El color de los sueños. Juan José Castillo Ruiz
esta le obligó a hacer allí, en ese momento, de que una vez que diese a luz, se desprendería de su criatura y regresaría sola a Calabazas.
Doña Mercedes pensó en darle la noticia de la visita de su hija a la prima de su padre, por mediación de don Antonio, el párroco de la Iglesia del Rosario. En esos pueblos y aldeas, la obligación de oficiar misa en varios de ellos le pertenecía a un solo sacerdote, el cual recorría aquellos parajes a diario, y en el caso de don Antonio, le tocaba visitar Moraleja de las Panaderas, pueblo donde habitaba la señora Amelia (que así se llamaba la anciana señora).
Al cabo de unos días, estando una tarde confesándose doña Mercedes, don Antonio le comunicó que la señora Amelia estaría encantada de recibir en su casa a Teresita, se sentiría muy acompañada y podría quedarse el tiempo que ella deseara. No la veía desde que hizo la Primera Comunión.
Aún no había organizado doña Mercedes los preparativos del viaje de su hija, cuando una mañana, muy temprano, aprovechando que su esposo e hijos ya habían salido a faenar, y su hija dormía, con cautela y silenciosa, salió de su casa y se dirigió a las tierras donde ella sabía que Paulino estaría trabajando.
Efectivamente, Paulino comenzó a labrar las tierras antes de que amaneciera. Lo hacía casi en redondo, empujando el arado con fuerza y arreando a las mulas continuamente. El terreno estaba seco y era duro para los animales avanzar de una forma uniforme. Despuntaba el sol por el horizonte, cuando Paulino detuvo el arado en un recodo de la finca, donde los árboles de la vereda daban siempre una sombra agradable, y como acostumbraba a hacer, se sentó, empinó su bota de agua, y con la mirada puesta en el cielo, echó un buen trago antes de continuar faenando. Al bajar los brazos una vez satisfecha su sed, con sorpresa reconoció a doña Mercedes, que se acercaba hacia él, lentamente. Cuando estuvo cerca, esta levantó la mano y señalándole con el dedo pulgar, comenzó a hablarle en un tono agresivo sin dejarle pronunciar palabra.
—Señora Mercedes, verá... —decía Paulino a medida que se incorporaba.
—¡No hay nada que ver! —gritó doña Mercedes—. ¡Levántate y escúchame bien! ¡Te aseguro que no volverás a ver a mi hija por mucho tiempo, olvídate de ella, y jamás cuentes a nadie nada..., tu presencia en mi casa ya no es grata y deja de llorar como un niño perdido, cuando lo que tenías que haber hecho es pensar como un hombre responsable, antes de deshonrar a mi hija! ¡Ya me encargaré yo de mi hijo Romualdo, al que sobornaste y compraste con dinero sucio!
Hundió su mano en el bolsillo de su bata negra y sacó siete reales, los cuales arrojó a la tierra con fuerza, diciendo:
—¡Son tuyos, Judas!
Paulino no podía creer lo que estaba sucediendo, era una pesadilla, quería pensar que era un mal sueño, pero era consciente de la realidad y la responsabilidad de convertirse en padre. ¿Cómo podría ponerse en contacto con Teresita? Necesitaba verla, tenían que hablar. ¿Qué harían? ¿Cómo le había ocultado ella algo tan importante y tan serio?
Doña Mercedes dio media vuelta y al caminar, a cada paso que daba, su cuerpo se inclinaba hacia la derecha, por no poder asentar bien ambos pies, debido a un defecto que tenía a consecuencia de una caída que tuvo de una mula, cuando era pequeña.
Cuando Paulino la vio desaparecer al final del cañaveral, este sin pensarlo dos veces, y olvidándose de recoger sus reales, salió disparado, cortando camino por una trocha, la cual conducía a la aldea y la que tan bien conocía. Fueron muchas las veces en las que, él y Teresita cruzaron esa vereda cuando aún eran niños y jugaban por aquellos parajes. Llamó Paulino discretamente a la puerta de Teresita, sin dejar de mirar a su alrededor, temiendo que alguien lo observara. Ella apareció en el umbral, contaba con muy poco tiempo para conocer los detalles, ambos estaban muy nerviosos e inquietos, doña Mercedes podía aparecer en cualquier momento por la esquina, por eso lo más importante era saber qué planes tenía la madre. Abrazándola con todo su cariño, y acariciándole el cabello, la besó tiernamente, y mirándola a los bellísimos ojos llenos de lágrimas, le prometió que nunca la abandonaría. Ella sabía que la madre la enviaría a Moraleja de las Panaderas, pero no le había dicho cuándo, él debía de estar muy atento a su partida y observar en todo momento los movimientos de su casa, aunque sin duda alguna, la señora Mercedes le comunicaría a la familia de Paulino la
decisión que había tomado de enviar a Teresita por algún tiempo con aquel pariente, a fin de asistirla. Como así fue, habían pasado solo dos días desde que Paulino tuvo aquel encuentro con doña Mercedes, cuando estando su familia reunida durante la cena, el padre, don Fabián, describió con pelos y señales lo que habían decidido sus parientes, referente a Teresita, de enviarla por una temporada fuera de la aldea. Paulino, aparentemente, casi sin prestar atención a lo que su padre contaba, seguía comiendo con apetito un trozo de queso Cabral, unido a un exquisito pan horneado en casa y un buen trago de vino.
CAPÍTULO III
Habían pasado tres días después de los Santos en noviembre, cuando Paulino decidió ponerse en marcha hacia Moraleja, aunque en casa creyeron que se dirigía a la cercana aldea del La Zarza a contratar un peón, del cual le habían dado muy buenas referencias, y para la recogida de la cosecha de la remolacha le hacía falta una buena ayuda.
Se informó Paulino de que aquel día el párroco don Antonio se quedaría en la aldea, y eso lo tranquilizó, ya que todo lo que en esos pueblos y aldeas sucedía, era el párroco quien primero lo sabía, precisamente era el cura quien llevaba y traía noticias a Teresita, de su madre, porque esta nunca la visitaba.
Cruzaba Paulino aquellos campos solitarios, camino de Moraleja. El sendero estaba embarrado a consecuencia de la lluvia caída la noche anterior y la mula tiraba lentamente del carruaje, dando tumbos de izquierda a derecha. Cuando llegó a un cruce donde otro camino conducía a Olmedo, recordó aquel domingo inolvidable, en el que apenas recién cumplidos los siete años, fuertemente cogido de la mano de su madre, se dirigían a un lugar mágico. ¡Era un día especial! Llegaron desde muy lejos los payasos, los titiriteros, el circo! Lloviznaba, no quería mirar al cielo para no ver aquellos negros nubarrones que amenazaban una fuerte lluvia, necesitaba pensar que el sol saldría muy pronto.
—¿Verdad que dejará de llover mamá?
—Claro, hijo —respondió esta.
Fue una respuesta no muy convincente. Seguimos andando, la lluvia arreciaba, los zapatos que había estrenado ese día se hundían cada vez más en el barro del camino. Íbamos tan rápido, que mis calcetines desaparecieron dentro de ellos y mis pies se enfriaron, y mis mejillas deberían de estar muy rojas a causa del viento frío y la emoción.
—Ya estamos cerca —oí decir a mi madre, con su sonrisa llena de amor y ternura. Me apretó fuertemente a su falda, que también empezaba a mojarse.
Dentro de aquella enorme carpa de lona, una vez sentados mi madre y yo en unas gradas duras y húmedas de madera, de improviso y como por arte de magia, delante de mí, comenzó a pasar una cabalgata de animales, titiriteros, monos que saltaban haciendo piruetas, payasos y músicos, un espectáculo que nunca había visto antes. Mis ojos se abrieron y mi boca quedó abierta ante tanto colorido y sonido. Gritábamos todos al unísono. Mi madre, abrazándome, me miraba con una sonrisa de satisfacción, y en su rostro se reflejaba su cariño, y la alegría que sentía al verme tan feliz. Mi corazón latía con fuerza, cuando desde lo más alto de la carpa, unos hombres saltaban de un sitio para otro, dando vueltas en el aire, y sujetándose a una barra de madera atada a unas cuerdas, lo hacían una y otra vez. Mi madre me dijo que eran trapecistas. Estuvimos en aquel lugar hasta que el último enano desapareció detrás de una cortina roja, y al que recuerdo por su extraordinaria agilidad, saltaba y botaba como una pelota maciza. ¡Su figura diminuta en el aire era gigantesca!
De todo cuanto vi aquel día, lo que más se quedó grabado en mi mente, fue una figura maravillosa, era todo color, alegría y sonrisas, aun recuerdo su mirada, tan triste, y su boca tan grande, pintada de rojo y blanco. Me asombró su nariz, era como una bola de billar, sus grandes zapatos, ¡cuánto me hizo reír! Mi madre me dijo que se llamaba Coco, ¡el más payaso de todos los payasos!
Fue