mosquiteras, que anegó las grietas del patio de hormigón, glaseó los parches de hierba de lo que una vez fue un jardín, oscureció el tejado de uralita del cobertizo y la tapia de bloques sin encalar coronada con verdín y trozos de cristales, y acorraló a los perros bajo la impotencia de los aleros.

      Brisa. Brisa en los oídos. ¿De poniente? De poniente. Noroeste. Pese a no alcanzar a ver el horizonte. Margen primigenio. Último renglón. Averbal revelación. Hay gaviotas volando bajo, eso sí. Señal suficiente. Trae más agua. Me cagoen dios que vengas he di cho. Va a llover otra vez. Ya verás. Ahora parece que viene. A ver qué. Espera con las piernas separadas, rectas, entre las piernas y el suelo un triángulo de irregular estabilidad por defecto, aunque el defecto parezca estar siempre en el propio suelo, vibrátil y resbaladizo, movedizo hasta cuando no es sino suelo, como lo es ahora, tierra firme.

      Este niño, ca mina como si llevara falda, Caminas co mo si llevaras falda, dijo. Ponte derecho. Y no arrastres los pies. Joder. Tienes que dar zan cadas, dijo, zancadas de hom bre, y asido a veces a una regala imaginaria él mismo se puso a dar zancadas largas y briosas de hombre, clavando los talones en una cubierta que sin ser era, a hacer giros tan repentinos como imprevisibles, Con golpes de mar me gus taría verte a ti joder, dijo hiposo, echando al vuelo la otra mano y capeando bandazos a bordo de una nada flotante, haciendo bruscas indicaciones a nadie, gestos airados, esquivando escotillas abiertas de bodegas y cabos enrollados a chirriantes cabestrantes mentales, atento al giro de los motones y a los cables y a las cadenas que chorreantes presagiaban las redes llenas de vacío, y agachando la cabeza por debajo de algo aparatoso hecho de aire, siempre a zancadas, de un lado a otro, en círculos erráticos pero en su medio, podría haber estado gritando pero no gritaba aunque sí gritaban sus mohínes y sus brazos, que comandaban ante la mirada de recelo del chico (de alarma quizás, o de asombro o de bochorno o de lástima o de inquietud o de) una maniobra muy compleja y tan exigente como inexistente hasta que su cuerpo se detuvo en seco salvo su respiración, parpadeando y moviendo los ojos como si la verdad de los objetos que de repente tenía delante –la casa cuadrada, el pino pegado a la puerta, miles de acículas apiladas y otras miles apelmazadas en los charcos, las cáscaras de los piñones que las ratas devoraban durante la noche en las ramas más altas, por todo el patio de hormigón, las arizónicas que lo rodeaban, enfermas y de un verde bilioso, una escoba desgastada con el palo rayado y despintado y torcido de un golpe a traición en el lomo de uno de los perros apoyada contra la fachada al lado de un recogedor rajado y con grumos, mezclas de resina y polvo– despidiera una luz cegadora y paralizante a la cual tuviera él que hacerse a la fuerza: la anunciación de un mundo tangible al que era ajeno en esencia, alma non grata, pero no en sustancia, cuerpo entre cuerpos, objeto entre objetos, y al que debía o bien aparentar pertenecer como otra ínfima parte de un todo dado y siempre indómito, o bien despreciar objetos y fogonazos, licuar toda inmanencia hasta volverla marea, oleaje, una irrealidad más soportable por más falseada, acuática, palabra hecha océano para así surcarlo y contemplar la estela que dejara su existencia en el devenir con la misma suficiencia con que, de pie, en el puente, contempla el patrón a la tripulación que faena y acata.

      Pero allí no había más agua que la que había traído la lluvia.

      Que vengas, dice, mueve hacia sí una mano, proa de


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