En busca del elefante. Kyung-ran Jo
hombre que tenía tuberculosis. Cada primavera dudaba si viviría aún o si habría muerto hacía ya bastante tiempo. La primavera pasada, de repente, me vinieron ganas de verlo, tanto que no podía aguantarme. Pensaba qué podría hacer para localizarlo, pero luego dejé de pensar en él, porque estaba segura de que, una vez que volviese a verlo, no soportaría vivir sin seguir mirándolo.
Así fue, Yunsul. No me tenía confianza. Si lo veía de nuevo, me parecía que volvería a ser otra vez yo, queriendo como antes, liberando todo lo que había guardado dentro de mí durante 17 años desde que me separé de él.
En la primavera de ese año soñé que nos abrazábamos, que sus manos tocaban mis hombros, mi nuca, y mis ojos estaban tan vivos que creía que todo era realidad. Se oía el ruido de los vellos de mi cuerpo erizándose. Cuando sus manos tocaron, por fin, mi pecho, de repente desperté sorprendida. Aunque estaba despierta del sueño, un sudor frío corrió largo rato por mi espalda. Su toque tan vivo y claro en mi cuerpo me parecía que no era un sueño. Me levanté de la cama y miré a mi alrededor, observando todos los rincones de la casa. Creí sentir por mucho tiempo sus manos calientes sobre mí.
Un poco antes de que nos separáramos, fui a medianoche a su estudio de arte, me quité la ropa y me metí en la bolsa de dormir de la que él acababa de salir. Oí que apagaba la luz. Aspiré una bocanada de aire y esperé a que viniera. Quería hacer el amor con él por primera vez en mi vida, como tú lo hiciste con el joven Byongha. Se oyó el ruido cuando cerró la puerta. No volvió a su estudio en toda la noche.
Días después de aquel sueño, sentada en el jardín debajo de la magnolia cuyas flores estaban por brotar, murmuré para mis adentros: “Pareciera que él ha muerto”.
Eso ocurrió el año pasado.
El leñador me vio de reojo.
Esta primavera, un año después de lo ocurrido entre él y yo en el sueño, un hombre desconocido, al que no había visto nunca, me informó de su muerte en un lugar extraño.
¿Qué significaba? El leñador interrogó con la cabeza.
Era probable que él mismo hubiera pronosticado su muerte. Él no me amaba. Nuestro final fue de verdad horroroso. Había tirado con violencia al suelo todas las obras que había en el estudio y me ordenó que me marchase. Las figuras quedaron hechas trizas esparcidas por todo el cuarto. Me pareció que si uno de los dos no salía del lugar, alguno quedaría lesionado o ocurriría un accidente aún más grave. Llorando me volví hacia él y le dije que me marcharía, pero que le suplicaba que se tranquilizara.
Pero, oye, Yunsul, en ese momento no estaba segura de que él no me quisiera. Probablemente temía por su cuerpo enfermo y por su futuro que no podía ver ni imaginar con anticipación, y por la chica Seo Mihyang de 23 años.
A partir de entonces, igual que antes, seguía visitando la casa del leñador para ofrecerle mis servicios voluntarios. Lavaba el cuerpo de su anciana madre, preparaba los alimentos y, después de terminar el trabajo en su casa, pasaba el tiempo sentada en el pasillo junto con el leñador, y luego volvía a mi casa. Mientras tanto, pasaron casi sin sentir la primavera y el verano; después vino el otoño, como de repente, un día en que las hojas del ginkgo del patio empezaron a teñirse de amarillo. Fui a su casa justamente después de una semana. Cuando iba a regresar a mi casa, después de haber terminado el trabajo, el hijo de la anciana me cogió por el brazo. El hombre, cuya cara estaba cubierta con la careta y la gorra, me preguntó con mucho cuidado si tendría tiempo para él. Los ojos dentro de los párpados arrugados tenían un brillo intenso.
Cuando iba a sacar la llave del coche, se acercó del lado opuesto al del conductor. Subió y empecé a conducir a toda velocidad. Al pasar por la caseta, le pregunté a dónde íbamos. No me contestó. Las luces cálidas del sol de otoño, pasado el mediodía, penetraban por las ventanas; sentía que mi frente y mi cráneo se ponían cada vez más calientes, como quemados por un fuego. Atravesamos la ciudad de Jeongson y paramos en un recodo que conducía a la entrada de un bosque.
Sacó de la cajuela una maleta dura, grande y cuadrada, se la echó al hombro y empezó a andar delante de mí. Lo seguía muy de cerca; mientras él andaba con pasos largos, varoniles; conjeturé que me enseñaría cierto árbol, pero ¿por qué?
A medio bosque detuvo súbitamente sus apresurados pasos. Me le quedé viendo con mirada recelosa. Gruesas gotas de sudor corrían por su frente. Me acerqué a tocar la corteza seca de un árbol que más bien parecía estar cubierto de plastas de lodo. Le pregunté cómo se llamaba ese árbol. Me contestó que era un roble blanco y agregó que hacía mucho que no entraba al bosque. Sí, claro, es comprensible. Difícilmente pudo salvarse de un incendio forestal tan grande. Me parecía que aún no se había recuperado del terror de aquellos tiempos, pues vi con mis propios ojos cómo temblaban sus hombros.
—Ahora vea bien —dijo el leñador.
Abrió la maleta. En ella estaban acomodados unos cables negros enrollados fuertemente, una sierra y un hacha de mano envueltas en cuero y otras herramientas cuyos nombres yo no sabía. Y, fíjate, Yunsul, que en ese momento me invadió un miedo que se apoderó repentinamente de mí: miedo a la sombra densa del bosque y a lo que sucedería en adelante. Empezó a clavar en la base del árbol de más de cien años un clavo amarrado al cable. Mientras lo metía en el tronco, me sentí aterrorizada, como si me conectaran a un electrodo de cien voltios, de manera que me sacudía con escalofríos.
—¿Qué hace? ¿Qué está haciendo ahora? —murmuré, abriendo la boca con dificultad.
—Tranquilícese. Esto no le hace daño al árbol —dijo el hombre conectando un legajo blanco de papeles al cable extendido, volviéndose hacia mí.
Sus ojos parecían más tranquilos y calmados que nunca. Respiré profundamente el aire que nos rodeaba. Esperó hasta que me sosegué, y anduvo unos cien metros más, dirigiéndose a un árbol al que empezó a enlazar con el cable eléctrico. Yo lo seguía constantemente, horrorizada por el miedo de ser abandonada en el bosque. Después de conectar el cable entre los árboles separados por una distancia de cien metros, puso la maleta en medio de los dos árboles. Encima de ella empezó a desdoblar los papeles atados al cable extendido entre los dos árboles.
—Será mejor para usted comprobar con sus ojos, que tratar de entender.
Sacó un legajo y me lo enseñó. Una línea delgada estaba trazada horizontalmente entre unos signos que no reconocí.
—Mire bien esta línea que está muerta, sin moverse —dijo el leñador volviéndose hacia mí con un hacha pequeña en la mano.
Sacudí dudosa la cabeza, porque no entendía lo que me decía ni lo que estaba haciendo en el centro del bosque.
—Éste va a ser un árbol emisor de mensajes —me llevó al primer árbol al que conectó el electrodo. Miré hacia arriba los robles exuberantes. Se veían pasar lentamente unas nubecitas entre las puntas de las ramas. De repente empecé a tener miedo del leñador que llevaba en su mano un hacha brillante. Por eso levanté mis ojos a ver el cielo que a veces aparecía entre las ramas allá arriba.
Finalmente empezó a dar hachazos a la base del tronco del árbol emisor: uno, dos, tres…
¡Bum!, ¡bum!, ¡bum! Me tapé los oídos con las manos, pero el leñador no paraba de dar hachazos. Creí que mis manos temblaban tanto que mi rostro se había deformado. Justamente después de otros tres hachazos, me tomó de la mano y empezó a correr conmigo hacia donde estaba la maleta. Me caí unas cuantas veces tropezándome con las raíces taladas en varios lugares, sin embargo, lo seguía. Me enseñó el legajo blanco que estaba encima de la maleta que conectaba el cable con el árbol y algo increíble apareció ante mis ojos.
La línea del aparato de registro del árbol emisor, que estaba muerta, se irguió de súbito como un ave que aleteaba para volar más alto hacia el cielo. Esto ocurrió justamente después que el leñador había dado tres hachazos. Esa línea, que se había elevado como se movía su propio cuerpo, esta vez trazaba tranquilamente una línea recta. El leñador, que observaba con atención cómo yo comprobaba lo