El Afilador Vol. 5. Julián García

El Afilador Vol. 5 - Julián García


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Eran como la lotería. Un día tenías premio y otro… te tocaba el hotel La Basilique. Llegamos tarde, como siempre. Se nos echaba la noche encima tras acabar la crónica y el reportaje de cada día, conducir un buen rato hasta donde estaba el hotel y, por el camino, cenar donde podíamos. Y en Francia, la noche cae cuando aún luce el sol. A las nueve, en pleno julio, ya está casi todo cerrado. También el hotel La Basilique.

      Tocamos la puerta. Nada. Llamamos por teléfono. Tampoco. Ya estábamos pensando en cómo ajustarnos para dormir en el coche cuando apareció una joven con dos perritos. Con gesto pícaro. Nos abrió. Casi fue peor. Nunca había visto un pasillo con moqueta en el suelo… y en las paredes. Era entre gris y parda. Un color no definido, barnizado por el paso del tiempo y tantas manos. Y, claro, olía. Bueno, había que dormir. Apagas la luz y te olvidas. Ya. A la mañana siguiente, frente a mi puerta, como un pequeño monolito, emergía de la moqueta la cagada vertical de un perro. Fresca. Qué asco. La esquivé y a desayunar. Zumo de bote, café malo y un cacho de pan. Como para reventar. En el Tour siempre hay prisa. Salimos pitando hacia la salida de la etapa de ese día con un peso en el ánimo. Por la noche nos tocaba otra noche allí, en La Basilique.

      Y, efectivamente, al volver seguía la deposición en su sitio. Eso sí, ya había comenzado a camuflarse con la moqueta. Entendí el color y el aroma de aquella alfombra que, en el fondo, era la piel interior del hotel. Allí continuaba por la mañana. Casi mimetizada ya. Otra vez el desayuno de supervivencia. Éramos los únicos clientes. La joven salió a despedirnos. Con su mirada pícara. Los dos perros ladraban.

      Sobre moquetas, descubrí poco después la cumbre del diseño de interiores. No recuerdo el nombre del hostal. Pero sí que tenía moqueta hasta en el techo. La sensación de calor en julio, de calor sucio, era insoportable. Quedaba la guinda. El baño. También con moqueta. Era pequeño. La alfombra alrededor del urinario tenía la coloración de una diana. Con ronchones que cambiaban de tono a medida que se alejaban del váter. Enseguida entendí la razón. El cliente que estrenó aquel agujero se arrimó. Dejaría escapar un par de gotas. A las que se sumaron las del siguiente usuario. Con el tiempo, la zona más próxima al urinario cogió ya otro color. Y los siguiente turistas optaron por alejarse un paso para mear. A distancia, la puntería no es la misma. Toma chorro sobre la alfombra. También cuentan las dimensiones de la manguera. Y el pulso. En fin, que para cuando yo llegué estaba claro que no convenía pasar de la raya de la puerta. Desde allí, con toda la maña que pude, descargué la ráfaga. Ni tan mal. Ducharse fue otra historia.

      El Tour siempre se para en los Pirineos. A menudo, en Lourdes, ciudad milagrosa. La fe ha levantado muchos hoteles. Nunca había estado y, la verdad, me sorprendió. Las colas para ir a la Gruta de la Virgen. Los rezos. La cantidad de personas mayores. Los aparcamientos para sillas de ruedas. Y, de nuevo, los baños de los hoteles. Tenían ganchos para las prótesis. De brazos, de piernas… Vete a saber. El de la habitación de al lado no dejaba de toser. Era una tos con silbido, mala, angustiosa. De alguien que había ido en busca del milagro. Pensé en cuántas personas así habían dormido sobre mi almohada. Por la mañana hubo consenso y decidimos no volver a Lourdes. No lo cumplimos. La aventura es la aventura.

      Y te regala horizontes. Como aquella mañana que me llamó Sergi, de El Periódico. Entonces solíamos salir a correr un rato antes de desayunar. «Vamos al Paso de Gois». A esa carretera anfibia que desaparece entre la isla de Noirmoutier y el continente cuando sube la marea. Allí se cayó medio pelotón y perdió sus gafas Alex Zülle en 1999. «A ver si las encontramos», me retó Sergi. Cuatro kilómetros de ida y lo mismo de vuelta. No está mal. Una ducha y al Tour. A veces no era fácil cuadrar las maletas en el coche. Se acumulaban los regalos que nos iban dando en las distintas salas de prensa: recuerdos, productos regionales, botellas de vino… «¿Botellas de vino? ¿Tú las guardas? Ah, pues yo las llevo al día», me soltó un día Felipe Recuero, de la Agencia Efe, un tipo entrañable que forma para siempre parte de ese paisaje sentimental que es para mí el Tour.

      Mira que nos maltrata esta carrera. Duermes donde te toca. Te levantas y haces un poco de deporte. Al principio footing, hasta que la espalda te lo impide. Luego, con la edad, te conformas con hacer gimnasia en la habitación. Te duchas, coges el mapa y te haces una idea del itinerario a recorrer. Suele ser una hora de coche hasta la salida. Aparcas en ese laberinto ambulante que es el entramado del Tour. Vas a la salida, al aparcamiento de los equipos, en pleno bullicio. Esperas a que bajen los corredores; si bajan. Hablas con algunos. Tramas algún reportaje. Acudes al Village, el recinto lleno de expositores del Tour, para coger la prensa. Hojeas L’Equipe, sobre todo. Haces algún «recortaje»: te quedas con una página que trae una buena historia. Y sales pitando al coche para huir del pueblo en cuestión antes de que parta la caravana. Si no lo consigues, te quedas allí atrapado y pasas el resto del día arrastrando el retraso.

      No dejas de sudar. Conduces desde el punto de salida hasta la meta. Dos, tres, cuatro y hasta cinco horas. Y si pillas un atasco en la autopista como el que nos paró a nosotros cerca de Beziers, te desesperas. Por la radio, France Info, escuchaba que David Etxebarria iba en fuga. Y yo allí, en la nada, rodeado de coches de turistas. Llegamos a la sala de prensa al mismo tiempo que los ciclistas a la meta. Afortunadamente ganó David… Millar. Menos mal. No sé cómo hubiera contado el triunfo de Etxebarria sin siquiera verlo. Con lo de Millar ya me apañé. Menuda sudada. Esa noche tuve que lavar toda la ropa. Para secarla usaba el truco de los viejos ciclistas. La envolvía en una toalla y la estrujaba. Funciona.

      También hace frío en el Tour. Incluso cuando en Briançon, punto clave de las etapas alpinas, no hay quien pare al sol. Al llegar a la sala de prensa tras adelantar a los autobuses de los equipos en el vertiginoso descenso del col de Allos, vimos que nuestros colegas de gremio llevaban chamarra, botas y hasta gorro. ¿A 35 grados? Tenía explicación. La sala estaba en una pista de patinaje. No se notaba al principio. El hielo estaba tapado. Pero enseguida empezó a subir el frío por los pies. Imparable. Primero te pones un pantalón largo y calcetines. Luego, el forro polar. Y, efectivamente, acabas con todo lo que tienes en la maleta. Cuando llegaron los corredores —creo que ganó el colombiano Boterosorprendió ver a algunos periodistas vestidos de invierno en plena canícula. Están locos estos plumillas, que no dejaban de estornudar.

      No hay día sencillo en el Tour. En 2007, cuando ya parecía que Rasmussen tenía amarrada la victoria tras una etapa en los Pirineos, llegamos a Pau a tiempo para cenar como dios manda. En el restaurante El Frontón. Primer plato, segundo y postres. Como personas normales. Sonó un móvil. Malo. Un cuchicheo. Peor. Saltó la bomba: Rasmussen había sido expulsado de la carrera por su propio equipo. Su hotel, el Novotel, estaba en las afueras de Pau. A correr. No habíamos probado ni bocado. Tuvimos que pagar el primer plato y, en ayunas, al Novotel.

      Los periodistas abarrotábamos el hall del establecimiento. Había otros equipos alojados además del Rabobank. Parecía una discoteca y alguien se hartó. Llamó a la policía, que desalojó la estancia. A la calle. Los redactores, con la pantalla del ordenador portátil alumbrando la noche, se acomodaron en bordillos y parterres rezando para que no se les agotara la batería. Las noticias llegaban entrecortadas, incluso contradictorias. Yo seguía dentro. El oficial que había dado la orden de salir me daba la espalda. No me vio. Así que me hice el desentendido. Duró un rato. El agente acabó por percatarse de mi presencia y me pidió explicaciones con las manos abiertas. Antes de que las cerrara le dije que por un periodista en el hall tampoco pasaba nada. Puse cara de bueno y resultó. De pie, en una esquina, escribí la crónica, la esquela deportiva de Rasmussen y, al mismo tiempo, la llegada al liderato de Contador. Acabamos de madrugada. Sin cenar y satisfechos con el trabajo.

      Los obstáculos te hacen querer más al Tour. Si no es difícil, no es el Tour. Hasta el viaje de vuelta a casa tenía lo suyo. Siempre me ha gustado pasear por París la mañana del lunes posterior al final en los Campos Elíseos. Es un rato de paz. Sin ruido. Sin prisa. Por eso prefería volver a Bilbao en coche. Así salía cuando quería, sin las apreturas de un horario de avión. Qué son nueve horas al volante tras 25 días en los que, fácil, había sumado más de ocho mil kilómetros.

      Y eso hice. Paseo. Unos regalos para las niñas y al coche. Tranquilo. Lo que pasa es que llevas el nervio del Tour. Sigues pisando el acelerador por inercia. De París


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