El color de los sueños. Juan José Castillo Ruiz
en el camino.
Ya en tierras donde la persecución era menor o casi ninguna, de momento, al amanecer del siguiente día, comenzaron a caminar rumbo a Montejaque. A medida que se alejaban del cortijo de San José, Paulino no podía ocultar su tristeza y su rabia, a la vez que un remordimiento le rompía el alma, cada vez que pensaba lo que podría estar sufriendo Teresita, el amor de su vida, y su hijo, ¿qué sería de su hijo? Se sintió cobarde y arrepentido, pensaba que el haber huido no era la solución. Volver atrás era impensable, no sabía dónde estaba, y eso sería un suicidio, buscar consuelo en José tampoco le serviría de nada. Continuó caminando paso a paso, y siempre detrás de José, atravesando aquellas montañas solitarias de sierra Blanquilla, donde solo el silbar del fuerte y cálido viento era lo que rompía aquel silencio estremecedor.
A media mañana divisaron un pueblo, y aunque les dijeron que los habitantes de aquella zona, eran republicanos, todas las precauciones eran pocas. José le aconsejó a Paulino que llevase la escopeta cargada. No estaba tan seguro José de que lo que acababa de avistar fuese un cuartelillo, aunque al ser un albergue pequeño, en mitad del campo, y a poca distancia del sendero que conducía al pueblo, pensó que alguien estaría vigilando o quizás escondido, y esperando a que algún desconocido, pasase por allí, y sin mediar palabra, poder sorprenderlo y cazarle como a un conejo.
Agazapados entre matorrales, José sacó de su pequeño morral una honda cabrera. La destreza con la que José manejaba aquella honda, que él mismo hizo de cáñamo durante sus años de cabrero, era impecable. Sin pensarlo dos veces, y de rodillas en la tierra, alzó la honda al aire y girándola varias veces alrededor de su cabeza, lanzó una piedra que salió disparada a velocidad de rayo. Al recibir aquel durísimo impacto, los cristales de la pequeña ventana de la casilla estallaron en mil pedazos, y varias palomas que anidaban en su interior, salieron volando despavoridas. Paulino, boquiabierto, felicitó a José, dándole un abrazo por tan formidable gesta.
Esperaron un poco resguardados en aquel matorral espinoso, y convencidos de que estaban solos, prosiguieron su camino.
Paulino y José llegaron a Montejaque ya entrada la noche. En la plaza del pueblo, junto a la iglesia de Santiago el Mayor, un puñado de jóvenes campesinos, alienados en formación militar, forjaban las primeras milicias, con el fin de luchar hasta la muerte en contra de los invasores y en nombre de la República.
Ambos se enrolaron al grupo, y al igual que el resto de ellos, el cabecilla del pelotón les informó de la ruta y los pasos a seguir.
La moral muy alta, el coraje, la valentía y la fe eran las armas más poderosas con las que contaban para defender sus posesiones, sus tierras y su patria, pues pocas eran las escopetas y municiones de las que disponían para combatir.
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