La nueva era de los negocios. Maria del Carmen Bernal
y viceversa (Llanes, 2010).
Así como el primer modelo (machismo/sexismo) dejó de ser viable, también el feminismo radical, puesto que su ideología limita la acción humana, atenta contra la esencia de ser mujer y el desarrollo de las sociedades, que siempre han estado erigidas a partir de modelos familiares. Este modelo, al negar la maternidad como elección de la mujer y atentar contra la familia, promueve una liberación de lo biológico y de la propia sexualidad que daña la propia condición humana y el verdadero avance social.
Si bien los modelos anteriores significaron, en su momento, una aportación innegable en la consecución de la igualdad de derechos entre el varón y la mujer, el machismo subordina la mujer al hombre y el feminismo radical elimina la relación biológica con el sexo. Ambos atentan contra la dignidad del ser humano y no contem-plan la complementariedad entre hombre y mujer, necesaria y vital en la actualidad.
En el siglo XXI se requiere un modelo más justo y armónico, que respete las diferencias entre hombres y mujeres, pero que busque siempre la equidad y complementariedad entre ambos. Se necesita un arquetipo que plantee un modo de estudiar el vínculo entre biología y cultura, sexo femenino y masculino y género femenino y masculino.
En la actualidad, si la mujer quiere encontrar el lugar que, por justicia, le corresponde en la sociedad, no debe, en nombre de la pretendida liberación del dominio del hombre, apropiarse de las caracterís-ticas masculinas en contra de su propia originalidad femenina, su riqueza más esencial.
IGUALDAD EN LA DIFERENCIA
Este paradigma defiende que los problemas sociales, ecológicos y multiculturales que afectan la relación entre el varón y la mujer sean afrontados desde la perspectiva de la solidaridad, la acogida y el respeto. La contribución activa del primero en estos cambios es, ciertamente, un eslabón fundamental. Propone una adecuada comunión y participación de mujeres y hombres en todos los aspectos de la sociedad. Reclama más presencia de la mujer en la vida pública, pero también del varón en los asuntos domésticos y en la educación de los hijos.
Este modelo de relación entre sexo y género reivindica el derecho a la diferencia entre los sexos, aunque reclama que ambos se encuentren presentes tanto en el mundo de lo privado como en el ámbito público. Admite que mucho del reparto de tareas consideradas en una época u otra, propias de la mujer o del hombre, es algo absolutamente arbitrario y sin base biológica (Llanes, 2010).
En suma, muestra el desafío de construir una sociedad con maternidad y una familia con paternidad.
Es necesario repensar y reestructurar los distintos ámbitos públicos y privados del quehacer humano. No solo para evitar injusticia y discriminación, sino para replantear procesos a favor de la humanización, y permitir que la dualidad humana (varón y mujer) se realice y enriquezca plenamente no solo en el ámbito físico y psicológico, sino también en el ontológico.
Vivir la reciprocidad con unas relaciones fluidas, las características del hombre y de la mujer adquieren entonces su genuino sentido relacional y se evita caer en falsificaciones y excesos tanto de machismo como de feminismo. Por el contrario, el distanciamiento entre el uno y la otra, la instrumentalización y la opresión, son un obstáculo para la felicidad de ambos, debilitan la consistencia de la familia y corrompen la sociedad (Di Nicola y Danese, 2011).
Julián Marías, filósofo español, lo pone en estas palabras: “El varón y la mujer son recíprocamente espejos para descubrir su condición. Hay un elemento de asombro, condición de todo verdadero conocimiento (...) en el encuentro con otra forma de persona” (Marías, 2005).
Varón y mujer, por tanto, tienen maneras diversas de estar en el mundo; al poner en juego su masculinidad y su feminidad, trascienden la fecundidad biológica, así como la cultural, política, artística y social; ambos se enriquecen, se potencian y se complementan. No reflejan una igualdad estática y uniforme, y ni siquiera una diferencia abismal e inexorablemente conflictiva.
Para superar la contradicción entre reproducción-inserción en el mercado laboral, no propone que la mujer vuelva a casa si ella no lo quiere o no lo necesita, y no sería una solución acorde con la realidad que estamos viviendo en este siglo. La solución está en una readaptación de la sociedad, del mercado laboral y de la legislación a este cambio cultural y sociológico, positivo en muchos aspectos para la mujer.
Esta readaptación requiere un cambio y el abandono de esquemas exclusivamente masculinos. Hay que insertar otro tipo de valores en la sociedad, como el que la maternidad no es solo responsabilidad de la mujer sino también del hombre, y que la renovación generacional y traer hijos al mundo es un valor social al que se debe hacer frente de manera solidaria. Habrá que aceptar esta nueva asignación de los papeles del hombre y de la mujer, y dejar de añorar un pasado perdido (Elosegui, 2002).
ARRAIGO HISTÓRICO DE LOS ESTEREOTIPOS
¿Es posible vivir este paradigma en la sociedad mexicana? Sin duda, un ejemplo elocuente es el caso de Verónica Pérez, directora comercial en Dow para México y Latinoamérica, quien junto con su esposo tomaron la decisión de aceptar una expatriación a Brasil y Estados Unidos, cambiando los papeles de ambos al interior de su familia.
Así lo describe: “Mi esposo y yo teníamos trayectorias profesionales exitosas, estábamos abiertos a romper paradigmas y compartir los desafíos personales y profesionales. Pensábamos que si a uno de los dos nos ofrecían la oportunidad de trabajar en otro país, como pareja, tomaríamos la oportunidad”. El jefe de Verónica Pérez lo resume así: “Ella vive todos los retos de tener una familia consolidada y ha logrado el bienestar de su familia” (Bernal, Messina y Moreno, 2014).
La diferencia entre el varón y la mujer no reside en tener diversas funciones. La mayor parte de los trabajos son intercambiables; sin embargo, este paradigma es una revolución en las estructuras sociales que requerirá tiempo para su consolidación. Se trata de un modelo de interdependencia que requiere la participación de varios actores de la sociedad.
“La principal preocupación de sus defensores se centra en conseguir un mercado laboral flexible que permita, tanto al hombre como a la mujer conciliar vida familiar y laboral, sin plantear como una disyuntiva irresoluble maternidad/paternidad y trabajo” (Llanes, 2010).
Los papeles sociales asumidos por el varón y la mujer son configurados por cada sociedad y dependen de factores como la edad, condición económica, nivel educativo, estrato social, raza o grupo étnico, e incluso la generación a la que pertenecen. Estos elementos condicionan la creación de estereotipos que, a su vez, limitan el desarrollo de hombres y mujeres y reprimen su actuar, adecuándolos a su género, es decir, a su funcionalidad.
En la segunda temporada de la serie Mad Men, que retrata el mundo corporativo de una oficina de publicidad en Manhattan a princi-pios de la década de los sesenta del siglo pasado, un socio de la empresa le dice a la ex secretaria del jefe creativo, que ahora es parte del equipo creador:
Nunca vas a ocupar la oficina de tu jefe hasta que empieces a tratarlo como un igual. Y nadie más va a decirte esto, pero no trates de ser un hombre. Ni siquiera lo intentes. Sé una mujer. Una poderosa que hace negocios de manera correcta.
Los estereotipos han definido en cada momento histórico la divi-sión laboral por sexos. Puesto que, por condiciones biológicas, la mujer posee la capacidad de engendrar entonces se infiere que, automáticamente, desarrollará un instinto maternal; al hombre se le otorgan otros modelos relacionados con la masculinidad, como ser proveedor, jefe de familia y representar autoridad.
El arraigo de estos arquetipos evoluciona de tal manera que el “valor” de mujeres y hombres —o la femineidad o la virilidad, respectivamente— se mide a través de ellos. Al paso del tiempo, las sociedades cultivan estos patrones y determinan así lo que debería ser el comportamiento ideal de hombres y mujeres.
El problema radica en que estas conductas no fueron elegidas y aceptadas individualmente, sino que forman parte del patrimonio cultural o legado familiar, condicionan el desarrollo de capacidades del ser humano e inhiben las que “socialmente” no pertenecen a su género.
Este es el origen