En busca del elefante. Kyung-ran Jo
me tomó disimuladamente por los hombros. Metí mi brazo en el suyo y miré despreocupadamente la cara del joven bien crecido y sano como un abedul. A partir de entonces me llamaba madre en vez de tía, en un tono limpio y claro, como si le hubieras dicho que me llamara así. Sí, claro. No había sido nunca tu tía. Es una historia tan lejana.
Cuando se fue el joven, tu tío me dijo que le parecía que formaban una buena pareja, muy armónica, pero no estuve de acuerdo. No sabía en qué pensaba tu tío, pero acercó mi cabeza hacia él. Mientras te despedías, yo lloraba con la cara escondida en su pecho. En cuanto oí que entrabas al salón, me encerré precipitadamente en el baño. No quería dejar al descubierto mis ojos enrojecidos. Cuando salí del baño, jugabas paduk1 con tu tío. Después de que lavé los platos, te volviste hacia mí riendo alborozada enseñando tus blancos y bien ordenados dientes. ¿Sabes cuánto tiempo hace que ocurrió eso? No sé por qué lo recuerdo con dificultad, como si hubiera pasado hace mucho tiempo. No. No es eso. Todavía recuerdo todo lo que tú recuerdas. Tampoco podría decir que no sé nada de tu dolor de ahora.
El hombre que de ti se ha ido una vez, no podrá volver a ti y ser el mismo de antes. Lo triste no es que se hayan separado, sino que no lo reconocerás cuando vuelva. Él no te abandonará, ni tú puedes olvidarlo. Así como ese viento tiene fuerza para esparcir las semillas a lo lejos, Byongha vendrá a buscarte como si fuera una semilla diferente, pero tendrás que estar despierta. A propósito, Yunsul, ¿estarás despierta cuando termine mi relato? Vamos al bosque. Vamos a ver los árboles que tienen más edad que la mía y la tuya juntas, flores y mariposas también. Estando allí, contigo, creo que podría contarte algo que nunca te he dicho. ¿Sabes?, la muerte del joven no la provocaste tú.
En aquellos tiempos las hierbas crecían de color verde suave, la magnolia y el ciruelo se llenaban de flores y también dieron frutos. A veces, cuando tú y yo nos despertábamos temprano, tu tío sacaba las raquetas de bádminton. Era agradable oír los golpecitos ligeros y rítmicos del volante en las raquetas; yo ya tenía listo el arroz y preparada tu mochila. Ya bien entrada la noche, caían fuertes gotas de lluvia y granizaba. Tú entrabas aterrorizada a mi cuarto y pasabas la noche entera abrazándome, en medio de nosotros, con tu tío tumbado hombro con hombro, igual que sucede en otras familias.
Antes de que conocieras a ese joven llamado Byongha, solías decirme, como si tuvieras la costumbre de hablar, que querías encontrarte con un hombre como tu tío. Cada vez que él te oía decirlo, cogía mis manos estallando en una risa vacía, de vergüenza. Podía advertir que tus ojos, fijos en él y en mí, estaban a veces llenos de lágrimas, pero no nos preguntaste más acerca de tus verdaderos padres y no había nada que pudiera decirte además de lo que ya sabías. Ahora recuerdo también que, cuando vimos a Byongha por primera vez, su aspecto y su forma de hablar eran parecidos a los de tu tío.
Tu tío es un hombre duro que nunca te ha considerado como su hija en ningún momento. Pese a que no fue una decisión fácil, prometió que vivirías con nosotros, y desde entonces ha cumplido su promesa sin alterarse. Bueno, a decir verdad, ahora me parece que él creía que la causa de que no tuviéramos hijos se debía a tu presencia. Es decir, consideró que la cigüeña que nos traía un niño, cuando oyó tu llanto o vio tus ropas colgadas en el tendedero, se fue a otro hogar cambiando de rumbo. Yo entonces le arañaba la espalda, chillaba o le tiraba brutalmente lo que tuviera a la mano: un florero, un cojín, cualquier cosa. Recordándolo ahora, creo que mi actitud no se debía a enojo con tu tío, sino al remordimiento y odio contra mí misma por haber empezado a creer en esa posibilidad.
Esos días no duraron mucho. Me pareció que tu tío, en el transcurso de unos diez años, abandonó las ganas de tener hijos. Ni él ni yo pensábamos en la causa de mi esterilidad ni en la inseminación artificial. Pensábamos que no deberíamos hacerlo delante de ti o mientras vivieras con nosotros. Después de hacer el amor, a la mañana siguiente, tu tío me decía lo que había soñado la noche anterior antes de levantarse de la cama. Eran cuentos de bultos vellosos, pequeños y ligeros, como esporas circulando por el cielo y cayendo de repente, como si florecieran, pero el viento se los llevaba separados; otro día, que tenía sobre las rodillas un cesto lleno de manzanas todavía sin madurar… Me parecía que tu tío ansiaba tener hijos, en cambio yo… No sé exactamente si lo quería también. Hace 25 años que vivo contigo. Ahora te has convertido en mi hija y en mi árbol, no en la hija de mi hermana mayor. Quiero mucho a tu tío. Igualmente te gusta a ti y lo sigues.
Pero, mira, el hombre al que quiero no es tu tío.
Le supliqué al médico que empezó a quitar la toalla enrollada con muchas vueltas en tu muñeca. Quizá te llegó mi voz a los oídos cuando estabas inconsciente. Movías un poco tus labios y también temblaba tu cuerpo. En ese instante la sangre salió a borbotones al ritmo del palpitar de tu corazón. Tu sangre escarlata salpicó no sólo las gafas y la bata del médico, también a mí me cayó en la frente y en el pecho. No imagino dónde tenías tal cantidad de sangre en tan diminuto cuerpo. Los médicos y las enfermeras que hacían guardia en la sala de urgencias intentaban llamar a quiroprácticos u ortopedistas, mientras otros médicos y enfermeras desinfectaban con gasa remojada en antiséptico la muñeca en que se veía claramente la arteria herida y trataban de contener la hemorragia con compresas.
Entré como pude al quirófano siguiéndote, a pesar de los repetidos obstáculos que me ponían las enfermeras, porque no te iba a dejar sola nunca. Parecía que tu ligamento estaba muy dañado. Era porque después de la operación para ligar la arteria, hicieron otra para su restablecimiento. Ni siquiera se preguntaban por qué habías pretendido suicidarte a los 25 años, siendo una chica de hermoso cabello oscuro. Ya sé, es porque han sido testigos de muchas otras muertes. Me pareció que no prestaban la menor atención a mi súplica de que te salvaran la vida.
Por la tarde empezó a circular calor por los dedos de tus pies y las puntas de los dedos de las manos, por lo que pude concluir que estabas a salvo, no por tu risa ni por tu voz clara y fresca, sino por los dedos de manos y pies.
Después de que una enfermera te puso una inyección con solución de Ringer, salí de la enfermería para ir al patio. Tuve oportunidad de salir después de largo tiempo. Ya pasaron dos días de mucho ajetreo en el hospital y, sin embargo, tu tío no vino ninguna vez a visitarte. Te hiciste un grave daño nada menos que con una espada colgada como adorno en la pared de su estudio. No se enfadó contigo, sino consigo mismo por haberla dejado ahí. Cuando estés bien, iremos de viaje en barco con tu tío a alguna isla lejana, ahí comeremos cacahuates sentados en la playa hasta que se ponga el sol en el horizonte. Haremos un esfuerzo para olvidar todo lo que pasó y luego volveremos a nuestra ciudad. Ya para entonces se habrá cerrado la herida en tu muñeca.
Flotando sin posibilidad de precipitación se paseaban por el cielo nubecillas blancas; de lejos venía un ligero viento impregnado del aroma de algunas flores. Yo, de frente, desafiando al viento, intentaba traerte a la memoria al joven Byongha, a tu tío que nunca estuvo aquí, a tus padres y a una persona especial: ese hombre que mora en mi corazón como semilla que nunca se pudrirá aunque pasen mil años o como un pino inmortal en lo alto de una meseta desierta.
Fue un asunto reciente, de hace dos años. No sé si te acuerdas de mí en aquellos tiempos. Yo me ausentaba de casa durante varios días, y a veces me encontrabas estupefacta en la sala, sentada en la oscuridad de la madrugada, cuando despertabas e ibas hacia el baño. Ése era mi aspecto poco tiempo después de ocurrido el accidente.
En el templo budista Haejusa al que solía ir, realizábamos servicios voluntarios reuniendo a los vecinos del mismo barrio. Bañábamos a los minusválidos, lavábamos la ropa sucia y les preparábamos kimchi2 para que resistiesen el frío invierno. Además, repartíamos arroz de casa en casa. ¿Recuerdas el restaurante Tosarang, situado en la segunda planta del edificio comercial, del lado opuesto a nuestra casa? Ése era el restaurante que inauguró uno de los miembros del grupo al que yo pertenecía. Seguro que lo recuerdas, ahí comías a veces con tu tío, por supuesto sin invitarme. Después de la inauguración nunca más fui allí.
El día