El color de los sueños. Juan José Castillo Ruiz

El color de los sueños - Juan José Castillo Ruiz


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a sus dieciocho años, estaba espléndida. Había aprendido a bordar tan bien que, aunque no sabía cuándo, ni dónde, ni con quién, se casaría algún día, dedicaba parte de su tiempo libre a confeccionar su ajuar. Tenía decenas de pañuelos bordados, mantelerías, sábanas y una cantidad de objetos guardados, que había perdido la cuenta de cuántos eran. Solía decir, que cuando se casara, lo haría en La Colegiata de San Antolín, en Medina del Campo.

      Era una joven inquieta y muy curiosa, sentía la necesidad de conocer todo lo que existía fuera de su entorno. Viajar era uno de sus sueños y, a veces, deseaba consultar a Nicanor, el nuevo maestro, todo cuanto quería saber, pero este joven, una vez terminada su clase, desaparecía de la aldea pedaleando su bicicleta, perdiéndose en el camino. Algún campesino dijo que le gustaba visitar la diminuta taberna de Ambrosio.

      Teresita, cuando bordaba, recordaba las veces que unida a Paulino, cuando eran pequeños solían correr por el campo cogidos de la mano. Se detenían a orillas del río Adaja, que casi bordea la aldea, y sentados en la orilla se descalzaban hundiendo sus pies en aquel caudal de agua transparente. Se inclinaban hacia adelante y veían cómo sus rostros se reflejaban distorsionados, cambiando de figuras, por la continua corriente. Hacer esto les divertía mucho.

      Paulino, en ocasiones, confeccionaba un ramillete de margaritas y flores silvestres y, arrodillándose ante ella, se las ofrecía, y Teresita sonriendo, le extendía su mano, la cual el besaba con un signo de reverencia. Esa escena la habían visto en una de aquellas películas que proyectaron en el corral de Blas durante el verano. ¡Fueron unos años maravillosos!

      Cuando llegaba el invierno, eran muchos los días que la aldea estaba cubierta por un manto blanco. Los copos de nieve caían desde un cielo gris plateado, como bolitas de algodón, que empujados por el viento, los mecía a capricho, posándolos en la tierra, delicadamente.

      En noches de luna llena, los campos blancos brillaban como espejos y el silencio lo rompía algún aullido de lobo o el ladrar de perros. Era costumbre después de cenar que ambas familias se reuniesen y, al calor del fuego de una chimenea prendida con leña, desgranasen mazorcas, pelasen castañas o rompiesen nueces, a la vez que alguien contaba alguna anécdota o cuento. El invierno era largo y muy duro, por eso era necesario que tanto los graneros como los pajares estuvieran bien repletos, ya que faenar, a veces, era muy difícil o imposible.

      Una tarde de aquel mes de diciembre se iba a celebrar una matanza en la casa del padre de Paulino, y como de costumbre, Teresita y su familia fueron invitadas.

      Una vez consumado el rito del matarife, y desangrado el cerdo, la tarea era ardua y lenta para embutir y salar las piezas del sabroso animal, ¡buen cerdo bellotero! En el recinto donde se llevaba a cabo ese trabajo, se encontraban Teresita y Paulino de pie uno frente al otro, alrededor de una mesa, donde trabajaban con alegría y ánimo, unidos a los demás familiares. Sus miradas se cruzaron y Paulino experimentó una extraña sensación. Le empezaron a sudar las manos y la boca se le secaba, sintió un calor que le subía hasta la frente y el corazón le latía con fuerza. A medida que bebía agua, su mirada se clavaba en los maravillosos ojos color castaño oscuro de Teresita.

      Aquel año, la primavera llegó temprana, los campos rebosaban de color y un agradable aroma penetrante, que manaba de tantas flores y plantas, inundaba las praderas, donde todo era belleza y armonía.

      Una mano extra que ayudase a Paulino a labrar las tierras, era necesaria Su padre, apenas faenaba y ¡había tanto que hacer!

      Durante el mes de mayo, se celebra en Olmedo una fiesta medieval muy popular, a la cual acuden multitud de personas, y Paulino pensó que sería una buena ocasión visitarla, y así podría anunciar su oferta de trabajo.

      Una vez que Paulino tomó la decisión de preparar la partida, pensó en invitar a Teresita, aprovechando que por esas fechas ella cumpliría diecinueve años y podría ser un día especial para salir de la aldea.

      Casimiro y doña Mercedes aceptaron la idea de que su hija acompañase a Paulino, pero con la condición de que, junto a ellos iría su hijo Romualdo, que era el mayor de los hermanos. Esto a Paulino no le gustó, pero era la única forma de poder realizar ese viaje unido a Teresita. Tampoco a Romualdo le agradaba la idea de pasar un día en Olmedo, sirviendo de lazarillo. Ambos, Paulino y Romualdo, se encontraron para hablar, a fin de llegar a un acuerdo.

      —Sabes Romualdo, Teresita... a mí me gusta mucho, y nosotros...

      No le dejó terminar de hablar, cuando Romualdo le interrumpió diciendo:

      —Ya, ya lo sé, pude observar en la matanza cómo mirabas a mi hermana.

      Paulino se ruborizó, aunque no hubo necesidad de dar explicaciones, porque Romualdo aceptó la propuesta que le hizo y, de ese modo, tanto él como la pareja estarían solos y contentos.

      Era aún temprano aquella mañana, cuando partieron con destino a Olmedo, en aquel desvencijado y ruidoso camión, con motor de gasóleo, dando tumbos por aquellos caminos estrechos y polvorientos. Les parecía que nunca iban a llegar a su destino, dado que el recorrido que hacía este vehículo era de aldea en aldea, recogiendo a los pasajeros que en determinadas fechas festivas iban a visitar las ferias, como la que se celebraba aquel día en Olmedo.

      Llegaron a las puertas de Olmedo con el Ángelus del mediodía, y casi sin despedirse, Romualdo desapareció mezclándose entre la muchedumbre que abarrotaba aquel lugar. Teresita se sorprendió al ver que su hermano se separó de ellos, cuando lo acordado era estar unidos todo el tiempo.

      —¿Sabes a dónde va mi hermano? —preguntó a Paulino.

      Este, encogiéndose de hombros, le contestó:

      —No.

      Tanto insistió Teresita en saber qué estaba ocurriendo, que Paulino le reveló lo pactado entre él y su hermano Romualdo.

      De regreso a la aldea, sellaron los tres un juramento, cuyo fin era no decir nunca a nadie lo ocurrido aquel glorioso día en Olmedo.

      Lo de haber intentado Paulino contratar a alguien para que le ayudase en sus labores, quedó en el olvido.

      CAPÍTULO II

      Era un deshonor, un escándalo y una vergüenza para una familia, el que dentro de ella una hija pariese sin estar casada. En la pequeña comunidad de la aldea ocurrió años atrás, un caso en el que una menor quedó preñada de un forastero, y se cuenta que nunca se la volvió a ver, tanto a ella como a su familia. Desaparecieron sin dejar rastro hasta el día presente.

      Fueron para Teresita los meses que antecedieron a su alumbramiento los más horribles y solitarios de su vida. Iba perdiendo la alegría que ella tanto derramaba y la sonrisa en sus labios desaparecía a medida que pasaban los días. Al aumentar su vientre, ella se lo fajaba fuertemente, para así poder disimular su volumen.

      Según sus cálculos, le faltaban aún cinco meses para dar a luz. Los vómitos y el poco apetito, así como la palidez de su rostro, la delataban por momentos, hasta el punto de que la madre comenzó a sospechar y sin mediar palabra, una noche, cuando Teresita se retiró a su alcoba y comenzó a desnudarse, entró doña Mercedes sin pedir permiso, y descubrió lo que ya había imaginado, y tanto temía.

      Era la madre de Teresita mujer de pocas palabras, sumisa y recta, y sobre todo fiel creyente de su religión católica, la que practicaba, y desde pequeños sus hijos aprendieron. Estrechó las manos de su hija entre las suyas, y sentándose las dos en el borde del lecho, comenzó a oír atentamente lo que Teresita le contaba.

      Cuando hubo terminado de hablar Teresita y explicarle lo que sucedió, doña Mercedes se alzó lentamente de aquel lecho y de pie ante su hija, la cual seguía sentada, la miró fijamente a los ojos y decidió en ese momento alejarla del pueblo lo antes posible.

      Pensó en enviarla con una prima hermana de su padre, señora que vivía sola en un pueblo cercano, llamado Moraleja de las Panaderas, la cual, por ser muy mayor y con cierta incapacidad física (su visión era muy pobre), necesitaba ayuda, y si Teresita se desplazaba por algún tiempo a asistirla,


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