La extraña en mí. Antonio Ortiz
de penas, ella lograba, a mi manera de ver, toda la felicidad anhelada. Era alegre, sin complicaciones, extravertida y una excelente conversadora.
En el transcurso de nuestro noveno cumpleaños conocí la cara oculta de la soledad y de ahí en adelante me hizo compañía, aunque era una pésima consejera. Me aislé por completo de mi hermana y, como dos embarcaciones que navegan las mismas aguas, pero por rumbos distintos, nos distanciamos, en una lejanía tan cercana que dolía de tan solo sentirla así.
Fui el hazmerreír del colegio, aunque puede que lo haya permitido o que tal vez haya querido que así sucediera. En varias ocasiones deseé que me cambiaran de colegio, pues mis compañeros me hacían la vida imposible y yo no me ayudaba en absolutamente nada. Mis padres insistían en que no era bueno para mí estar lejos de mi hermana y en que el colegio era lo mejor que habían encontrado. Creo que las directivas del colegio, haciendo uso de sus “conocimientos”, forzaban e influían en estas decisiones de dejarme, solo porque pensaban que se les iba un cliente y no porque les preocupara mi bienestar.
Mientras mi hermana entendió cómo funcionaba el mundo superfluo y se quedaba con las “mejores amistades”, a mí me tocaba lo que quedaba por descarte, es decir, María Paula Abril, una niña con los mismos o con peores traumas que los míos. No éramos amigas porque quisiéramos, sino porque la selección natural de la sociedad así lo exigía. Los trabajos en grupo, las presentaciones, todo lo que implicara formar una microsociedad, significaba una sola cosa: el ritual de ver cómo mis compañeros de salón movían sus puestos con un ritmo cadente y destructor de cualquier autoestima, dándoles ellos un orden “natural” a estas uniones. María Paula y yo ya sabíamos que nada ni nadie avanzaría hacia nosotras. Las dos éramos tan patéticas que muchas veces nuestras conversaciones en los descansos se basaban en la contradicción.
—¿Sabes, Vania? Me encantaría ser como tú. Eres delgada y bonita.
—No, Mapa, estás loca. Soy gorda y fea. En cambio tú eres delgada y bonita si te comparas conmigo.
En las mañanas nuestros saludos no eran los más positivos:
—¿Cómo estás?
—Mal, pero podría ser peor.
Ese era nuestro ritual de amistad y lo repetíamos hasta el cansancio. Competíamos por demostrar quién tenía la autoestima más baja. Cuando ella no iba al colegio, la soledad era más tangible. Aun así, lograba sentirme menos miserable y podía ver las cosas desde otra perspectiva, una menos influenciada por la tristeza.
En mi casa me convertí en un fantasma, en una especie de entidad invisible que dejó de existir el día en que mis padres volvieron a formar una familia, eso sí, cada uno por su lado. Papá se casó y tuvo dos hijos más con su nueva esposa. Mi mamá, sin razón aparente, se dejó embarazar por el novio de la época y tuvo a mi hermano menor. A Meli y a mí nos tocó compartir el poco tiempo que nos dedicaban. Otra vez la vida se empeñaba en darme las sobras.
Traté de ser siempre responsable y de hacer lo posible por callar a los demás, me destaqué en el estudio dando lo mejor de mí, pero como sucede en esta sociedad, ese fue un motivo más para que mis compañeros me odiaran, mis padres se ufanaran de lo que no habían hecho y mi hermana se distanciara más y más de mí.
Solo me quedaba María Paula, pero como no éramos tan íntimas y solo compartíamos los descansos y algunas tardes, no podía refugiarme en ella.
A nadie parecía interesarle lo que sucediera conmigo y, sin tener persona con quien hablar, me dejé seducir por el superfluo encanto de las redes sociales.
Primero fue Facebook, aunque tenía muy pocos amigos y solo algunas fotografías de lo que me gustaba. No me sentía bien conmigo misma y, por ese motivo, ver mi rostro y mi cuerpo no significaba una actividad que me generara placer.
La cuenta, por obvias razones, la tendría que cerrar más temprano que tarde.
Recibí muchos ataques por medio de mi perfil. Sin embargo, lo peor estaba por venir. En una de mis poco inteligentes decisiones, opté por abrir una cuenta en algo que me pareció genial: “Hazme una pregunta”, más conocido como Ask.
Les di a mis verdugos el arma con la cual me podían ejecutar.
Al comienzo de todo, al abrir la cuenta de Ask, las preguntas y los comentarios tenían más que ver con la razón por la cual yo era tan tímida y menos con otras cosas. Sin embargo, apenas un poco tiempo después, las agresiones se volvieron cotidianas.
Abrí la puerta al infierno. Leía eso y me dolía. Mi reacción fue dramática y peligrosa porque, en la privacidad de mi cuarto, mi vulnerabilidad estaba al límite. Descubrí que me odiaba a mí misma y empecé a atentar contra mi cuerpo. Los raspones y las cortadas comenzaron a dibujarse en mi piel: por cada insulto, una cicatriz; mis piernas, brazos, muslos y espalda servían de lienzo al autoflagelo.
* * *
El día que vi a mi papá marcharse de la casa, mi mundo de cristal se rompió en mil pedazos. Traté de llorar, pero algo me lo impedía; era una coraza, un escudo que se había generado en mí desde hacía ya algún tiempo. Entonces tomé mi mano en forma de puño y empecé a golpear el borde de la mesa del comedor. Fue ahí donde, de forma repentina, encontré esa sensación, algo que sería una adicción cuando la oscuridad me cubría. Mi puño se resbaló por todo el borde de la mesa y levantó con furia titánica la piel de mis nudillos. Tomé mi puño izquierdo e intenté hacer lo mismo varias veces, hasta lograr el mismo resultado. Sentí que algo hacía clic dentro de mí; es doloroso pensar que destruirse a uno mismo pueda generar algún tipo de alivio.
Desde entonces, cada vez que tenía esa sensación incontrolable, que me convertía en una especie de Hulk, tomaba una tapa metálica de gaseosa y con su borde rasgaba la piel de mis brazos y muslos. Frente a mi espejo me atacaba con palabras hirientes, me ofendía en un ritual decadente, llena de culpabilidad y con una desesperación angustiante. Llegué a pensar que no eran culpables los que me atacaban, sino yo. Mi dolor borraba cualquier vestigio de maltrato por parte de mis atacantes. Empecé a tener pensamientos extraños en la oscuridad de mi cuarto: “¿Por qué no te mueres? ¡Debiste haberte muerto en el nacimiento! Eres horrible, fea, tienes cara de engendro”.
Cuando tuve entre nueve y diez años, ninguno de mis padres notó mi comportamiento extraño. Tal vez estaban más concentrados en volver a rehacer sus vidas que en lo que sucedía con sus hijas.
Meli era más fuerte y se refugió en sus amigas. Era como si ella se hubiese quedado con todo lo bueno: se puso más linda, no le tocó el acné, sus dientes no se torcieron y su pelo siempre se veía arreglado. Aprendió a combinar su ropa y logró mostrar carisma. Solo al cumplir los once años, mi madre descubriría con horror que su hija menor tenía un tornillo suelto.
Después de nuestro undécimo cumpleaños, mi madre tuvo que ir al médico porque se sentía mareada. Allí le pidieron que se practicara unas pruebas, esos exámenes que se realizan para descartar cualquier enfermedad. La noticia para mí fue como una bomba que se aloja en tu corazón y estalla con todo su poder: un embarazo no planeado, un nuevo ser que vendría a quitarme lo poco que poseía, y mi reacción no se hizo esperar.
Mientras mi madre estaba contándole a su novio la buena nueva para ellos, le quité el celular y, como pude, lo estrellé contra la ventana. El vidrio se reventó y los pedazos cayeron desde un cuarto piso, hiriendo en su trayecto a una pareja de ancianos. Mi madre levantó su brazo casi hasta el techo y lo hizo descender con la mano abierta hacia mi rostro. El impacto me derribó. La bofetada solo encendió la chispa que faltaba para hacer explotar la bomba que estaba en mí; era lo último que la Dama Oscura esperaba para surgir de las tinieblas. Me enceguecí, perdí los estribos y todo el resto de mi cordura. Maldije a mi madre, a mi padre, al bebé, les grité toda clase de groserías y le dije a mi madre que me aseguraría de que la causante de todos mis problemas desapareciera.
En el apartamento había unas herramientas que habían dejado los obreros que estaban remodelando, de modo