El Afilador Vol. 5. Julián García
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EL AFILADOR vol. 5
© Libros de Ruta Ediciones, S.L., 2020.
Bilbao-Galdakao errepidea 10
48004 Bilbao
Primera edición: diciembre 2020
Autores: Jesús Gómez Peña, Jorge Quintana, Julián García, Víctor Martín, Raúl Ansó, Marcos Pereda, Juanfran de la Cruz
Edición: Eneko Garate Iturralde
Maquetación: Amagoia Rekero García
Portada: Amagoia Rekero García. Basado en diseño original de Oninart.com
ISBN: 978-84-121780-4-3 eISBN: 978-84-121780-5-0
Depósito legal: BI-1556-2020
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ÍNDICE
Cap. 1 Dos años enteros en la caravana del Tour
Cap. 2 Un pingüino en el Sahara
Cap. 4 Media vida en 41 minutos
Cap. 5 El fugaz paso de Tony Capper por el Tour 1987
Cap. 6 Esos Tours que ya no fueron: ciclismo y grandes vueltas en la Segunda Guerra Mundial
Cap. 7 Entre sierras y dehesas
DOS AÑOS ENTEROS EN LA CARAVANA DEL TOUR
Jesús Gómez Peña
Jesús Gómez Peña, Barakaldo (Bizkaia). Licenciado en Periodismo en la Universidad del País Vasco. Comenzó en Radio Euskadi, en la sección de Deportes. Tras realizar el Máster de El Correo, se incorporó al periódico en 1995. Sus primeros pasos fueron en la sección de Deportes. Luego pasó por Sociedad y Cultura y, más tarde, por la sección de Local en la oficina de la Margen Izquierda. En 1999 regresó a Deportes, ya encargado de la información sobre el ciclismo. Ese mismo año cubrió por primera vez el Tour, el primero que ganó Lance Armstrong. Desde entonces he estado en todas las ediciones del Tour y de la Vuelta, y en cinco Giros de Italia. También ha acudido como redactor de El Correo a cuatro Juegos Olímpicos, además de otras carreras ciclistas como el Dauphiné, la Volta, la Vuelta al País Vasco, la Semana Catalana y varias ediciones del Mundial.
Dos años enteros en la caravana del Tour
Cuando llegué por primera vez al Tour como periodista apenas hablé. Bastante tenía con ver y escuchar. La edición de 1999 parecía un lío enorme. El parque de atracciones medieval de Puy du Fou era un hormiguero de cámaras que perseguían a todo aquel que tuviera alguna relación con el caso Festina, el escándalo de dopaje que había destrozado la edición anterior. Richard Virenque, ídolo francés implicado en aquella trama, iba por el recinto perseguido por una ristra de micrófonos. A mis ojos, el Tour era un planeta aparte. Recuerdo la reflexión de un viejo cronista: «El deporte no es importante, pero me encanta sentarme ante la televisión y ver una etapa del Tour entera o un partido de fútbol. En este mundo atroz es un refugio. Es uno de los pocos lugares donde la adolescencia persiste». Pese a lo mal que te trata esta carrera, a las horas al volante, al trabajo sin pausa y a algún que otro hotel sin estrellas, siempre que he ido al Tour he tenido la sensación de que iniciaba una aventura juvenil. Un privilegio.
Ahora, dos décadas después, resuena en mi memoria otra charla. Con Javier de Dalmases, redactor del Mundo Deportivo. Durante uno de aquellos desayunos de batalla, me dijo, aunque en realidad se dijo a sí mismo: «Este año me dan la medalla por haber hecho veinte Tours… Veinte meses de julio aquí, madrugando en cualquier hotel, corriendo con el coche a la salida, luego a la meta, a escribir, a buscar un sitio donde cenar, y vuelta a empezar. Veinte meses. Casi dos años de mi vida metido en el Tour». Todos nos quedamos callados. Dos años. Pues bien, yo ya he cruzado esa barrera. Llega la hora de empezar a echar de menos. Pero más que al Tour o a los mil lugares por los que pasé o las gestas deportivas que presencié, añoro el otro Tour, el de los colegas, los viajes en el coche con Rubio, Ezquerro, Quique, Dani, Guti, Carabias… Los agobios y las risas. Mi Tour privado.
Mi primer hotel estaba como a media hora de Puy du Fou. En pleno campo de la Vendée. Los conejos se metían en las habitaciones. El dueño me recibió con una pregunta que él mismo respondió: «¿Sabes quién duerme aquí? Don Federico». Federico Martín Bahamontes, invitado por el Tour. Era cierto. Me encontré con el Águila de Toledo en el desayuno del día siguiente. Allí estaba. Cabello ondulado. Seco. Trajeado. Y venga a comer. «Buenos días», dije. «¿Español?», me miró. «Siéntate aquí, conmigo». Obedecí, claro. No calló. En cuanto supo que yo era periodista de El Correo, de Bilbao, sacó toda una colección de anécdotas sobre carreras en el norte. «Allí la prensa me daba duro. Eran de Loroño», me atizó. Cordialmente.
Era mi segundo día en la Grande Boucle y estaba de cháchara con un mito. «Mi padre me hablaba mucho de usted. Le vio subir Sollube», le comenté. Al oír eso sacó del bolsillo de la chaqueta un taco de fotografías en las que aparecía en carrera. «¿Cómo se llama tu padre?», me preguntó. «Emilio». Y le escribió una dedicatoria. Tras dar cuenta del desayuno, Bahamontes notó que no había servilleta. Se limpió con el mantel. Un niño del hambre que tuvo que comer gatos en la posguerra no se detiene en esas minucias. La verdad es que no era un gran hotel. Eso pensé. Pobre inocente. No sabía lo que me esperaba. Francia es un país que roza