En busca del elefante. Kyung-ran Jo
pasado tan sólo unos 10 segundos después de dar los hachazos al receptor, cuando la línea del aparato de registro voló hacia arriba, al igual que la del emisor. Tapándome la boca con una mano, observaba constantemente el aparato. La línea de registro del árbol emisor subió hasta el final del último papel y, después, volvió a su lugar, como si aliviara su agitación en cierto momento. ¿Estaba yo soñando? Noté las bellotas color castaño claro, los débiles rayos del sol que penetraban entre las hojas de los árboles exuberantes, el viento suave que me desordenaba el cabello, aquellas nubecitas en el cielo, el canto de las aves y la tierra marcada por mis pasos. Estaba más despierta que nunca, Yunsul. Vi con claridad en los papeles las marcas de los árboles.
A mis oídos llegó una risa tan fuerte que me rompía los tímpanos. Como reflejo levanté la cabeza rápidamente y miré al leñador lejos de mí. Estaba carcajeándose y se retorcía todo. Se reía, pero era como si aullara en medio de la oscuridad de ese bosque de terror. Era una mezcla de llanto y risa. ¿Cuándo se habría quitado la careta y la gorra? Sus risas eran prolongadas y después se cortaban lentamente. Pronto el bosque se sumergió en el silencio.
Antes de que yo conectase una parte del cable con otro árbol más alejado del árbol receptor, ya se trazaba cierta línea recta que no mostraba ningún movimiento. Pero…
—Ya lo he visto —le dije melancólicamente.
—Cuanto más separados estén estos dos árboles, el receptor recibirá el mensaje tanto más tarde. Lo cierto es que los dos árboles se comunican.
—Pero no entiendo nada.
—No podemos afirmar que aquellos dos árboles no sean reales porque no entendemos los mensajes que se mandan entre sí.
—Entonces, ¿se comunican mientras estamos sentados aquí?
—Creo que lo que vemos no es todo, pero estoy seguro de que es verdad. Soy un hombre que ha pasado la mitad de la vida en el bosque.
Sus palabras fueron claras: los árboles saben cuándo van a morir; las semillas, las frutas y flores particularmente hermosas… Estos fenómenos no son casuales.
—El hombre del que me ha hablado nunca morirá, ya que usted lo recuerda siempre. Creo que cada vez que lo recuerde, él también la estará recordando al mismo tiempo.
Me informé de las direcciones de mis condiscípulos con quienes había dejado de comunicarme hacía tiempo y los llamé por teléfono. Con dificultad contacté a un compañero del condiscípulo mayor Chong Sukyu, y cuando lo logré, pese a que habían transcurrido 17 años, tardó sólo unos segundos en reconocerme. Recordó mi nombre exactamente, pero no lo utilizó para llamarme. No me preguntó dónde había conseguido su dirección ni por qué lo había localizado. Me pareció que estaba enfadado conmigo. En aquel entonces, él mantenía relaciones amistosas con Chong Sukyu, viajaba con él en la línea ferroviaria Kyongchun3 y estudiaba con él después del trabajo. Le dije con voz débil que quería saber dónde residía Chong Sukyu y él guardó silencio.
—¿Que dónde vive ahora? —fue lo único que dijo, fríamente, después de un largo silencio.
—Sí. Actualmente —contesté sin vacilación.
—Ya ha pasado mucho tiempo…
Aunque haya pasado mucho tiempo, quiero cortar aquel pasado, cuando lo quería, para guardarlo. No obstante, no pude explicarle la verdad a su amigo. Cualquier cosa que le dijera parecería una excusa, como si quisiera explicar lo que me había pasado. Sabía que Chong Sukyu, después de separarse de mí, no se había matriculado en su departamento y se había quedado un tiempo en el estudio de este compañero en la ciudad de Byokche de la provincia de Kyonguido. Ésa era la verdad que yo sabía. Si no me hubiera contestado tan fríamente, le habría propuesto vernos de nuevo.
—No te equivoques.
—…
—La causa de su muerte no fuiste tú.
—No es eso lo que me interesa.
No quería verme tímida ante el condiscípulo mayor. Sentí que cierta rivalidad empezaba a surgir con lentitud en mi mente. ¿No sería más bien tristeza que rivalidad?
—Tú no tuviste la culpa de su muerte.
—No importa. Lo que ahora importa no es eso.
Me dijo que las cenizas con el nombre de Chong Sukyu estaban en el templo budista Mikwangsa, en la ciudad de Pachu, y después guardó silencio de nuevo. Quería saber, por ejemplo, con quién se encontró justo antes de su muerte. Sin embargo, no pude preguntarle nada más, porque me percaté de que aún sufría por la muerte de su compañero. Colgué de golpe el teléfono.
El día en que fui a verlo por primera vez, en lugar de ir en mi propio vehículo fui en metro hasta Gupaval. Ahí tomé un autobús interurbano hacia la ciudad de Pachu. Esta manera de viajar fue a propósito, para hacer un recorrido más largo. Sin embargo, no tardé más de 35 minutos en llegar a Pachu. Además, el autobús se detuvo justamente a la entrada del templo budista. Al bajar, me dolía un poco la espalda. Sería posible que estuviera tan cerca de mí. ¿No se me aparecería el muerto? Tenía unas ganas inmensas de llorar aferrada a cualquier árbol cerca de la parada del autobús.
Al parecer eran vísperas del día del nacimiento de Buda. Las lámparas estaban colgadas a lo largo de ambos lados de la calle hacia la entrada del templo, y también había una multitud de creyentes haciendo cola delante de la ventanilla de entrada. Cuando me tocó el turno, di su nombre y pedí que buscaran en el registro. La razón por la que no fui directamente al templo era para comprobar la fecha exacta de su fallecimiento. Se me figuró que debía de ser el día en que apareció en mi sueño para tocarme y se esfumó de repente. No estaba su nombre en el registro. Se notaba claramente en la cara de la anciana creyente cierto nerviosismo, pues hojeaba y hojeaba los papeles. Al final me enfadé con ella y alcé la voz. Sin embargo, ella era solamente ayudante del templo y no debí enojarme.
Un monje budista se me acercó. Me dijo que era el encargado del templo y que recordaba todos los nombres de los muertos, si los parientes habían celebrado el rito budista del día cuadragésimo noveno después del día del fallecimiento, pero añadió que a él no podía recordarlo. En esos momentos sentí que se me doblaban las rodillas. Me mordí el labio inferior y me marché dejando atrás la ventanilla de información. Sin embargo, no fui directamente al templo del guardián de niños y viajeros. No sabía cuándo había muerto ni era seguro que su nombre estuviera en este templo.
El monje budista me siguió y me preguntó cuántos años tenía y en qué año murió. Me dijo que una persona había desparramado unas cenizas en la montaña detrás del templo, en vez de guardarlas ahí, después de haberlo incinerado en la ciudad de Byokche. El monje conjeturó que podrían ser las de Chong Sukyu, a quien yo buscaba. Me enseñó cómo subir la montaña y se fue hacia el templo principal. Sentía tanta tristeza por no verlo, que tenía un dolor punzante en los ojos. Y me costó mucho soportar que alguien hubiera esparcido las cenizas en la montaña sin celebrar el rito del día cuadragésimo noveno por el difunto. Cuando nos hicimos novios, veía a su madre y a sus tres hermanos. Me preguntaba por qué se despidieron de esa manera de Chong Sukyu, como si tuvieran malas relaciones con él o lo hubieran abandonado. Empecé a escalar la montaña con inseguridad, dando traspiés.
No valía la pena llamar a ese lugar una montaña. No era más que una colina desierta. Avanzando hacia allá, no había camino por donde subir y se veía una superficie plana. En eso consistía la supuesta montaña. Me sentí angustiada de que este sitio tan vasto y desértico fuera donde estaban esparcidas sus cenizas. Me llenaba más de pesadumbre que ese hombre pulverizado estuviera en lugar tan desolado que su muerte misma, y no me daban ganas de visitarlo de nuevo. Fue un día muy estéril. No sentía ni un poco de aire y era la época en que, por unos días, sufríamos el fenómeno atmosférico del polvo amarillo.4 ¿Quién se dignó venir a la