El mar indemostrable. Ce Santiago

El mar indemostrable - Ce Santiago


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tengo dicho que no arrastres los p ies joder, dice, y después lo lengüetea, lo mastica, Y que des zancadas de homb bre, y entretanto levanta la mano y la mantiene en el aire, la vuelve, marejada en el pulso, mostrando el dorso de los dedos índice y corazón, juntos y en horizontal, cerrados los demás, unidad de medida que el chico capta a la primera, y al compás de la melodía inaudible que los eucaliptos danzaban lánguidos se da la vuelta y va hacia la casa, …ncadas de hombre!, persiguiéndole, y con una mano apoyada en el gotelé del umbral frota las suelas de las zapatillas contra la toalla raída y arrebujada y azul que cada vez peor hace de felpudo. Entra al salón. El golpe del calor que despide la chimenea hace que los ojos se le empañen. Esquiva mal el brazo de la butaca y bien la mesita con los restos todavía tibios del desayuno cuando en la televisión alguien pierde cuanto llevaba ganado. El universo fluorescéntrico de la cocina tan solo parece deshabitado. Con la respiración contenida abre el mueble de encima del fregadero para evitar el olor y la visión del medio cigarrillo encendido, posado en un lateral de la pila de aluminio, junto al estropajo, el humo denso y sinuoso que se derrama hacia el techo. La puerta de atrás está abierta. Oye el sonido como de serrucho del aliento de uno de los perros tras la cortina verde de cuentas. Saca un vaso y cierra el mueble. Después el de debajo del fregadero, la puerta siempre roza con el marco del mueble contiguo. Saca una botella y cierra el mueble. La puerta roza de nuevo. Abre después la nevera, y después el congelador. Hielo en cubitos. Tres. Cierra el congelador. Dos dedos de whisky. Refresco de cola. Cierra la nevera. Vuelve al salón. Vuelve a esquivar la mesita y la butaca. Oye la cisterna al pasar por delante del pasillo, y en la televisión suena un aplauso algo forzado y la persona que ha perdido cuanto llevaba ganado se esfuerza en devolver el aplauso. Sujetando el vaso por los bordes como si el contenido hirviera el chico regresa al patio, donde él lo espera con el brazo ya largado y todo el ansia a sotavento, y le arrebata el vaso de las manos tan pronto lo tiene a su alcance, y la impaciencia hace que derrame parte del líquido sobre los dedos del chico, que se los limpia en los bajos de la camiseta, haciendo como que le pica la espalda y luego que se recoloca los pantalones aprovechando que a él los ojos le bizquean ocupados con un punto muy lejano, mucho más allá del confín circular, libre de augurios, del fondo del vaso3.

      De manera que eso era todo. Podía irse. Tenía en el bolsillo un trozo de cuerda, y pensaba fabricarse un arco. Ya tenía la flecha. Una caña seca. La había encontrado bajo las arizónicas mientras buscaba lagartijas para fastidiarlas hasta que se desprendieran del rabo, y fastidiar también al rabo hasta que dejara de retorcerse, separado del cuerpo. Asombroso. Iba a afilar la caña frotándola contra alguna piedra, o contra el hormigón. Solo le faltaba un palo para hacer el arco. Sin embargo, los que había encontrado hasta entonces se rompían en cuanto les ataba la cuerda y trataba de tensssssshhhHHH de nuevo que traspasa el aire y traspasa también al chico por la espalda y suena como espuma de ola que se disuelve hasta que se ahoga en la brisa.

      Dónde vas, Ven ven a quí, dice, y el chico va de nuevo allí, y pone el codo sobre el hombro del chico y todo su peso sobre el codo por siempre, y a empellones remolca al chico, dando guiñadas hacia la parte de la parcela que no está cubierta ni de hormigón ni de baldosas ocres ni con parches de grama pálida, allá donde el suelo era todavía silvestre, de arena fina y piedras y más acículas y más cáscaras de piñones, suelo en el que crecían plantas rastreras que soltaban unos pinchos redondos parecidos a erizos diminutos que se enredaban en el pelo de los perros y el único modo de arrancarlos era sujetando con fuerza al animal entre las rodillas y con unas tijeras cortar los pelos endurecidos alrededor de los pinchos redondos después de asegurarse bien de que no se trataba en realidad de una garrapata hinchada como una uva en octubre.

      Estira el cuello. Mira en derredor. Falta algo.

      Sorbo.

      Acerca el vaso a la cara del chico y enarca las cejas para darle a entender que lo sujete y el chico lo sujeta otra vez por el borde, y lo ve virar, orzar y volver sobre sus pasos, lo ve dejar un charco a babor y, de nuevo en el patio, agarrar el recogedor y quitarle la parte plana de plástico, lo ve tirarla y darle una patada con ese desprecio que mostramos a veces por los objetos por el mero hecho de ser objetos, por pertenecernos, por valer menos que la utilidad que le damos. De modo que se queda solo con el palo y blandiéndolo regresa, seguido de cerca por la curiosidad de uno de los perros que balanceándose olisquea su rastro, y al pasar él junto a uno de los pinos golpea la impasibilidad del tronco y el perro brinca hacia atrás y huye al trote, mirando de reojo y con desconfianza apenada por encima del lomo mojado, encrespado.

      El chico contiene el aliento. Nota el frío de los hielos en la yema de los dedos; le retiembla el perineo, y encoge los dedos de los pies dentro de las zapatillas como queriendo clavarlos en la tierra y así echar raíces profundas y exudar savia que se vuelva corteza para que lo endurezca por fuera igual que a ese pino.

      Se oye a lo lejos el petardeo de una motocicleta que acelera y después se pierde, una mosca a la oreja.

      Como si lo reconociera solo vagamente entrecierra los párpados y mira al chico, al contorno de sus ojos, un instante, y con un gesto de la cabeza le indica que le devuelva el vaso, y el chico se lo devuelve, y entonces da un sorbo largo, triunfal, de memoria, y recompuesto agarra al chico por la muñeca con la mano con que sujeta el palo del recogedor y se sorbe la nariz mientras uno a uno pasa revista a los dedos del chico y después se frota un ojo con el pulgar de la otra mano y derrama un poco de bebida sobre su propia camisa abotonada a medias, aunque al parecer no se percata o no le importa.

      Tienes manos de niña, o de mari de maricón, dice, con el vaso casi en los labios. Sorbo. Te tienes que mear en las manos, dice, con la bebida a medio tragar, y le suelta la mano como quien desdeña herramientas de mala calidad, Para que se te en durez can, joder, dice, y añade Méate en las manos de vez en cuando, para tener manos de hom bre, joder, para los callos, y bebe otra vez, Qué callos vas a tener tú, dice, De cascártela a lo mejor, y ríe por lo bajo, la manga por la boca, Mira, yo me las meo todo el rato, ¿ves?, y sostiene vaso y palo con la misma mano y planta la otra delante de la cara inmóvil del chico, una mano leñosa y parda de dedos romos, una parra seca, y la gira, palma dorso palma dorso palma, Son manos de hombre, dice, con palabras burbujeantes, Callos, jo der, de bregar, y hace una pausa durante la cual el chico teme que le pida que se orine en las manos ahora mismo y así comprobar que lo hace y ni siquiera tiene ganas de orinar o peor aún que sea él quien lo haga, que se desabotone la bragueta y se saque… pero en mitad del hipo le dice que use una pelota de tenis.

      Usa una pelota de tenis, estrújala, estruja una pel una pelota de tenis, coño, de vez en cuando, ya que pasas de la ra queta usa por lo menos la pelota, y levanta la cabeza coño no me pongas esa cara me cagoen mira míra me, dice, Yo me meo las manos todo el rato, joder, hazme ca so coo ñooo, y sorbe, y el chico toma aire y le dice al suelo que de acuerdo, que lo hará y que lo promete. Piensa en ocultar las manos en los bolsillos, pero cambia de idea. Cierra los puños. Cruza los brazos. Enseguida los descruza.

      Ambos se quedan callados.

      Mira al cielo. Otra vez. A la luz albina y displicente. Contrae las mejillas. Aspira ruidosamente por la nariz. Bebe y baja la mirada y se escora hacia el chico y le pega el codo al hombro, y abordado el chico nota su aliento, lo oye respirar, lo oye tragar, una piedra arrojada a un pozo.

      ¿Sabías que las borrascas se mu even?, ¿eh?, dijo, Mírame, atiende, no lo sabías a que no, pues vaya si se mueven. Sorbo. Son baaajas presiooones, dice, como hastiado, una gota avante toda barbilla abajo, el chico esquiva sin ser visto, ya sabe cómo, el olor de sus palabras.


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