Ruina y putrefacción. Jonathan Maberry
por qué usamos solamente generadores manuales en el pueblo, chicos? —preguntó el hombre. Su nombre era señor Merkle.
—Claro —dijo Chong—. El ejército arrojó bombas nucleares a los zoms, y la radiación electromagnética que derivó arruinó todos los aparatos electrónicos.
—Y además el señor Santorini siempre está borracho —dijo Benny. Iba a decir algo sarcástico acerca de la extraña intolerancia religiosa a la electricidad cuando en el rostro del señor Merkle se dibujó una sonrisa circunspecta. Benny cerró la boca.
El señor Merkle les sonrió durante largo tiempo. Un minuto entero. Luego sacudió la cabeza.
—No, eso no es exactamente así, muchachos —dijo Merkle—. Es porque estas máquinas son simples, y las otras máquinas son ostentosas —pronunciaba cada sílaba como si fuera una palabra distinta.
Benny y Chong se miraron de reojo.
—Miren, muchachos —dijo el señor Merkle—, Dios ama la simplicidad. Es el Diablo el que ama la ostentación. Es el Diablo el que ama lo arrogante y lo pretencioso.
Oh, oh, pensó Benny.
—El señor Santorini pasó la primera parte de su vida instalando aparatos eléctricos en las casas de la gente —dijo el señor Merkle—. Ésa era la obra del diablo, y ahora él busca el olvido del demonio del ron para tratar de eludir el hecho de que le tocará un largo tiempo en el Infierno por incurrir en la ira del Todopoderoso. Si no fuera por hombres sin Dios como él, el Todopoderoso no hubiera abierto las puertas del Infierno y mandado a las legiones de los condenados a conquistar los reinos egoístas del hombre.
Por el rabillo del ojo, Benny pudo ver que los dedos de Chong se ponían blancos como hueso mientras se aferraba a los brazos de su silla.
—Puedo ver algo de duda en sus ojos, muchachos, y es justo —dijo Merkle, con la boca torcida en una sonrisa tan apretada que se veía dolorosa—. Pero hay muchas personas que han abrazado el camino de la virtud. Hay más de los que creemos que de los que no —aspiró por la nariz—. Incluso si no tienen aún el valor para abrazar su fe.
Se inclinó hacia delante, y Benny casi pudo sentir el calor de la mirada intensa de aquel hombre.
—La escuela, el hospital, incluso el ayuntamiento, obtienen electricidad proveniente de generadores manuales, y mientras haya gente razonable respirando bajo el cielo de Dios, no habrá maquinaria ostentosa en nuestro pueblo.
Había una jarra completa de té helado en la mesa, así como una pila bastante alta de galletas, y Benny entendió que el señor Merkle tenía probablemente mucho que decir sobre el asunto y quería tener cómodo a su público durante todo su discurso. Benny lo soportó tanto como pudo y entonces preguntó si podía usar el baño. El señor Merkle, que para entonces había pasado de la simple electricidad a la blasfemia destructora del alma que era la energía hidroeléctrica, apenas se inmutó, y le dijo a Benny a dónde ir dentro de la casa. Benny pasó al interior y cruzó la casa entera para salir por la puerta de atrás. Saludó a Chong con la mano mientras saltaba la cerca de madera.
Dos horas después, Chong alcanzó a Benny afuera de Lafferty’s, la tienda local. Le dedicó a Benny una mirada maligna.
—Qué buen amigo eres, Benny. Realmente te extrañaré cuando mueras.
—Oye, te di una salida. Cuando no regresé, ¿por qué fuiste a buscarme?
—No. Él te vio saltar la cerca, pero siguió con su sonrisa y dijo: “¿Sí sabes que tu amigo va a arder en el Infierno? Pero tú no escupirías en el ojo de Dios de esa forma, ¿verdad?”.
—¿Y te quedaste?
—¿Qué podía hacer? Tenía miedo de que me señalara, dijera “¡Satán!” y me cayeran rayos o algo así.
—¿Tachamos ese empleo de la lista?
—¿Tú qué crees?
Vigilante fue el siguiente trabajo, y resultó ser una buena elección, pero sólo para uno de ellos. La vista de Benny era demasiado precaria para detectar zoms a mucha distancia. Chong era como un águila, y le ofrecieron el trabajo en cuanto acabó de leer los números más pequeños de un cartel. Benny ni siquiera pudo ver que eran números.
Chong tomó el trabajo y Benny se alejó solo, mirando con desánimo a su amigo, sentado junto a su entrenador en una torre alta.
Después, Chong le dijo a Benny que le encantaba el trabajo. Estaba sentado todo el día, mirando los valles, hacia Ruina y Putrefacción que se estrechaba desde California hasta el Atlántico. Chong le dijo que en un día claro podía ver hasta a una distancia de treinta kilómetros, en especial si no había vientos que soplaran desde la cantera. Sólo él, allá arriba, a solas con sus pensamientos. Benny extrañaba a su amigo, pero en privado pensaba que el trabajo parecía más aburrido de lo que las palabras podían expresar.
A Benny le gustó cómo sonaba la palabra embotellador, porque creyó que era un trabajo de obrero, llenando botellas de gaseosa. A Benny le encantaba, pero a veces era difícil conseguirla. Algunas viejas, que traían los comerciantes, eran muy costosas. Una botella de Dr Pepper costaba diez dólares. Los productos locales venían en toda clase de recipientes reciclados, desde frascos de mermelada hasta botellas que alguna vez habían estado llenas con Coca-Cola o Mountain Dew. Benny se podía ver manejando el generador manual que movía la banda transportadora o ajustando corchos en cuellos de botella con un martillo de goma. Estaba seguro de que lo dejarían beber la gaseosa que quisiera. Pero mientras iba por el camino, se encontró a un adolescente mayor —Bert, el primo de su amigo Morgie Mitchell— que trabajaba en la planta. Cuando Benny alcanzó a Bert, casi sintió arcadas. Bert olía horrible, como algo que se hubiera encontrado muerto debajo de unas duelas. Incluso peor. Olía a zom.
Bert notó cómo lo miraba y se encogió de hombros.
—Bueno… ¿a qué esperabas que oliera? Embotello esa cosa ocho horas al día.
—¿Qué cosa?
—Cadaverina. ¿Qué, pensabas que trabajo haciendo gaseosas? ¡Ya quisiera! No, trabajo en una prensa para extraer aceites de la carne podrida.
El corazón de Benny se detuvo. La cadaverina era una sustancia de olor espantoso producida por hidrólisis de proteínas durante la putrefacción del tejido animal. Benny lo recordaba de la clase de ciencias, pero no sabía que estaba hecha de auténtica carne putrefacta. Cazadores y rastreadores la untaban en sus ropas para repeler a los zoms, porque a los muertos no les apetecía la carne podrida.
Benny preguntó a Bert qué clase de carne se usaba para fabricar el producto, pero Bert se hizo el tonto y finalmente cambió de tema. Justo cuando Bert estaba por abrir la puerta de la planta, Benny se dio media vuelta y regresó al pueblo.
Había un trabajo del que Benny ya sabía: artista de erosión. Había visto retratos de erosión clavados con tachuelas en cada pared de los puestos de vigilancia en la cerca del pueblo y sobre las paredes de los edificios alrededor de la Zona Roja, la extensión de campo abierto que separaba al pueblo de la cerca.
Este trabajo parecía prometedor, porque Benny era un artista bastante aceptable. La gente quería saber cómo se verían sus parientes si fueran zoms, así que los artistas de erosión tomaban fotos familiares y las zombificaban. Benny había visto docenas de esos retratos en la oficina de Tom. Un par de veces se preguntó si debía llevar la foto de sus padres a un artista para que los redibujara. Nunca lo había hecho, sin embargo. Pensar en sus padres como zoms lo hacía sentirse enfermo y enojado.
Pero Sacchetto, el artista supervisor, le dijo que intentara primero la imagen de un pariente. Decía que eso permitía entender mejor lo que estarían sintiendo los clientes. Así, como parte de su prueba, Benny sacó la foto de sus padres de su billetera y lo intentó.
Sacchetto frunció el ceño y sacudió la cabeza.
—Los estás haciendo verse malos y aterradores.
Trató de nuevo con varias