El color de los sueños. Juan José Castillo Ruiz
ternura a madre e hijo.
CAPÍTULO IV
Pasaron más de diez días, durante los cuales, Teresita se fue recuperando poco a poco del daño que le había producido el parto. Aunque aún estaba débil, pensó que ya era hora de seguir el camino con destino a Medina, lugar donde la pareja había decidido ir y depositar en el torno de algún convento, al recién nacido, una decisión tomada por su madre, meses atrás en Calabazas, cuando supo que su hija estaba embarazada.
Al amanecer del primer día de marzo de mil novecientos treinta y seis, Teresita, Paulino y el pequeño varón se pusieron en marcha, camino de Medina del Campo. Desde la puerta les despidieron los posaderos, con cierta tristeza. Les aviaron pan, leche, un poco de tocino y queso. Paulino durante los días que estuvo hospedado en aquel lugar, al contar solo con cuatro cuartos, convino con Julián ayudarle en las tareas diarias del campo, y así pudo pagar la deuda contraída.
Una vez más, Teresita volvió a girar la cabeza, viendo como desaparecía la posada ante sus ojos. Casi oculta entre la arboleda que a ambos lados adornaba aquel camino, pudo leer en una tabla claveteada en un poste de leño, Pozal de Gallinas. Así se llamaba aquella aldea, que por cierto, según cuenta la historia de nuestra Península, hace casi cuatrocientos setenta años, se refugió en ese mismo lugar, huyendo de una sangrienta batalla celebrada en Olmedo, un rey castellano, apodado el Impotente. Aquel día se convertiría en la gallina más importante de Pozal.
Los siete kilómetros que distaban desde Pozal a Medina era la distancia de que disponían Teresita y Paulino, para tomar una decisión tan importante como la de depositar o no a su hijo en un convento y no verlo nunca más, o abandonar los tres aquellas tierras y formar una familia en otro lugar, lejos... muy lejos de allí.
La mañana era fría y triste, el cielo cubierto de nubarrones negros amenazaba lluvia. Tan cierto era que, apenas entraron en la ciudadela de Medina, comenzó a llover intensamente. Deambularon por las calles casi desiertas y sin rumbo fijo, pero el ver en la distancia las torres de algunas iglesias, les sirvió de guía. Decidieron acercarse a una de ellas, y casi sin esperarlo, se dieron de frente con el convento de Santa Clara. Con precaución y temor de ser vistos, se acercaron a la puerta del convento. Teresita se detuvo por un instante, miró a su alrededor, y asegurándose de que estaban solos, sosteniendo a su hijo en brazos, extendió la mano y alcanzando el tirador que haría sonar la campanilla para que el torno se abriese, inclinó la cabeza y besó a su pequeño, dulcemente. Paulino que sujetaba una manta de lona extendida por encima de sus cabezas, para protegerse de la lluvia, exclamó:
—No, no me lo perdonaría nunca, no puedo dejar aquí a nuestro hijo, me atormentaría toda mi vida... y tú también.
Con rapidez unió sus manos a las de Teresita, para impedirle que tirase de aquella cadenilla. Soltaron ambos aquel cordoncillo de hierro entrelazado, y se unieron en un tierno y largo abrazo.
Quizá la lluvia, quizás las lágrimas, o las dos cosas, resbalaban por sus rostros. Sabían que esa decisión significaba alejarse de aquel lugar durante mucho tiempo o para siempre. Teresita quiso que Paulino llevase una cruz, a la que tanto cariño le tenía, y desprendiéndose de ella, se la entregó, abrochándosela al cuello.
La desaparición de Teresita y Paulino creó en las familias de ambos una cierta desconfianza, y cuando se preguntaban entre sí que habría sucedido, no había respuesta concreta, todo eran suposiciones. La tía Amelia andaba desconcertada, y aunque fueron a visitarla en un par de ocasiones para obtener información, la anciana nunca aclaró nada, dado que ella tampoco la vio partir, ni le dejó nota alguna, desapareció sin dejar rastro.
La noticia de la desaparición de la pareja corrió por aquellas aldeas como la pólvora. Muchos los dieron por muertos, otros opinaban que se habrían fugado al estar ella preñada y alguien comentó que la chica tenía vocación de monja y se refugió en un convento, hubo comentarios de todo tipo, y algunos fueron casi ciertos, y aunque parte de la verdad era lo que la madre de Teresita sabía, esta la ocultó y confió siempre en el cura Antonio y su secreto de confesión. Nunca permitiría que el nombre de su hija y de su familia se mancharan y fuesen objeto de habladurías perversas y malignas, que tan comunes eran en ocasiones como esa.
Pasaron los días, las semanas y los meses, y en la aldea seguían sin recibir noticias de la pareja desaparecida. Ningún miembro de las dos familias, quiso denunciar el caso, con la esperanza de que en cualquier momento aparecieran, y con una explicación, todo se reduciría a un buen susto, y serían perdonados. Pero lo cierto era que aquella fría mañana de marzo, y cuando aún estaban delante de la puerta del convento de Santa Clara, Teresita y Paulino juraron no desprenderse jamás de su hijo, al cual decidieron llamar Andrés. Y sin pérdida de tiempo, acordaron comenzar un viaje que, aun sin saber dónde formarían su hogar, sí tenían claro que pondrían rumbo al sur.
Fueron innumerables los pueblos y aldeas por los que cruzaron durante el viaje, y en algunos de ellos, como había hecho anteriormente, Paulino tuvo la necesidad de ayudar en las tareas de recogida de cosechas, a fin de que no les faltara el pan de cada día. La idea de continuar el camino hacia el sur era porque les ilusionaba poder vivir lo más cerca posible del mar, el cual aún no habían visto. Teresita no quería pensar en el pasado, y mirar hacia atrás le causaba mucho dolor, pensando en cómo estarían los suyos, creía que estar lo más lejos posible de su casa, le haría olvidar el pasado.
Corría el mes de junio y, ya en tierras andaluzas, el calor era insoportable para ellos, y sobre todo para el pequeño Andrés, que aún no había cumplido los cuatro meses.
Calcularon que sería mediodía cuando decidieron descansar, y al divisar una arboleda a poca distancia de la carretera, hacia ella se dirigieron por un carril tierra adentro. Poder tomar algo y beber agua fresca al resguardo del sol abrasador les vendría muy bien. Con un poco de dificultad, la mula coronó aquel repecho, y justo al llegar al lugar donde la buena sombra les esperaba, observaron que a poca distancia y en mitad del valle, se encontraba enclavada una casa de grandes dimensiones y pintada de blanco. Era un cortijo. La decisión de continuar el carril adentro y llegar a la casa fue mutua. No tuvieron que llamar a ninguna puerta, dado que alguien dio la voz de alarma de que un carro con mula se acercaba. Tan cierto era, que justo delante del caserón, les esperaba el capataz del cortijo, el cual les preguntó:
—¿A dónde se dirigen?
—Hacia el sur —respondió Paulino.
—Bueno, ya estáis en el sur.
—Sí, pero queremos ir junto al mar —respondió Teresita.
—Ya... Junto al mar, el mar no está lejos de aquí, yo nací junto al mar, en el Puerto.
—¿Qué Puerto? —preguntó Teresita.
—El Puerto de Santa María. ¿No ha oído hablar de él?
—Pues no.
—No está lejos de aquí... bueno si queréis pasad y descansad, podéis tomar algo y continuar vuestro camino, si así lo deseáis.
Una vez dentro de la casa, el capataz los llevó hacia el cobertizo trasero, cuya parra lo cubría a lo largo y a lo ancho, proporcionando una sombra que tanto se agradecía en aquellos días tan calurosos.
—Sentaos, os traeré algo de beber —dijo el capataz, entrando por una puerta de la que colgaba una persiana ruidosa de cuentas de cristal verdes y rojas hacia el interior de la casa.
Teresita, discretamente, se separó de Paulino, y en una de las esquinas del patio, y sentada en una silla de anea, comenzó a desabrocharse su camisón para poder así amamantar a Andrés, que ya empezaba a dar señales de tener apetito.
Apenas pasaron unos minutos, cuando apareció de nuevo aquel hombre, llevando consigo una jarra de agua y unos vasos. Los dejó sobre una mesa y preguntó:
—¿De dónde sois?... porque por la forma de hablar, no creo que seáis andaluces.
—Somos leoneses —respondió Paulino.
—Ya...
El